En cierta novela de Georges Simenon, el comisario Maigret sabe reconocer al hombre que busca aunque jamás lo haya visto antes en su vida y ahora lo tenga solamente de espaldas y confundido entre una multitud.
Maigret advierte en su modo de caminar y de mirar a los lados, “la prudencia de un hombre que no está en su país, que no puede darse a entender”.
Esta es solo una, entre centenares de imágenes de todo orden, espumadas de la poesía, la novela, el ensayo, las memorias, la prensa de su tiempo y hasta de su correspondencia personal de las que se sirvió Josep Solanes ( Tarragona, 1909 – Valencia del Rey, Venezuela, 1991) para inteligir en el exilio un imperecedero paradigma de todo lo humano.
Le tomó cincuenta años a Solanes componer este único libro, deslumbrante y hechicero, que en vida no alcanzó a ver publicado. Sin embargo, supo hacer crecer como obra totalizadora lo que, en su origen, buscaba solamente llegar a ser un ensayo fenomenológico en torno a las conductas del destierro que examinó en el hospital de Sainte Anne de París. Muchos de sus pacientes fueron antiguos combatientes de la guerra civil española.
Acometió este trabajo temprano en la inmediata posguerra civil española, siendo un joven psiquiatra discípulo de Mira y López, a la vez que gran lector de Ovidio, Mallarmé y Saint-John Perse, imbuido ya de todo lo que aprendió como colaborador de Eugène Minkowski, padre de la llamada psiquiatría fenomenológica.
“Una ojeada al mundo zoológico—comienza su elegante disertación—permite observar animales que, hechos para vivir en soledad, mantienen entre sí relaciones tan sueltas que, ignorándose casi unos a otros, no podríamos hablar a su propósito de rechazo o recíproco repudio. Existen otros que integran formaciones apretadas y viven ceñidos en una solidaridad tan exigente y una tal interdependencia que a su respecto no tendría sentido hablar de soledad: no la conocen y la muerte viene a ser la única alternativa a su forma compartida de la vida. Al animal humano no podría incluírsele en ninguno de estos grupos”.
Le tomó cincuenta años a Solanes componer en Venezuela este único libro, deslumbrante y hechicero.
En efecto, es notorio que los humanos recurrimos a muchas modalidades de segregación. Otras especies apartan del grupo solo a los ejemplares de más contraste, morfológicamente hablando. Los sacrifican o, sin más, los devoran.
Postula Solanes que aunque los humanos no hayamos prescindido por completo del canibalismo, hay una forma de rechazo, el exilio, que—siempre según Solanes—“ es el paradigma del hombre. Se considera a los exiliados como hombres por excelencia y son muchos los pueblos que hacen remontar su linaje hasta algún real o fabuloso exiliado”.
Solanes, dueño de una cultura humanística descomunal, no descuida ninguna perspectiva, ya sea psiquiátrica, histórica y, con mayor frecuencia, filológica y poética. Originariamente, tituló su tratado Los nombres del exilio y el espacio de la emigración: estudio antropológico y con él obtuvo, en 1984, a los 75 años, su doctorado en filosofía por la Universidad de Toulouse.
Se publicó póstumamente en Caracas (Monteávila, 1991.) Acantilado la publicó en España, en 2016, bajo el título En tierra ajena: exilio y literatura desde la «Odisea» hasta «Molloy».
“¿No debería hacerse comenzar toda antropología por un estudio sobre el exilio?”, interroga Solanes, justo después de un introito poderosamente persuasivo.
Del procedimiento de Solanes, tan metódicamente etimológico que se diría heideggeriano, destaca el recurso a la poesía, a las afortunadas, lancinantes torsiones del sentido habitual de las palabras que avivan el lenguaje de los grandes poetas, exilados o no: Ovidio, Mallarmé, Dante, John Donne, Shakespeare…La prosa de Solanes hace pensar en otros humanistas, como George Steiner y, de los nuestros, en Alfonso Reyes.
Asunto primordial de su pesquisa es la dupla espacio y tiempo que tiende a desaparecer de la psique de los emigrados y la metafísica cuña de perplejidad, desasosiego, irrestañable nostalgia y tenaz ansiedad inespecífica que el exilio clava en toda conciencia desterrada.
La reticencia de Solanes a discurrir en su libro sobre su propio exilio es llamativa e inquietante: licenciado como médico en la Universidad de Barcelona, en 1932, ganó por concurso su plaza de interno del hospital Pere Mata, de Reus, donde se formó como psiquiatra. Al estallar la guerra civil se alistó como médico en el frente de Aragón y alcanzó a ser capitán en los Servicios Psiquiátricos del Ejército Republicano.
Por aquel tiempo ya había militado en el BOC (Bloque Obrero y Campesino) y en el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista). Sus primeras publicaciones versaban sobre los síndromes postraumáticos en tiempo de guerra. Diez años duró su provechoso exilio en Francia.
En 1949 fue requerido como psiquiatra por el Ministerio de Sanidad venezolano. En 1952 fue designado para fundar, como director general, una colonia psiquiátrica modelo, en Bárbula, estado Carabobo. Durante los siguientes veinticinco años hizo de ella un centro de legendaria excelencia, hoy perdida para siempre.
Y fue allí, en su despacho del panóptico en medio de un bosque húmedo tropical, donde escribió no solo este libro de los libros sobre el espacio-tiempo de los exilios, sino decenas de comunicaciones científicas.
Un epígrafe conmovedor hallé en su libro. Se trata de un verso de Emilio Prados, poeta malagueño de la generación del 27, que murió exiliado en México:
Allí quedan los campos y el año en que me vine.
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