Caminando por los curvos, anchos y alfombrados pasillos del Hotel Palace de Madrid uno se siente como Michael Corleone cuando va a Las Vegas al gran hotel de Mo Green donde trabaja su hermano Fredo. Pero al abrirse la amplia habitación allí no hay ninguna fiesta preparada. No están las chicas, ni los músicos, ni tampoco Johnny Fontane.
Al cruzar el umbral, a través del pasillo, al fondo, un solitario y siluetado por la luz del atardecer Arturo Pérez-Reverte observa, semi apoyado en el alféizar, quizá a Neptuno, el dios de su mar, o quizá más allá, por donde la Real Academia se yergue en el barrio de Los Jerónimos. Enseguida sale de su ensimismamiento y acude a saludar amable.
Uno esperaba que iba a encontrarse con una montaña, pero es un hombre. Ortega dijo que «Todo el que ha conocido algún gran hombre se ha sorprendido de hallar que su alma poseía un halo de puerilidad». Esto, si es así, lo podremos comprobar más tarde, pero lo que sí se pudo confirmar al instante fue la impronta de la humanidad con la que todo es más fácil.
—Tengo la sensación de que ha disfrutado escribiendo este libro.
—Así es. Bueno, ahí hay dos partes. La parte de escritura, la parte mecánica. El trabajo de ocho horas, que es la parte más desagradable de mi trabajo, pero que tiene una fase previa que la justifica. Preparar la novela, viajar, leerla, olerla, vivirla, comerla o escucharla es muy agradable. El periodo previo, los seis meses de preparación de la novela y los sitios, los lugares de lectura. La documentación es maravillosa. Es como enamorarte de una historia y desde la cabeza la vives, la disfrutas. Realmente es lo que justifica dedicar mi vida a esto.
—¿No disfruta escribiendo?
—Lo detesto. Es un acto mecánico, rutinario, donde hay que corregir, revisar o mirar atrás. Es la parte más desagradable, pero lo que resulta luego es maravilloso. Pero yo soy un escritor feliz. Hay que serlo, si no es así te has equivocado. Yo disfruto mucho con mi trabajo.
—¿Ni siquiera disfruta cuando ya sabe que lo tiene todo y solo falta la labor final, como cuando el peluquero da tijeretazos suelos por un lado y por otro casi como un artista que finiquita satisfecho su obra?
—Esa todavía es una fase peor. Mientras la novela no está todavía escrita, cuando estás todavía desarrollándola, te da sorpresas. Yo planifico cuidadosamente una novela, pero es verdad que en la escritura surgen ramas laterales, hallazgos, sorpresas y entonces disfruto con eso, con la estrategia. Pero quitarle y ponerle el aceite… eso es muy desagradable, muy desagradable…
—Siempre me ha parecido que los escritores que provocan ganas de fumar, de beber o de comer mientras estás leyendo sus novelas son buenos escritores. ¿En su caso es como por ejemplo Hemingway, que le gustaba mucho comer y beber y lo expresaba en sus libros?
—No, una novela para mí es un artefacto narrativo, con una forma lo más eficaz posible. Se unifica una estrategia y se implican una serie de factores que hace que sea eficaz. Hay una cosa fundamental y es que yo no quiero un lector espectador. Quiero que el lector entre la historia y se moje con la humedad. Trato de pasar la metralla, que sienta la piel de la mujer mojada al abrazarla, que sienta el frío y la incertidumbre de un amanecer en el mar, que sienta la soledad de la derrota, de la victoria. Esto se consigue con un montón de trampas, de trucos, de enganches. El cigarrillo, la música, el sabor de una cosa, la luz, eso ayuda. Para mí una novela es como tender una emboscada a un enemigo. Intento rodearlo de trampas para que él se deje atrapar y venga y me acompañe desde dentro en el punto que yo me ofrezco.
—No he percibido que haya buenos y malos en su historia.
—Hay una cosa que para mí es importante, que es la línea. El mundo actual exige demasiado a menudo una línea que separa el bien y el mal. Hay una exigencia continua de que la gente se defina. Se traza una línea y eso es muy peligroso, porque cuando crees en ese lado de la línea y tienes fe, esa fe lleva a menudo al fanatismo, y el fanatismo lleva a la inquisición y al exterminio y luego al genocidio o a lo que lleve. El no aceptar una virtud en el adversario, ni una, ni un defecto en el bando propio, no es solo muy español, sino muy universal.
