A mediados de noviembre de 2024, ya suman casi 2.000 los venezolanos que permanecen encerrados por razones políticas: adultos y niños que no han cometido delito alguno que justifique su secuestro por parte del Estado terrorista que encabeza Nicolás Maduro.
El que los englobe en un número ㅡ2.000ㅡ no debe convertirlos en una abstracción: son personas como usted o yo, simples peatones o ciudadanos que asistieron a una concentración o que fueron testigos de mesa durante el proceso electoral del 28 de julio o son familiares de algún dirigente social, sindical o político, o son reporteros como Ana Carolina Guaita, ahora detenida porque sus padres han sido militantes de un partido político opositor o han expresado simpatías por el camino señalado por la dupla María Corina Machado y Edmundo González Urrutia hacia la democracia.
Hablo de personas que fueron arrancadas de sus vidas, sometidas a violencia física y verbal, secuestradas, despojadas de sus derechos, arrinconadas, ellas y sus familias, empujadas a un estado de sufrimiento indecible, aplastadas por la incertidumbre. Por cada preso político, en realidad, son decenas los afectados: las parejas, los padres, los hijos, los familiares, los amigos. Un preso político es una fuente humana desde la que emana un doloroso desgarro que se propaga por la sociedad.
Esta no es una cifra estable, sino que, desde el 28 de julio, aumenta de forma sistemática. El día que escribo este artículo, 14 de noviembre, son 1.963 los ciudadanos secuestrados, de acuerdo con el riguroso seguimiento que reporta el Foro Penal Venezolano. Esto significa que, comparado con una semana atrás, hay 5 presos políticos más. De ellos, 1.801 son civiles y 162 militares.
Sin embargo, el dato que consigno a continuación, debe ser resaltado en mayúsculas, difundido y propagado como un escándalo en todo lugar donde sea posible: 69 de los presos políticos venezolanos son menores de edad. Niños y adolescentes de entre 14 y 17 años, indefensos cazados en las calles, en algunos casos, por ejercer un derecho consagrado en la Constitución, que es el derecho a protestar. Estas detenciones son la expresión neta de un poder criminal. No hay desmentido posible al respecto: están encerrados en condiciones dantescas.
El que sean menores de edad no los diferencia, no les otorga ninguna condición especial: reciben el mismo maltrato que los adultos, la misma hostilidad programada de los carceleros, los mismos escupitajos, los mismos procedimientos degradantes. Cuando un carcelero le dice a otro, “dale unas patadas a esa basura” (apunta con su arma a un niño de 15 años), no actúa solo por iniciativa propia: cuando apalea experimenta la satisfacción del deber cumplido. Lo reporta a su inmediato superior. Espera una recompensa. Y también que, tres escalones más arriba en la cadena de mando, Vladimir Padrino vaya hasta el escritorio de Maduro y le cuente: los estamos pateando.
De los testimonios que he leído o escuchado directamente, concluyo: los lugares de detención son peores que mazmorras. No todos están ubicados en sótanos. Pero predominan unos habitáculos inmundos, donde los detenidos deben convivir con cucarachas, ratas y otras alimañas, en medio de malos olores constantes. La atmósfera de esas ratoneras puede ser absolutamente irrespirable. Esa es la razón por la que tantos presos están siempre enfermos: pasan los días intoxicados por el aire que respiran.
Cada vez que me enfrento a estos hechos, me pregunto qué estado moral, qué complicidades políticas, qué vacío emocional llevan consigo todos los socios ㅡprogresistas e izquierdistas enfermos de indiferencia ante el sufrimiento de los inocentesㅡ, que llegan al extremo de negar estos hechos y atribuirlo a campañas propagandísticas. Esta infamia nos autoriza a pensar que entre los torturadores y sus defensores, políticos o mediáticos, hay una arquitectura mental semejante.
Pero todavía los horrores no han terminado: a los presos políticos venezolanos, adultos y niños, les suministran comida podrida, con gusanos. A los presos políticos venezolanos les niegan el uso de medicamentos y la atención médica. A los presos políticos les impiden las visitas regulares de sus familiares. A los presos políticos les racionan, por días, el consumo de agua, o les entregan vasos con líquidos turbios para calmar la sed.
A algunos de los presos políticos, especialmente a varios militares, los torturan a diario o cada dos días. Se trata de un paulatino programa de exterminio de opositores, disidentes, ciudadanos que quieren un cambio para Venezuela. Hay personas a las que están matando poco a poco, debilitando sus cuerpos, sus psiques, sus vínculos con sus familias y el mundo.
¿Hay más? Sí. Les niegan el derecho a la defensa. Les asignan defensores públicos, que tienen acceso a los centros de detención y que los visitan para susurrarles que lo recomendable es confesar: confesar delitos que no ocurrieron; aceptar la participación en conspiraciones inexistentes; reconocer supuestos vínculos con atentados y otras actividades violentas.
Todo esto en medio de un programa, a veces deliberado, a veces inercial, de olvido del horror en el que los presos políticos venezolanos luchan por mantenerse vivos: silenciamiento por parte de ciertos políticos opositores que no hablan de los presos políticos para evitar las rabietas de los torturadores; silenciamiento de portales informativos y voceros que actúan como si no hubiese niños, adolescentes y adultos sometidos a la brutalidad de la dictadura.
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