Orlando Viera-Blanco @ovierablanco
Alan Wolfe, un cientista político y sociólogo norteamericano, se une a una lista de filósofos–Hannah Arendt, Reinhold Niebuhr o Arthur Koestler–quienes, a lo largo del pasado siglo estudiaron el mal en la política. La humanidad ha reconocido la existencia del mal desde tiempos inmemorables. Las diversas tradiciones religiosas lo explicitan y le dan sentido a la eterna lucha. Los grandes ejemplos de la maldad política de nuestro tiempo (genocidios, limpiezas étnicas, guerras religiosas, atentados terroristas, regímenes totalitarios) han generado las respuestas más luminosas de la humanidad.
El mal radical siempre ha sido derrotado por la fuerza del bien indisoluble. Sólo faltó un “no tengan miedo” de Juan Pablo II una mañana en una misa en Varsovia [1979] para convertirse en inspiración incontenible de Solidaridad y Lech Walesa, o “no me importaría dar la vida” de Mandela en el juicio de Pretoria. El resto son historias de libertad.
George Orwell en su obra 1984 [1949], profetiza una sociedad donde el estado controla hasta el pensamiento. Lo que no está en la lengua no puede estar en la razón. El Gran Hermano vigilante es el verdugo que, en nombre del Estado, controla hasta los sueños. Hanna Arendt lo define en su obra, Los Orígenes del totalitarismo [1.951], como “la nada de la que surge el nazismo, el vacío que procede del derrumbamiento casi simultáneo de las estructuras sociales y políticas”.
Venezuela ha sido secuestrada por la maldad en la política. El desarme del estado, el control de la narrativa, la propaganda y el aplastamiento de la moral ciudadana y la institucionalidad, han generado un andamiaje contralor que es expresión de la nada, del pensamiento superfluo y banal.
¿El fin de la política?
La maldad en la política no significa la desaparición de las capacidades y disposición moral para detener a los malhechores, la corrupción y el despotismo. Michael Ignatieff ha sabido sintetizar a la perfección las enseñanzas de Wolfe: «La precisión moral es una precondición para la precisión política». Derrotar la maldad exige evitar posiciones banales, prolijas, insustanciales, exageradas, que impidan valorar la realidad, la verdad. El mal sabe ocultarse en la apariencia, en el disimulo.
El holocausto en la II Guerra Mundial tuvo su depravación en la denominada banalización del mal. Conduce a una peligrosa subestimación del pérfido. Surge un radicalismo espantoso convertido en ‘obediencia debida’, justificada en la “autocomprensión” de una casta superior, o de una supuesta revolución nacionalista, o de un presumido mesías redentor, como si se tratara de algo propio de la condición humana. Bajo esta máscara justiciera ha germinado la narrativa orwelliana; pelotones ataviados de esvásticas, paladines de chiva, boina y oliva, charlatanes de sable y kalashnikov. Y llegó el lobo y nadie lo creyó.
¿Por qué le cuesta tanto al orden internacional prevenir y proteger? Tendríamos que remontarnos a la teoría del realismo político de San Agustín. Durante siglos las tensiones sociales y de poder de los hombres han ‘justificado’ lo que Hobbes denominó “el leviatán”. Un estado “poderoso” un hombre fuerte, un monstruo marino para contener el egoísmo y la maldad propio de la naturaleza humana. Una suerte de vacuna donde el virus de la voracidad por el poder, se le inyecta más voracidad. Entonces el egoísmo se convierte en un valor universal normativo, un “mal necesario”. Reinhold Niebuhr da un paso evolutivo a esta concepción del realismo político y nos dice que es precisamente la política, el pensamiento crítico, la razón, la ética, lo que nos permite atajar el realismo radical, las tensiones convertidas en poder contralor indigno y monstruoso. No podemos decretar el fin del pensamiento clásico de Aristóteles, de Sócrates, Epicuro o Platón.
Aun siendo cierto que la corrupción o la maldad son parte de la naturaleza humana, son los hombres conscientes, buenos y ciudadanos, bajo la virtud de la moral y la política, quienes vencerán el poder totalitario marcado de corrupción y maldad. Nazis y estalinistas alzaron una narrativa superficial, una lógica de control e inspección perenne. Lo que no está en la lengua social nacionalista o en la palabra revolucionaria, que sustituye hasta a Dios, no existe. Sólo pensar en otra cosa justifica su extinción. ¿Fue la shoah previsible? ¿Era posible prevenir la revolución proletaria? ¿Por qué en pleno siglo XXI sobrevive la maldad ‘justificada” en el poder? ¿Es el fin de la política?
La necesidad de controlar el poder no justifica los medios. La opción democrática según Niebuhr nace para evitar el realismo radical, que es un elemento perverso que “une” a todos los hombres con una misma capacidad de bien y de mal. El egoísmo, la voluntad de control del poder, no podemos aceptarla como un valor universal. Sólo el mal-nos alerta Arendt-es radical. Y la manera de derrotarlo es no aceptarlo, no cooperar, no ser tonto útil, no ser idiota.
En un modelo autoritario el bien y el mal coexisten perversamente por largo tiempo porque la maldad, la miseria, el dolor, parecen fundirse y normalizarse. El realismo radical se vuelve moralmente cínico o nihilista. Se hace normativa al decir de Niebuhr. Entonces el mal se “constitucionaliza”.
¿Alguien pudo advertir dónde nos conduciría la constituyente venezolana de 1998 [inconstitucional] y la aprobada constitución? Al decir de Jorge Olavarría [5//7/90] nos hizo retroceder por lo cual “los venezolanos que hoy y ahora tenemos alguna responsabilidad, debemos tener, hoy y ahora, [debemos] tener el valor y la decisión que se necesitan, para enfrentarse a la orgía de insensatez demencial que nos empuja hacia atrás. Que nos lleva a desandar caminos andados. Que nos induce a repetir errores cometidos”.
