La desaparición de Fernando Martínez Mottola nos ha revuelto múltiples momentos e imágenes que atesoramos de este inolvidable personaje.
Recuerdo nítidamente cuando me pidió que lo ayudara en su afán de convertir a los fiscales de tránsito en una fiel copia de Apascacio, ese vigilante del tráfico que había logrado dignificar su oficio y convertirlo en un momento de intercambio humano entre los transeúntes y los ciudadanos.
Para celebrar la realización de esa tarea donde los vigilantes del tráfico mejorarían su capacidad de lectura, aprendían cálculos con métodos que rozaban lo lúdico y sobre todo recibían nociones sobre valores como el respeto, la responsabilidad, la honestidad, concebimos una especie de aula educativa por donde pasarían todos los ciudadanos que habían escogido como oficio apoyar al ciudadano a transitar por los caminos de nuestros pueblos y ciudades, ya sea como conductores de todo tipo de vehículos o como simples caminantes. Luego de culminar este interesante trabajo educativo, Fernando había programado un encuentro entre estos agentes y el presidente de la República. El objetivo era lograr que cada de estos servidores se sintieran responsables de una tarea muy importante relativa a la vida de la ciudad y al comportamiento ciudadano. Exaltar que la vida podría ser mejor si cada uno actúa con base en el respeto al otro. Imaginen la cara de orgullo y asombro de los fiscales cuando recibían sus diplomas de manos de presidente, la máxima autoridad del país. Un fiscal se acercó después de recibir su diploma y me dijo algo que no olvido: “Nunca creí que lo que hacía era tan importante”.
Este recuerdo de Fernando me conecta de nuevo con unas reflexiones que tiempo atrás escribí para los medios, un artículo llamado “Berlín fracturada” en el que expresaba mi infantil conmoción al comprobar que uno de los rincones del mundo donde habían nacido seres humanos insuperables, filósofos, músicos, poetas, literatos, cineastas, pintores (amo a Klimt, Heidegger, Beethoven, Fassbinder y muchos más), una ciudad que también había amamantado muchos demonios, abrasados por el odio a la humanidad, a lo distinto, dominados por el afán de poder, imponiendo la extinción de todo lo que no calzara con sus ideas y estereotipos.
Berlín estaba fracturada en dos trozos, donde se enfrentaban sin piedad la versión abierta del ser humano contra el esqueleto de un hombre nuevo unidimensional, obediente, capaz de cometer el peor crimen si así le era exigido.
En esa Berlín comunista (RDA) existía la Stasi, una policía con 97.000 miembros, un policía por cada 63 ciudadanos, cuyos agentes invadían los dormitorios de las personas, vigilaban sus andanzas, sus pensamientos. Cualquier desliz, infidelidad al régimen era castigado con crueldad ilimitada en sus helados calabozos. Todos los habitantes de la RDA tenían expedientes en la policía política, un volumen de información no alcanzado por ningún país del mundo, dicen que se produjeron más textos por esta labor de espionaje que todo lo producido en Alemania desde Lutero hasta hoy. Lo más probable es que ningún habitante de la RDA tuviese esperanzas en un futuro de libertades donde se pudiese aspirar a tener una opinión propia y la represión no fuese el instrumento para soldar la fidelidad al régimen totalitario.
Sin embargo, el arte siempre nos permite respirar y los alemanes filman una extraordinaria película, La vida de los otros, en la que narran un milagro humano. La suerte de un individuo encargado de espiar a un artista, un personaje que al ejecutar su nefasta misión confronta un profundo camino de sensibilización y comprensión del supuesto enemigo en la medida que penetra en sus intimidades más profundas. A partir de ese momento de quiebre, el encargado de espiarlo pasa a ser el protector oculto del artista, salvándolo de las múltiples trampas y amenazas que el sistema policial imponía en su vida.
Esta película nos replantea una pregunta que hoy en nuestro país está completamente vigente: ¿Qué puede llevar a una persona a ejercer un oficio que signifique agredir a otro, levantarse cada día para cumplir órdenes siniestras que signifique la destrucción del “otro”?
En Venezuela, los españoles han delatado la existencia de 1.548.547 personas bloqueadas por órdenes políticas, esto significa que estas personas solo pueden ver, conocer, leer lo que la censura les permite. No pueden elegir lo que desean, sólo lo que el poder permite. Aunque no esperemos que ocurra un milagro aquí entre nosotros y los espías de nuestros teléfonos y computadoras se contaminen por el contacto con una visión distinta del mundo, no alberguemos la esperanza de que la idea de libertad, democracia, Estado de derecho, justicia, penetre sus cabezas y les haga transmutar su ira policial y su deseo de exterminio del otro.
La sensación de estar bloqueados es indescriptible, alguien que mira detrás de tu hombro tus pensamientos más íntimos, te oscurece versiones y visiones que quisieras compartir y hasta enriquecer. Este es quizás uno de los peores delitos de lesa humanidad, una tortura espiritual cuando sientes que hay un poder que te considera enemigo y pretende eliminar tu posibilidad de conocer y expresarte. Es un atentado contra las fibras más poderosas del ser humano, su capacidad de elegir, pensar, decidir qué mundo desearía como su hábitat natural.
Venezuela no cambia porque existan bodegones, prolifere una nueva raza humana que medra en la injusticia, la corrupción y que ejerce la tortura más sutil que puede realizarse a cualquier espíritu, intentar impedir que sean lo que aspiran a ser.
Berlín derrotó a la Stasi, hoy convertido en un museo del horror cometido contra las personas que aspiraban a ser libres. Los bloqueos, persecuciones, presos políticos es una expresión de impotencia y reconocimiento de que el espíritu humano es imposible esclavizarlo, encadenarlo y obscurecer la visión de los otros.
Venezuela no se recuperará, ni mejorará mientras esté concentrado en pocas manos el poder de bloquear a los ciudadanos, igual que existan personas que han perdido su libertad por sus ideas políticas y hombres cuyo oficio sea torturar, espiar y justificar el horror. Solo la libertad puede mejorar una sociedad asediada por la represión y el odio.
Es necesario que los ciudadanos venezolanos y sus organizaciones civiles exijan a los responsables de las nefastas prácticas y en especial a la compañía Telefónica española el cese de la aplicación de medidas represivas de bloqueo contra los usuarios. No basta denunciar, es un principio ético de protección a sus verdaderos clientes.
Siempre me pregunto quiénes son esos personajes que participan en actos destructivos contra sus congéneres, tocan la puerta de hogares para arrancar un miembro de la familia en medio de las oscuras noches, dormirán tranquilos, les verán las caras a sus hijos después de haber participado en acciones contra otros seres humanos.
En medio de abrumadores recuerdos de Fernando Martínez, un soñador de una vida mejor para todos, para Cáscara no existían labores pequeñas, reconocía que cada uno tiene una tarea que cumplir y que la base de todas ellas es el respeto al otro y el reconocimiento de que estamos compartiendo instantes de nuestras vidas con personas que quizás no veremos una segunda vez. No te digo adiós, Fernando, porque podemos aprender que todos somos importantes, sobre todo aquellos que eligen servir al otro.
Mientras recordamos la nobleza de Fernando, apoyémonos en Martin Luther King: “Nunca tengas miedo de hacer lo correcto, especialmente si el bienestar de una persona o animal está en juego. Los castigos de la sociedad son pequeños en comparación con las heridas que infligimos a nuestra alma cuando miramos para otro lado”.
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