Por decisión unilateral del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, 238 venezolanos, presuntamente integrantes de la organización criminal Tren de Aragua, fueron deportados a El Salvador y recluidos en la cárcel de máxima seguridad denominada Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot).
Fue una operación mediática difundida con deliberada espectacularidad: hombres con cabeza rapada y uniformes blancos, atados de pies y manos con cadenas, arriados casi en cuclillas… Así iban entrando en los calabozos de la llamada “megacárcel”.
Rápidamente se sabría que se trató de una transacción económica (de un negocio), por la cual Estados Unidos pagaría y El Salvador recibiría 6 millones de dólares.
Trump hizo caso omiso a la decisión judicial que prohibió la operación, pues la misma se fundamentó en una ley de data de 1798 y que se pensó para tiempos de guerra, de guerra convencional, de confrontación bélica entre naciones. Como si fuera un juez superior…
Por su parte, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, se apresuró a informar que, inicialmente, los detenidos permanecerían un año en el Cecot. Como si fuera un juez de ejecución…
Todo mal, pues esta operación es violatoria del derecho al debido proceso. ¿Qué autoridad competente comprobó que todos y cada uno de estos venezolanos forman parte del Tren de Aragua y que, en efecto, todos y cada uno de ellos cometieron delitos? ¿Cuáles son esos delitos en cada caso y en cada caso cuáles fueron las circunstancias de modo, tiempo y lugar? ¿Todos y cada uno de los procedimientos de detención y deportación están ajustados al Estado de Derecho? ¿Todos los afectados fueron escuchados por una autoridad competente? ¿Todos contaron con asistencia legal y recursos efectivos para defenderse? ¿Es suficiente presumir, genéricamente y sin pruebas irrefutables, que se trata de criminales?
El derecho al debido proceso es uno de los pilares fundamentales de cualquier sistema judicial que se precie de justo y equitativo.
En el contexto estadounidense, este principio ha evolucionado desde sus raíces en la carta magna inglesa de 1215, donde se sentaron las bases para la protección de los derechos individuales frente a la arbitrariedad del poder. Hoy, el debido proceso no es solo un concepto legal; es una manifestación de nuestra humanidad y dignidad que debe ser defendida en todos los rincones del mundo.
El debido proceso se encuentra consagrado en la Enmienda 14 de la Constitución, que establece que «ninguna persona será privada de la vida, la libertad o la propiedad, sin el debido proceso de ley». A lo largo de los años, la Corte Suprema ha reafirmado la importancia de este derecho en casos emblemáticos como «Gideon v. Wainwright» (1963) y «Miranda v. Arizona» (1966), donde se garantizó el acceso a un abogado y se establecieron los derechos de los detenidos. Estos fallos han fortalecido la justicia en Estados Unidos y han evitado abusos de poder.
Ni Trump ni Bukele pueden violar el debido proceso. Y si insisten en hacerlo, deben rendir cuentas. La negociación entre ambos presidentes en el caso del Tren de Aragua excede los límites del combate al crimen organizado. Y no basta que sus acciones sean populares o sean apoyadas con likes en las redes sociales.
La operación Trump-Bukele respecto al Tren de Aragua reaviva la tensión entre la seguridad nacional y el respeto a los derechos fundamentales, y deja al descubierto un preocupante patrón de abuso de poder que afecta a las personas migrantes y refugiadas por la vía de las generalizaciones.
La violación del debido proceso puede acarrear la condena internacional e, incluso, sanciones por parte de organismos internacionales. Esta situación podría resultar en un debilitamiento de las relaciones diplomáticas con otros Estados y una disminución de la cooperación internacional en áreas como la seguridad y el desarrollo.
Es fundamental destacar que lo que corresponde es la investigación de los hechos delictivos caso por caso y la aplicación de la sanción penal que corresponda, en lugar de adoptar una política de «pesca de arrastre» que se aplica indiscriminadamente a todas las personas extranjeras, bajo el lema de American first.
La criminalización de la migración solo perpetúa la injusticia y atenta contra la dignidad humana. Es tan condenable que unos pandilleros se asocien para delinquir como que unos jefes de Estado se articulen para violar el debido proceso y los derechos humanos. No puede haber impunidad por los delitos cometidos, así como tampoco se debe permitir la impunidad de la violación de los derechos humanos por parte de Estados Unidos y El Salvador a través de las políticas de Trump y Bukele.
La búsqueda de justicia no debe sacrificar principios fundamentales. Ningún crimen cometido por pandilleros o mafiosos debe quedar impune, pero la respuesta institucional debe ajustarse, siempre, al principio del debido proceso.
El debido proceso es un derecho absoluto que debe ser defendido con fervor. Es un principio que no admite derogación y que está respaldado por tratados internacionales en materia de derechos humanos. Solo a través de su respeto podremos construir sociedades más justas y equitativas, donde la dignidad de cada persona sea reconocida y protegida.
Es imperativo que Estados Unidos tome conciencia de su responsabilidad internacional en este asunto. Los estándares establecidos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos son claros: el debido proceso es una norma imperativa que debe ser respetada por todos los Estados. Casos como «González y otras vs México» (2009), sobre el cual la Corte Interamericana determinó que el Estado mexicano violó el derecho al debido proceso al no investigar adecuadamente la desaparición de varias mujeres, y el caso «Mendoza vs Argentina» (2016), que permitió reafirmar la obligación de los Estados de garantizar un juicio justo, son ejemplos de cómo el respeto al debido proceso es esencial para la justicia.
Asimismo, el Comité de Derechos Humanos de la ONU ha abordado situaciones similares, como en el caso de «Khaled El-Masri vs Alemania» (2012), mediante el cual se determinó que el Estado alemán había violado los derechos del demandante al no garantizar un recurso efectivo y un juicio justo en relación con su detención y tratamiento.
Estos precedentes subrayan la importancia de que los Estados adopten prácticas que respeten y protejan el debido proceso, como un derecho inalienable.
En este contexto, es crucial señalar la responsabilidad política de Donald Trump, quien implementó políticas de frontera que desestimaron el respeto por el debido proceso. Su administración está promoviendo un enfoque agresivo hacia la migración y el refugio, lo cual trae como “daños colaterales” la separación de familias y la detención de solicitantes de asilo en condiciones inadecuadas.
Decisiones arbitrarias como las tomadas por Trump contra supuestos integrantes del Tren de Aragua generan un impacto profundo en la vida de miles de personas y, además, también sientan un precedente peligroso que socava los estándares de justicia y respeto por los derechos humanos en Estados Unidos.
La retórica y las políticas de Trump contribuyen a un clima de desconfianza y temor, donde la protección de los derechos fundamentales es relegada a un segundo plano en favor de una supuesta seguridad nacional.
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