La autosanción vs. la autosanación
Venezuela ha sido convertida en una nación acorralada por un poder que finge justicia social donde la maldad, la opresión, la obediencia a estructuras perversas de control, se fundamenta en un mítico recuerdo de un ayer que no es y no representan: “la Venezuela heroica”. Mucha libertad, tecnología y civilidad ha recorrido el planeta para seguir anclados a la retórica de un pasado vetusto y épico. Y hoy consignas como “la guerra económica; las sanciones del imperio; Chávez somos todos; la verdad histórica es esencialmente bolivariana; Venezuela no será más colonia norteamericana; o asumimos el socialismo o se acaba el mundo, constituyen un lenguaje donde si no lo ondeas no eres nadie. El más reciente Yankees de m…, plasma el realismo radical y superfluo donde una presumida valentía cual filibustero temerario viene a salvarnos de un mal llamado imperio.
Salir de esa retórica no ha sido posible en medio de una bonanza embriagadora y miedo. Pero la miseria y la crisis humanitaria han puesto en evidencia al radicalismo político. El hambre, el despojo y la muerte le subieron el velo “al mal necesario”. Y en ese terreno desolado, la lengua que justifica robar para vivir; morir o matar por la revolución u obedecer egoístamente, pierde poder seductor. El estómago piensa. Sabe que el culpable no son las sanciones. Comienza una resistencia política, que primero es espiritual. No es física sino profundamente racional.
Una sociedad continuamente en vilo entre el despotismo y la anarquía lleva a una consideración cínica de la política. Y nos autosancionamos perdiendo la fe. Es lo que Alan Wolfe sugiere embestir desde el campo de la ética en la práctica política. María Corina Machado es esa respuesta moral que reivindica la política y contiene la eternalización del mal. La transición antes que política, es ética, es reflexiva, es consciente, Es la sanación del alma, que es querer vivir en paz, tranquilidad y felicidad. Porque decíamos, al mal radical lo vence la vocación de felicidad, que es vida, amor, libertad y bienestar. Esos son los valores universales reales, que procura autosanación.
Cámpora al gobierno Perón al poder
Hay transiciones que no lo son. El cambio de dictaduras a democracias, no se triunfa si durante la transición no se experimenta el denominado proceso de sanación colectiva e institucional. Antes de reivindicar la constitución debemos derrotar los odios y la rémora. […] El 11 de marzo de 1973, después de casi 18 años de proscripciones, el pueblo argentino pudo expresarse libremente en las urnas, poniendo fin a una dictablanda en comparación a lo que volvería en 1976. Una retórica democrática le subía el velo a la autodenominada “revolución argentina” contra el peronismo. Nace el Gran Acuerdo Nacional (GAN) entre los argentinos que anuncia la convocatoria a elecciones nacionales sin proscripciones. Perón en el exilio debía fijar domicilio en Argentina [antes del 25 de agosto de 1972]. Pero el viejo líder movió sus piezas en aquella partida y decidió designar a su delegado personal y ex presidente de la Cámara de Diputados durante el primer peronismo, Héctor J. Cámpora, como candidato a presidente. El slogan sería “Cámpora al gobierno, Perón al poder”. Ganó el Frente Justicialista de Liberación (Frejuli) con la fórmula Héctor J. Cámpora-Vicente Solano Lima, con más de 6 millones de votos (49%). La Presidencia de Cámpora duró 49 días. Renunció a su cargo el 13 de julio de 1973, facilitando la realización de las primeras elecciones sin proscripciones desde 1955 en las que la fórmula Perón-Perón triunfó con el 62 % de los votos. La tercera ola Peronista duró hasta 1976 [3 años]. Se reinstala una férrea dictadura. Se retrocede a caminos desandados. Destaco esta incidencia histórica porque es un clásico ejemplo donde la transición no vino acompañada de sanación que es redención política. El suplente resultó peor que la enfermedad. Y volvió la maldad, la autosanación.
Nuestra posible transición
Nos dice Tzvetan Todorov: “Una máxima para el siglo XXI podría ser, no combatir el mal en nombre del bien, sino cuestionar las certezas de la gente que siempre asegura que sabe dónde se encuentra el bien y el mal”. Cuidado con los demoscópicos y propietarios de empresas de sondeos cuando “opinan”, alerta Alin Minc. Esto conduce a la confusión, la cooperación y la polarización, que es elevar las tensiones, que es realismo radical. Es el síndrome Cámpora-Perón, que no tuvo una genuina visión pacificadora y liberadora. Y advierte Alan Wolfe: “no podemos escapar de la maldad si caemos en la trampa de luchar en el terreno del malhechor, que es la guerra o levantar las manos con resignación y desesperanza”.
El mal es consecuencia del uso erróneo de la libertad. No podremos salir del mal si la contraoferta es percibida como “un nuevo mal necesario”. María Corina es un bien necesario. No es la guerra la que sustituye a la política. Es renunciar a la resignación y la desesperanza. Es derrotar el realismo político aliviando las tensiones, reivindicando la justicia republicana, el libre pensamiento y el reencuentro en paz.
Y sentenció Olavarría: ”Los hechos de hoy plantean ante la conciencia moral de los venezolanos, la obligación de hacer algo por lo que hoy amenaza la esperanza de cambiar lo que hay que cambiar […] Sólo falta alguien que los despierte. Y alguien los está despertando”. Ellos despertaron el mal en la política Ella la sanará, la reivindicará. Es ese el cambio necesario. El resto, es la reconstrucción de un estado ausente, que llegará.
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