Nuestro trópico impenitente sigue siendo tierra de portentos nunca vistos y maravillas que asombran. Nicolás Maduro no sólo es un prestidigitador de los mejores que nunca pudo llegar a tener el Dumbar Circus, capaz de vaciar las urnas electorales de votos verdaderos y llenarlas de votos falsos en un parpadear de ojos, para declararse ganador de unas elecciones que perdió. La insistencia de que enseñe las actas se vuelve un empeño tan inocente como pedirle al prestidigitador que enseñe el doble fondo de la chistera donde esconde las palomas.
Ahora, tras el fraude, ha ordenado que las Navidades comiencen en el mes de octubre, igual de poderoso que la sin par hechicera del Coloquio de los Perros de Cervantes, la Camacha de Montilla, que “congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo”; y tornaba frígidas a las mujeres e impotentes a los hombres con sólo rezar una oración a Santa Marta.
Maduro ya tenía desde antes la potestad de conversar con los pajaritos, y ahora lo hace con los renos de juguete que adornan el patio central del palacio de Miraflores, donde ha mandado a instalar desde ahora el Nacimiento con el pesebre, los pastores, la mula y el buey. Nada extraño sería que ordenara también a los cielos una nevada sobre los cerros de Caracas, para que Santa Claus, cuando llegue en su trineo cargado de perniles, se encuentre en ambiente propicio.
No menos poderoso en artilugios fue el dictador de Guatemala Manuel Estrada Cabrera, que mandaba suspender por decreto las erupciones volcánicas, aunque el pregonero que leía en las esquinas el bando con la firma presidencial debía hacerlo a la luz de una lámpara porque las cenizas que llovían oscurecían el sol.
La desfachatez de la mentira oficial se ampara en el miedo de los corifeos a contradecir al caudillo, o en la sumisión empalagosa del servilismo, como cuando el dictador Porfirio Díaz, que se dormía de viejo sentado en la silla del águila, preguntaba al despertar qué hora era, y su obsequioso secretario le respondía: “Las que usted quiera, señor presidente”. El tirano lo puede todo. Puede también llenar las cárceles a su antojo, o vaciarlas cuando quiera para subir a los prisioneros a un avión y mandarlos al destierro, como ha ocurrido de nuevo bajo la dictadura bicéfala en Nicaragua.
No importa que un país sea pequeño para albergar la más descomunal de las mentiras. Da para inventar canales interoceánicos que seducen a miles de incautos, como el que nunca se construyó en Nicaragua con falso patrocinio chino, con puertos gigantes en ambos océanos, ciudades turísticas en medio de la selva, supercarreteras adyacentes, y aeropuertos mundiales. En la ruta del canal, los caballos siguen triscando la hierba de los potreros, como toda la vida.
O como la Bitcoin City de Bukele en El Salvador, una ciudad de rascacielos dorados como lingotes de oro, dispuestos de manera circular, como una moneda recién acuñada, alrededor de una plaza con una monumental B, emblema del bitcoin, con ferrocarriles de alta velocidad, puertos y aeropuertos, todo levantado en las faldas de volcán Conchagua de cuyas entrañas saldrían los teravatios de energía suficientes para “minar” las criptomonedas. El volcán sigue allí, impasible, mirando al golfo de Fonseca, donde los pescadores se afanan tirando sus redes, como siempre, y volviendo a sus ranchos de paja al atardecer.
Pero hay portentos de portentos. Los de Honduras son más pedestres. De la vieja república bananera se ha pasado al moderno narcoestado. Son los capos del cartel de los Cachiros quienes financian las campañas presidenciales y ponen y quitan presidentes, ministros, diputados y alcaldes. Los reyes de la coca coronados por el poder público en una función de opereta, con música bufa.
Un narcopresidente, Orlando Hernández, vinculado a los Cachiros, está cumpliendo condena en una cárcel federal de Estados Unidos. Y ahora tienen en jaque a la familia presidencial actual, la familia Zelaya, que es numerosa. Al menos 15 de sus miembros ocupaban cargos relevantes en el aparato de Estado.
La presidenta Xiomara Castro es la esposa del expresidente Manuel (Mel) Zelaya, derrocado por un golpe de Estado en 2009, y ambos presiden, lado a lado, las reuniones de gabinete. Su hijo, Héctor Zelaya, es el secretario privado de la Presidencia, y su hija, Xiomara Zelaya, diputada al Congreso Nacional. Su sobrino, José Manuel Zelaya, ministro de Defensa hasta hace poco, hijo de Carlos Zelaya, cuñado de la presidenta y hermano del expresidente consorte, era secretario del Congreso Nacional, también hasta hace poco.
Hasta hace poco, porque el diputado Carlos Zelaya aparece como el protagonista principal de una reunión con jefes narcos hondureños celebrada en San Pedro Sula en noviembre de 2013, a la que concurrió en nombre de su hermano, jefe del partido Libertad y Refundación (Libre), en las que los capos comprometieron recursos para financiar la campaña electoral de su cuñada, la actual presidenta.
Al divulgarse el video grabado por uno de los jefe de los Cachiros, Devis Rivera, que ya estaba en tratos con la DEA, el cuñado renunció a su curul, y también tuvo que hacerlo su hijo, el ministro de Defensa, quien se había reunido poco antes en Caracas con Vladimir Padrino, su contraparte, sindicado el Departamento de Justicia de Estados Unidos por narcotráfico. Pero, de manera conveniente y oportuna, la tía y cuñada de la presidenta acababa de denunciar el tratado de extradición con Estados Unidos, en defensa del honor y la soberanía nacional mancilladas por el injerencismo extranjero. Dios, Patria, Orden. Y familia.
Si alguien puede cambiar de fechas las Navidades, detener las erupciones volcánicas y alterar a voluntad la hora en los relojes, ¿por qué no va a poder realizar el milagro más humilde de impedir que un pariente cercano y querido vaya a parar, extraditado, a una cárcel de Estados Unidos? No se requieren poderes mágicos. Sólo hace falta papel y pluma.
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