—La novela no traza ninguna línea, más bien todo lo contrario.
—Es como mi propia vida. Yo no pienso en lugares en blanco y negro, rojo, azul, sino en gamas de grises. El ser humano es un ser humano muy vivo. O sea, usted puedes ser un padre…. ¿Tiene hijos?
—Sí.
—Pues puede ser un padre de familia maravilloso y al mismo tiempo traficante de cocaína o cliente de prostíbulos. Y eso no quita que usted sea capaz de sacrificarse por un perro, por un amigo, de tirarse a un barranco, por lo que sea. Es humano, es muy complejo. Yo he visto gente buena y mala. Y a menudo eran buenos y malos al mismo tiempo. Es el saludable escepticismo respecto a la grandes diálogos de la humanidad. Y no lo digo por indecisión, sino por conocimiento. Es más, cuando era joven tenía más certezas que ahora. Y me encanta. Estoy orgulloso de ser un hombre con incertidumbres. En mi novela todo se mueve en ese terreno. Es ahí donde estoy a gusto.
—Precisamente quería preguntarle en este sentido: la relativización de la importancia de la izquierda y la derecha se ve en toda la obra, pero quizá de forma más concreta en la relación de los dos espías, el franquista y el republicano, dos amigos. En su cuenta de X dice usted que no tiene ideología, que tiene biblioteca.
—Eso es una boutade.
—Pero esos hombres tampoco tienen ideología, y en lugar de biblioteca tienen intereses.
—Y complicidad. Pero saben que aquello es un desastre, que no van a llevarse bien.
—Y ahí está esa relativización de los extremos. Ahora vivimos en un mundo de confrontaciones absolutas.
—Es verdad. Y eso es lo que deploro en el mundo actual. Ahora te dicen: «Manifiéstate». Y yo digo: «Pero es que depende». Un día me dicen que estoy con el capitalismo, otro con la revolución proletaria… pues porque ese día lo acepto, una u otra. Yo tengo ya una edad y voy cambiando. Y el corazón cambia y la cabeza cambia. Los intereses cambian. Me piden que me defina, pero ¡si ya me estoy definiendo! Estoy diciendo que eso es indefinible.
—¿La diferencia es la inteligencia?
—Exacto, el problema no son los malos, son los tontos. Si tú eres un hijoputa, así te guste el dinero, las mujeres, la comida o los chistes, podemos entendernos. Es más, incluso puedo aprender de ti, porque del humor se aprende mucho, pero si eres tonto no hay nada que aprender.
—Usted suele mencionar la nostalgia, pero siempre admite que la tiene superada. Hace poco habló de la ruina de Europa, y de cómo ha hecho del turismo y la inmigración un problema.
—Esos mangantes de Bruselas, en vez de estar legislando para cultura, educación, progreso, futuro, ideas, mantener Europa como el foco que ha sido durante 3.000 años de cultura y de referencia de democracia y libertad en muchas cosas y derechos humanos, ahora están eligiendo si el tapón de la botella debe ser tal o si la etiqueta ha de ser azul o verde. Pero claro, cuando ves quiénes son, qué puedes esperar de esa gente.
—Por esto que dice, el hecho de que su novela transcurra en una isla, y también la anterior, ¿puede ser el reflejo de una huida de ficción del continente (europeo) y de su contenido?
—No, es casual. No hay una búsqueda de la pureza. Una novela es un problema narrativo que hay que resolver con eficacia. Yo busco elementos. Cuento una historia de piratas moderna porque la tengo en la cabeza desde niño y ahora veo que es el momento y que la isla es el entorno adecuado. Quiero hacer una novela sobre islas, o sea, del Egeo. Y aquí digamos que los elementos narrativos más eficaces, en este caso la isla, son esos.
—«En España los problemas y los errores se disimulan en el caos de taifas, rencores y acusaciones mutuas…». Esto lo ubica en 1937, pero uno piensa en el presente y es perfectamente actual. Puede que incluso se haya superado.
