Un migrante venezolano en conversa con otros compatriotas en a sala de espera de la Casa del Migrante, de Ciudad de Guatemala, en enero de 2024. SIMONA CARNINO
Jessica se sienta en un rincón de una tienda cerrada en la concurrida Sexta Avenida de la capital, cerca del Parque Central de Ciudad de Guatemala. Busca el alivio de la sombra en este caluroso día de enero. A su lado descansan sus hijos, Carolina, de 17 años, Daniel, de siete, y Laura, de cinco, mientras observan el vaivén de la gente al mediodía. Jessica tiene 36 años y ya es abuela de Valery, una niña de seis meses que Carolina carga medio dormida en una colcha, más para resguardarla del sol que para abrigarla. El esposo de Jessica, Jorge, anda sin parar entre un semáforo y el otro, dividido entre la voluntad de pedir una ayuda económica a las personas que cruzan la calle y la necesidad de cuidarse del sol.
Por El País
Desde finales de diciembre, la familia de Jessica pasa sus días en la Sexta con carteles en los que se lee “Regáleme una moneda que le salga del corazón. Dios le bendiga” y la bandera venezolana dibujada. Por turnos se pasean por la calle enseñando el cartel, sin añadir demasiadas palabras. Hay personas que les dan algo, pero la mayoría simplemente los mira y los evita.
“Salimos de Machiques, en Venezuela, en 2017. Yo trabajaba en una zapatería y mi esposo era albañil, pero con ambos sueldos no alcanzábamos ni el 50% de los gastos mensuales”, cuenta Jessica con una mueca de tristeza. “Entonces nos fuimos para Cúcuta, en Colombia, y luego a Bogotá. Estuvimos allí seis años, pero ya no es posible conseguir un salario decente. Desde el 28 de octubre estamos viajando rumbo a Estados Unidos y nos paramos aquí en Guatemala porque ya no tenemos dinero para avanzar. Por eso pedimos a la gente que nos colaboren”, agrega.
Las esquinas de la Sexta se han vuelto en minúsculos hogares temporáneos para los venezolanos. A pocos metros de Jessica, Leidy, de 39 años, está sentada en un cartón con su hijo y su esposo, Enrique. Hace seis meses, salieron de Perú, donde vivieron un año. En su camiseta está escrito “Inhale y exhale”, pero Leidy sabe que nunca puede relajarse. “Quiero regresar a Barquisimeto, en Venezuela. El sueño americano para mí ya no existe”, lamenta. “Saliendo de Honduras, la policía guatemalteca nos robó los 1.100 dólares que teníamos para continuar el viaje. Ahora ya son dos meses que estamos en la calle”, recuerda.
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