Se cumplieron cinco años desde que el movimiento “Son Niñas, No Madres” presentó ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas los casos de cinco niñas latinoamericanas sobrevivientes de violencia sexual y forzadas por sus Estados a continuar con los embarazos que resultaron de esas violaciones. Una estrategia de litigio internacional sin precedentes, simultánea y articulada entre distintas organizaciones ꟷel Centro de Derechos Reproductivos (CRR), Planned Parenthood Global (PPG), Mujeres Transformando el Mundo (MTM) de Guatemala, y Surkuna de Ecuadorꟷ que tuvo (y tiene) el propósito de reclamar justicia, reparación y medidas urgentes para evitar que las nenas de nuestra región vuelvan a ser obligadas a maternar.
Las historias de Camila, en Perú; Fátima, en Guatemala; Norma, en Ecuador; y Lucía y Susana, en Nicaragua son muestra de una violencia e impunidad que se repite. Las cinco tenían entre 10 y 13 años cuando las agredieron sexualmente. Las cinco confirmaron sus embarazos producto de violación y a pesar de expresar su deseo de no ser madres, en sus países les negaron la posibilidad de interrumpir los embarazos. Además, fueron estigmatizadas, sufrieron amenazas y violencia obstétrica durante la gestación y los partos.
Según datos del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), América Latina y el Caribe es el segundo rincón del mundo con las tasas más altas de partos de niñas menores de 15 años ꟷencabeza África subsaharianaꟷ y la única con tendencia en aumento. En 2020, el 80% de las agresiones sexuales tuvieron como víctimas a niñas de entre 10 y 14 años, y aproximadamente 5 de cada 100 niñas dentro de este grupo de edad dieron a luz.
El panorama se agrava por la falta de acceso a servicios de salud sexual y reproductiva si se tiene en cuenta que la región cuenta con las leyes de aborto más restrictivas y punitivas del planeta, lo que limita la interrupción voluntaria del embarazo incluso en casos de violencia sexual. La falta de educación sexual integral también impide que las niñas, y sus familias, conozcan derechos e implicaciones de las relaciones sexuales y afectivas basadas en el consentimiento.
“Los Estados deben garantizar el derecho inalienable de cada niña a vivir una vida libre de violencia y discriminación, y se les deben respetar las decisiones que tomen para retomar su proyecto de vida luego de sobrevivir a la violencia sexual. La falta de protección por parte de los Estados no puede ser tolerada más tiempo”, destacó Marianny Sánchez, directora de comunicaciones para América Latina de PPG, una de las organizaciones fundadoras del movimiento “Son Niñas, No Madres” de visita por Buenos Aires para seguir desparramando el mensaje.
Es que a pesar de la urgencia, recién en junio de 2023 el Comité de los Derechos del Niño de la ONU determinó que el Estado peruano era responsable de las múltiples vulneraciones que padeció Camila. Norma, Fátima, Lucía y Susana todavía esperan justicia.
Camila era una nena que vivía en una zona rural de los andes peruanos. Como parte de sus tareas diarias ayudaba a su papá a pastear a los animales. Camila tenía nueve años la primera vez que su papá la violó sexualmente en el campo. Fue la primera de muchas otras veces, durante años. Los mismos años que guardó silencio por miedo a que su papá cumpliera la amenaza: mataría a su mamá y a su hermano si contaba algo.
Producto de los abusos, Camila quedó embarazada con 13 años de edad. Su mamá, una mujer quechuahablante con una discapacidad física, se enteró porque las maestras le avisaron que la nena estaba faltando a la escuela, que había manifestado sentir náuseas, que su rendimiento había bajado y que se mostraba triste y aislada.
Los exámenes médicos y psicológicos que le realizaron a Camila en un hospital, a dos horas y media en colectivo de donde vivía, confirmaron el embarazo y revelaron el riesgo físico y su crítico estado emocional.
