El conservadurismo no es otra cosa que la tendencia a preservar valores y principios fundamentales que identifican a una determinada sociedad nacional o universal, según fuere el caso. En el ámbito de la filosofía política suele designarse como el acervo de creencias e intereses que informan y conminan a ciertas agrupaciones llamadas a incidir sobre las instancias del poder público –sus postulados y actuaciones–, con el propósito de conservar o de restituir tradiciones y costumbres inveteradas. François-René de Chateaubriand se refirió por primera vez con el término a todos aquellos que se oponían al progresismo de la Revolución francesa –los ideales de libertad, igualdad y fraternidad–, o las ideas y principios emergentes en tiempos del movimiento cultural conocido históricamente como la ilustración. Naturalmente, el conservadurismo se proponía el regreso del Antiguo Régimen a la Europa turbada por el proceso social y político iniciado en Francia a finales del siglo XVIII.
En ese contexto se conformarán las dos grandes corrientes de pensamiento: liberales y conservadores. Los liberales abrazan la doctrina que sostiene las libertades individuales frente al poder en manos de las instituciones gubernamentales. De allí viene su propuesta de limitar la intervención del Estado en la economía, permitiendo la libre actuación de los agentes económicos en función de sus preferencias, habilidades y posibilidades –surgirán las variantes como el liberalismo económico clásico o el social contemporáneo, decididamente opuesto a toda forma de intromisión del Estado en la vida privada del ciudadano–.
Los conservadores suelen enfocarse en los asuntos de familia, en el valor de la educación y del trabajo, en el orgullo nacional, en el ahorro como base fundamental para la formación de capitales, en la observación y práctica del precepto religioso que regula el comportamiento moral y espiritual de las personas imbuidas en una determinada tradición mística. En tal sentido valoran los sistemas que han dado sustento a la sociedad tradicional y es por ello que se oponen a los cambios impetuosos de naturaleza innecesariamente disruptiva. Sin embargo, habrá matices en tanto y en cuanto se comprenda que las sociedades humanas evolucionan y que por ello se hace inevitable flexibilizar ciertas y determinadas disposiciones.
Acabamos de presenciar un cambio de gobierno en los Estados Unidos de Norteamérica. Algunos analistas estiman la elección de Donald Trump para su segundo mandato presidencial, como una comprometida transformación cultural conservadora que probablemente tendrá un fuerte impacto en la sociedad estadounidense. Trump sería una suerte de fenómeno cultural que a muchos les infunde grandes temores –el presidente y su gobierno estarían constituidos por un pensamiento exageradamente tradicionalista además de excluyente de cualquier alternativa, y de allí que la izquierda se haya propuesto enfrentar el asunto, entre otras cosas, como un tema de raza–. De hecho, ciertos intérpretes, sin fundamento alguno, aseguran que el racismo tuvo un papel determinante en la derrota electoral de la vicepresidenta Kamala Harris –alguien dirá que no han caído en cuenta de la magnitud del voto hispano en la elección de Trump–.
En ese camino, ciertos progresistas –algunos de uña en el rabo–, intentan deformar imágenes e intenciones conservadoras, con el propósito de menoscabar a quienes se confiesan adeptos al eslogan “Make America Great Again” (MAGA) –como sabemos, fue asumido por el Partido Republicano en la reciente campaña presidencial–. Es la reacción avalada por los abanderados del ecofeminismo, de la transexualidad, de quienes se solazan en las confusiones de género y preconizan el wokismo como fórmula que aspira resolver las disonancias sociales –muchos cuestionan sin razones válidas a quienes en ejercicio de sus derechos políticos, decidieron libremente votar por Donald Trump–. Se abre el telón para quienes pretenden aleccionar al ciudadano común desde sus visibles discordancias cognitivas.
Los conservadores se empeñan en articular mensajes con absoluta confianza en las posibilidades de reivindicar valores tradicionales que se remontan a los tiempos de los padres fundadores de la gran nación norteamericana. Entre otros, aluden a los fraguados en las confesiones cristianas, manifiestas en las instancias de la familia, del vecindario, de los condados y de los conciudadanos en general, siempre llamados a reclamar la buena conducta social –el amor al prójimo y la tolerancia recíproca–, la constancia de propósito en el trabajo digno y bien remunerado –que prescinde de la dádiva gubernativa–, así como el orgullo nacional desdibujado por las corrientes globalistas. Una determinación conservadora que apunta a los diversos ámbitos de acción política, comunitaria y empresarial.
En el fondo de todo esto, pareciera que las ideas que preconizan ciertos adeptos al Partido Demócrata –con énfasis en los progresistas extremos de la hora actual–, comienzan a tomar distancia de los jóvenes que anhelan una mayor seguridad nacional y una economía próspera, con oficios de calidad y accesibles a los diferentes talentos en igualdad de oportunidades, y que en definitiva auspicien la realización del sueño americano. No se trata pues de diferenciar a quienes son honradamente exitosos por sus propios medios o se visten con ostensible elegancia sin ser dispendiosos –a estos no se les puede calificar alegremente de supremacistas, tal y como se ha visto en los últimos tiempos–. La nación norteamericana se hizo grande no por la intervención del gobierno federal ni por el otorgamiento de subsidios a las distintas actividades económicas o a ciertos grupos sociales menos favorecidos, antes bien, el Estado se limitó a garantizar la libertad de elegir en una sociedad que se esforzó en prosperar con su trabajo y haciendo las cosas bien.
¿Regresa el conservadurismo? Es todavía temprano para confirmar su proyección en el tiempo y en el espacio –entre otras cosas, faltan los resultados de la nueva administración y de las que vengan después–, pero es evidente que la sociedad en general comienza a denegar los despropósitos de un liderazgo “progress” que no ha dado la talla y que insiste en improvisar ideas y concepciones que no resuelven las necesidades básicas del ciudadano.
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