Decía José Manuel Caballero Bonald que «la poesía sirve para enriquecer la sensibilidad del lector». Parece una verdad de Perogrullo, pero tras su aparente obviedad subyace un complejo presupuesto. Recordemos que Aristóteles le atribuía dos prerrogativas a aquella: profundidad y carácter filosófico, y que Voltaire resaltaba el hecho de que dijera «más y en menos palabras que la prosa». Por consiguiente, pareciera que la poesía tuviera, entre otras, una utilidad ontológica y metafísica, pues define el ser y responde a sus cuestiones liminares.
En otras palabras, la poesía compromete la experiencia radical de la naturaleza existencial del ser humano. A fin de cuentas, todo cuanto tenga que ver con el arte —como decía Camus en El artista y su tiempo— debe luchar por su propia comprensión «en medio de los gritos de tantas gentes empecinadas en simplificarlo todo». Pese a ellos, la complejidad de la creación artística es un hecho incuestionable.
Surge así una pregunta inicial: ¿para qué sirve en términos ontológicos la poesía? Para delimitar provocativamente el ente, tanto el de quien escribe como el de quien lee. La poesía es ineludiblemente una frontera del ser, pero ante todo es el borde de una escritura. En ella se instala el extremo de lo que somos y podemos ser por medio del carácter simbólico del lenguaje. Cada poema, en su compactación sígnica, es un permanente ecce verbum, he aquí el límite del verbo, y es también la invitación a subvertir el margen del discurso. Cuando Kästner vio echar sus obras al fuego de la estupidez nazi aquel 10 de mayo de 1933, no solo vio papel y tinta arder: allí se diluía un lindero de la palabra y la posibilidad de desbordarlo desde el ser. ¿Acaso la historia de la literatura no es la relación de una continua sedición ontológica?
Sin arte no hay insurgencia del ser. A principios de marzo de 1842, en La Scala de Milán, un desconocido músico estrenaba una ópera aparentemente inofensiva, Nabucco. En el tercer acto, el coro Va, pensiero causó una reacción inusitada en la audiencia, y durante las semanas siguientes las calles de Milán se llenaron con el mismo texto: «Viva Verdi», en el que el apellido del compositor italiano se había transformado en un acrónimo: Vittorio Emanuelle Re d’Italia (Víctor Emanuel, rey de Italia). Aquella canción transformó, sin un solo disparo, al abatido pueblo italiano en una masa esperanzada por librarse de la opresión austríaca. Nadie sobrevive a un poema, pues tras él es irremisiblemente otro.
La potencia sígnica de la poesía la hace tan peligrosa como la libertad misma. Ambas son riesgos que los tiranos deben liquidar —y quizás cada uno de nosotros lo sea—. Así pues, el poema se ubica no solo en la frontera del ser y la escritura, sino en el límite de lo posible: escribir y leer poéticamente es cuestionar lo que de libre hay en cada cual. Cuando Pizarnik decía: «Faltan palabras, / falta candor, falta poesía», reconocía que había «algo que rompe la piel» y que «la muerte está lejana. No me mira». Ese era el borde desde el que un día diría: «Explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome», alejándose para siempre de ese mismo mundo en que la rebelión consistía «en mirar una rosa / hasta pulverizarse los ojos». La poesía también es un ojo sin párpado, y nos deviene en otredad.
Esta facultad que tiene el arte de interpelar nuestra libertad le otorga asimismo el derecho de interrogarnos por nuestras cuestiones liminares, por los límites metafísicos de la propia experiencia vital. No es solo un asunto de en qué nos transforma la creación estética una vez que hemos sido mirados por ella, sino de cómo afecta nuestro tejido existencial.
Heidegger, estudiando a Hölderlin, suelta al voleo una consideración nada infantil: poetizar es una manera de «hacerse cargo de lo real». Aquí resulta inevitable escuchar las resonancias novalisianas, solo que para Novalis poetizar el mundo es actuarlo en términos demiúrgicos, mientras que en el pensamiento heideggeriano es un modo de racionalizarlo. En todo caso, la obra de arte no solo estipula su goce estético, sino que supone una clave en la cual apropiarse la realidad. En otras palabras, mirar un paisaje de montaña desde, por ejemplo, Caspar David Friedrich implica, y no apenas, asumir la angustia del hombre a solas con su existencia. Esta es la distancia entre el bárbaro y el artista, la misma que separa la concepción utilitaria del arte de su racionalidad poética.
En definitiva, la poesía sirve para otorgarnos otro modo de racionalizar el mundo, uno en el que los valores éticos y los estéticos cohabiten coherentemente. Cuando el mestizo Tabaré halla la muerte a manos de Gonzalo porque ha traído de vuelta a Blanca —la mujer española que le recuerda a su madre—, todo en el bosque se hace «funeral silencio», y Tabaré tiene «el perfume de la flor caída». Zorrilla jamás ha emitido un juicio, mucho menos una condena, pero la raza charrúa para siempre será «la flor caída» por «el sanguinoso acero»: «¡Boca sin lengua, eternidad sin cielo!».
En esto quizás radique la mayor utilidad ontológica y metafísica de la poesía: mostrar el horror y dejar que sean otros los que juzguen. En Pabellón de cancerosos, por ejemplo, Solzhenitsyn jamás evidencia una sola repulsa al sistema represivo soviético, pero página a página vamos palpando junto a Oleg Kostoglotov los efectos devastadores del Estado estalinista. El sentido alegórico, en este tipo de obras, es el modo como el autor entrega a su audiencia una racionalidad en la que ética y estética miran un mundo habitado por la bestialidad. La poesía, por tanto y en última instancia, tal vez solo sirva para enseñarnos a reconocer el débil latido de la belleza asfixiada por la barbarie.
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