—El mundo es diferente. Ahora no hay comunismos, fascismos, socialismos o anarquismos. Ni siquiera la incultura, ni la injusticia social. Son distintas. Pero es verdad que se dan los síntomas de descomposición, de cainismo, de destrucción, de demolición de las instituciones, de demolición de unos mecanismos de convivencia. La democracia y las libertades están siendo destruidas, no solo en España, en general. Hay un cierto paralelismo de aquella realidad con la actual, pero no es tan dramática, ni tan oscura, ni tan sangrienta como fue aquí.
—Me ha gustado mucho ese párrafo en que el telegrafista le dice a Jordán que es mucho más interesante mirarle a los ojos que miran al barco en llamas, que mirar al barco en llamas.
—Sí, es que ahora la gente se mira poco a los ojos. Hay una novela mía que se llama Revolución. En ella hay un diálogo entre una mujer y un hombre. Y él dice que no hace falta preguntar, porque ya lleva esa historia en los ojos. «Por suerte ya nadie mira a los ojos», termina diciendo. Y es verdad. Yo aprendí a mirar a los ojos. Yo la vida que llevé, cuando te quieren matar, te quieren violar, te quieren robar, o incluso cuando alguien te ama o te quiere ayudar, se le nota en los ojos. Por la vida que yo llevé en lugares violentos o conflictivos aprendí que los ojos no son infalibles, pero ayudan. Por eso en mis novelas, todas ellas, los ojos, la mirada, la expresión, el parpadeo…. definen cosas precisas.
—¿Sigue siendo un desafío escribir?
—Siempre. Uno puede saber mucho, pero nunca sabe todo. Siempre hay alguno que sabe más que tú de todo. Y entonces ve en la página tal que el torpedo ese se inventó en el año 38 y no en el 37. Me ha pasado. Es un ejercicio de humildad. Hay que buscar a aquellos que saben, muertos o vivos, aún llamo a Conrad, a Balzac, a Stevenson, a Agatha Christie… Sigues aprendiendo. Pero yo ahora sé más que sabía hace año y medio, sé más de la lengua griega, de la comida griega, de los torpedos, de las mujeres, sé más de todo eso. Tiene sentido seguir aprendiendo. Estoy orgulloso de la incertidumbre. No de todo lo que sé, sino de lo que dudo.
—¿Piensa como el barón Kantelios que cualquier biblioteca se puede reconstruir con «un Homero, un Plutarco, una Biblia. La historia de la Revolución Francesa de Michelet y un Quijote»?
—Sí. Yo vivo con la certidumbre de que mi biblioteca puede desaparecer. ¿Y qué haría? Sería maravilloso empezar otra vez como cuando tenía ocho años. ¿Se imagina otra vez poder empezar a comprar los libros que amaste? Sería un golpe duro, lo reconozco. Pero la vida me dio esa especie de estoicismo tranquilo, aunque sea muy activo. Pero yo soy muy tranquilo por dentro, sereno. A pesar de mi pesimismo profesional, fruto de una vida, mantengo una especie de optimismo intelectual.
—¿De dónde salió el título La isla de la mujer dormida?
—Iba a llamarse Lobos Grises, pero cuando vi que la mujer iba a tener más peso, mientras escribía, decidí que era justo que se llevara el título.
—Las feministas radicales ya no le llamarán machista...
—Me da igual. Las feministas radicales que lean mi novela se darán cuenta de que la protagonista es un personaje potente, fuerte… Pero bueno, no tienen tiempo para novelas, y después, bueno, pues las acompaño en el sentimiento.
—¿Después de La isla de la mujer dormida se irá a otra isla?
—Una novela resiste hasta que no está escrita. Hay novelas que las dejé a la mitad y luego las retomé, Otras murieron. No lo sé. Tengo una novela en la cabeza. Pero no sé donde irá. No sé si el resultado será el que yo quiero. Tampoco sé lo que me queda a la edad que tengo. Lo que sí espero es que el día en que empiece a flaquear la gente que me quiere me lo diga y pueda entonces parar. Uno solo no se da cuenta de cuando debe hacerlo.
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