Desde 1924 el Código Penal de Perú establece como única figura no punible el aborto terapéutico “cuando es el único medio para salvar la vida de la gestante o para evitar en su salud un mal grave y permanente”. Pero nadie en el hospital le informó a Camila y a su mamá de este derecho. Por el contrario, el personal médico armó un esquema de atención prenatal. Camila lloró y repitió que su papá la violaba y que no quería ese embarazo. Pero el personal médico ordenó ecografías. Camila seguía llorando y repitiendo que su papá la violaba y que no quería ese embarazo. Pero el personal médico le detalló la importancia de una dieta adecuada. Incluso un día, un equipo de salud se acercó hasta la casa de la nena para proponerle un plan de parto. Camila lloró y repitió que su papá la violaba y que no quería ese embarazo. Ese día empezó a decir también que quería morirse y que se quitaría la vida si el embarazo no terminaba.
Con el asesoramiento de la Asociación Pro Derechos Humanos, Camila y su mamá solicitaron la interrupción legal del embarazo. El hospital debía convocar una junta médica para resolver la situación en un plazo máximo de seis días. Sin embargo, el director del hospital remitió la solicitud al área legal y luego al jefe del área de obstetricia… nunca hubo respuesta. Camila y su mamá, entonces, elevaron la solicitud de interrupción voluntaria del embarazo a la Fiscal a cargo de la investigación penal por violación sexual para que se designara un centro de salud que respetara los presupuestos establecidos en el Código Penal. Tampoco recibieron respuesta.
El 19 de diciembre de 2017 a las cuatro de la madrugada Camila llegó al hospital con 13 semanas de gestación y fuertes dolores abdominales. La tuvieron esperando hasta las nueve de la mañana, cuando la ingresaron como “amenaza de aborto” y le proporcionaron medicamentos para evitar la pérdida. Cinco horas después se le diagnosticó “ruptura espontánea de membranas ovulares con eliminación de abundante líquido amniótico y sangrado transvaginal”. Tuvieron que realizarle un legrado uterino de emergencia. Camila tenìa 13 años. Y le entregaron los restos del aborto a su madrina.
Al tormento, igualmente, le quedaban varios capítulos porque la Fiscalía culpó a Camila e inició un proceso legal acusándola de autoaborto. Y días después, una obstetra del hospital desinformada del aborto espontáneo fue varias veces a la casa de Camila con un policía para exigirle que retomara sus controles prenatales. A esta altura, Camila ya estaba en boca de todo el pueblo. Dejó la escuela, se distanció de sus amigas y finalmente se mudó con su tía a otra ciudad. Tenía 13 años.
Fátima vivía en un barrio humilde de Guatemala y tenía de ídolo a José, un funcionario público que ayudaba a su familia, le hacía regalos y le compraba los cuadernos del colegio. Eso era lo que más le gustaba a Fátima, porque era muy estudiosa y soñaba con ser arquitecta, doctora o profesora universitaria, como José.
Una noche José abusó sexualmente de Fátima, que acaba de cumplir 12 años. Y tres meses después la nena descubrió que estaba embarazada. Acompañada por su mamá, denunciaron la violación del funcionario. Pero las autoridades nunca lo encontraron: alertado por contactos en el Estado, José escapó.
La salud física y mental de Fátima comenzó a deteriorarse, al punto de manifestar que no quería vivir más. Lo dijo fuerte y claro, a cada agente estatal que la entrevistó. Sin embargo, nadie le ofreció una interrupción legal del embarazo. Tampoco apoyo psicológico. La forzaron a continuar con el embarazo producto del abuso sexual del hombre poderoso de la comunidad. La discriminaron en la escuela hasta que abandonó los estudios y, así, sus sueños de ser arquitecta, doctora o profesora universitaria. La obligaron a parir. Su violador continúa libre.
Norma vivía en un pueblo de Ecuador donde la mayoría de los chicos y las chicas solía jugar en la calle. Norma no. En cambio, pasaba largos períodos de tiempo en las casas de distintos familiares para protegerla de su papá Raúl, que maltrataba a su mamá y había sido denunciado por violar a una sobrina de 12 años.
Los momentos más felices Norma los vivió con sus abuelos. Fueron dos años de ir todos los días a la escuela y jugar con los amigos de la cuadra.
Pero cuando la abuela murió, las autoridades ecuatorianas obligaron a la nena a vivir otra vez con su progenitor y así la expusieron al horror
A los 13 años su cuerpito empezó a cambiar. Fue su hermana mayor la que intuyó el embarazo y la llevó a un hospital, donde Norma se animó a contarle a los doctores el miedo que le daba escuchar los pasos de su papá acercándose a la pieza, las violaciones recurrentes, las cosas feas que Raúl le hacia. Sin embargo, nadie ofreció la oportunidad de elegir un aborto, aunque es legal en Ecuador cuando la gestación pone en riesgo la salud de la paciente.
Norma intentó suicidarse.
Mientras tanto, el papeleo burocrático trabó la denuncia y la orden de arresto contra Raúl que contó con el tiempo suficiente para armar sus valijas y escapar.
Norma fue forzada a ser mamá. Nunca volvió a jugar con sus amigos y amigas de la cuadra. Su abusador murió sin ser juzgado.
Lucía y Susana son nicaragüenses. Lucía adoraba cantar varias veces por semana en la Iglesia de su ciudad. Susana vivía con sus abuelos en un pueblito y soñaba con ir al colegio y tener amigas.
Especialmente Susana deseaba que su abuelo, miembro de una banda armada, dejara de abusar de ella, como hacía regularmente desde que tenía 6 años.
Para Lucía, en cambio, los días se pusieron raros cuando el sacerdote Ricardo, a cargo del coro juvenil, comenzó a enviarle mensajes con preguntas sexuales. La situación le resultaba incómoda, pero se convenció de que no había que temerle a un hombre de fe. Hasta que una vez, terminado el ensayo, el sacerdote invitó a Lucía a una de las habitaciones de la iglesia y la abusó sexualmente. La primera de muchas otras veces, durante más de un año.
Tras las sistemáticas violaciones, Lucía y Susana quedaron embarazadas con 13 años cada una y obligadas a continuar con esas gestaciones, que ponían en riesgo sus vidas, porque en Nicaragua el aborto está penalizado en todas las circunstancias.
El cura Ricardo fue denunciado con pruebas contundentes, pero nunca lo procesaron.
A Lucía la forzaron a parir. Su violador sigue libre. Lucía ya no canta.
Cuando la abuela de Susana descubrió las agresiones de su marido contra la nena lo denunció frente a las autoridades. Pero no quisieron escucharla. Ni en su pueblo, ni en otros pueblos cercanos. Viajaron horas y horas, narraron una y otra vez la violencia sexual. Las rechazaron siempre y finalmente archivaron la causa.
A Susana la forzaron a parir. Su violador sigue libre. Susana ya no sueña.
– ¿Por qué la decisión del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas podría cambiar el paradigma jurídico que aborda la violencia sexual y los embarazos y maternidades forzadas de nenas en la región?
Marianny Sánchez (MS), directora de comunicaciones para América Latina de PPG, una de las organizaciones fundadoras del movimiento “Son Niñas, No Madres”: -Se acude a un comité internacional, se acude al Derecho Internacional, luego de haber agotado el proceso jurídico nacional en el país del cual es la sobreviviente. Haberlo agotado significa que se surtió todo el proceso jurídico pero no se obtuvo una condena, no se obtuvo justicia. Y se acude al Derecho Internacional también con el anhelo de que no solamente la sobreviviente obtenga medidas de reparación individual como parte del dictamen, sino medidas de no repetición; justicia integral que no impacte únicamente de manera positiva en la vida de la sobreviviente sino que permita tener además un impacto en las normativas y marcos jurídicos de los países que han suscrito el tratado, el instrumento al cual hace seguimiento ese Comité de Naciones Unidas. Eso quiere decir que lo que emane de los dictámenes de los casos de Norma de Ecuador, de Fátima de Guatemala, Lucía y Susana de Nicaragua puede ser extendido a los 173 países que han suscrito el Pacto Internacional de Derechos Cívicos y Políticos.
– ¿Cómo se extenderían los fallos?
MS: -Por ejemplo, si este comité dijera que en estos cuatro casos los estados de Guatemala, Ecuador y Nicaragua debieron y deberán proporcionar acceso a servicios de salud reproductiva, incluida la interrupción del embarazo en casos de embarazos en niñas que sobrevivieron a la violencia sexual, 170 países más podrían plegarse a esa recomendación. Algo sumamente importante en nuestra región porque a pesar de los avances de los últimos años en materia de reconocer los derechos sexuales y reproductivos, ampliar el acceso y mejorar la conversación pública acerca de la autonomía reproductiva, todavía queda mucho por hacer. Entonces, esperamos que el dictamen sea simultáneo y hable de lo estructural y lo persistente que es el problema de las maternidades forzadas en niñas en América Latina, no solamente en un país de América Latina.
– ¿Por qué, cinco años después de presentada la demanda, todavía se espera una respuesta?
Carmen Martínez (CM), Directora Asociada de Estrategias Legales del Centro de Derechos Reproductivos: –Hay otros muchos casos como los de ellas que no recibieron justicia a nivel interno y que fueron llevados a este Comité de Derechos Humanos, el más importante a nivel internacional. Entidad que trata de atender en el marco de sus capacidades estos procesos. La buena noticia es que llegamos al tiempo máximo de espera para obtener una decisión. Entonces, a finales de este año se esperan cuatro condenas, dos en contra de Nicaragua, una en contra de Ecuador y una en contra de Guatemala.
– ¿Cómo conviven los tiempos de los procesos judiciales con el derecho de las víctimas a ser escuchadas, a que se repare algo de la violencia que sufrieron, a poder retomar un proyecto su vida?
CM: -Cuando se decidió presentar estos casos a este foro internacional junto con nuestras representadas acordamos un tiempo de espera máximo pero considerable, que ha significado también parte del proceso de reparación tanto para Fátima como para Norma, Susana y Lucía. Nos gusta mucho contar que Norma cuando presentó su caso en Ginebra en mayo de 2019 era una persona sobreviviente que quería justicia. Hoy sigue siendo la misma pero la vemos sonreír, la vemos esperanzada y sobre todo que en voz de ella ꟷy también de las otras tres sobrevivientesꟷ no quiere que ninguna niña pase por lo mismo. En ese sentido, las decisiones van a implementar medidas de no repetición, como por ejemplo que haya un ajuste normativo para que las niñas sobrevivientes de violencia sexual puedan acceder al aborto sin ningún tipo de barreras o dilaciones. Pero al mismo tiempo cada caso tiene una petición de medidas de reparación individual que fueron acordadas y solicitadas por ellas sobre la base de sus necesidades y para cambiar sus realidades individuales.
– La sentencia que acaba de condenar al actor argentino Juan Darthés es también un antecedente histórico en materia de cooperación internacional, teniendo en cuenta que involucró el trabajo conjunto de las fiscalías generales de Nicaragua, Brasil y Argentina. ¿Cuán importante es la articulación para luchar contra el abuso sexual de las niñas de nuestro continente?
MS: -La maternidad forzada y la violencia sexual en niñas es una problemática estructural y transversal a toda América Latina. Además, persistente, recurrente. Por eso no podía ser solamente una organización la abanderada de esta lucha. Teníamos que mostrar el alcance regional de la problemática con una coalición regional y numerosa, contundente. “Son Niñas No Madres” es un llamado a la acción, es un clamor que podemos compartir muchas organizaciones, muchas personas, muchos individuos, indistintamente de que formemos o no parte de la coalición. En la afirmación de que “Son Niñas No Madres” cabe mucha gente y es un pedido para que los estados asuman las responsabilidades que tienen con las niñas de protegerlas, de garantizarles opciones para retomar su proyecto de vida. Esta conversación no puede quedar dentro de una coalición de organizaciones, debe ser una conversación pública, compleja, dolorosa pero necesaria. Que el panorama cambie para las niñas depende de todos y todas, porque para un problema colectivo hace falta una respuesta colectiva y solidaria. Y es también una apuesta feminista.