“…nos instalamos en lo inmóvil para acechar lo moviente que pasa, en lugar de reponernos en lo moviente para atravesar con él las posiciones inmóviles…” H. Bergson, Introducción a la metafísica
A menudo viene a mí, la evocación del texto de François de Chateaubriand, Memorias de Ultratumba. Biografía, ensayo y a ratos pareciera novela, narrativa del testigo, de sí mismo.
Lo que fue y lo que quiso que supieran de él. Un discurso para después de la muerte que empezó no obstante a conocerse en vida. Soldado, poeta, prosista y pretendido hombre de estado. Un relato existencial de altísimos kilates podría decirse.
De otro lado y apenas me atrevo a mencionar su nombre, Martin Heidegger y su Dasein que es la existencia y, sin embargo, es también para la muerte. Quizás Arendt nos toca de pleno fuete porque es el nacimiento el punto de partida y lo que lleva a la acción y a la libertad.
¿Qué somos, dónde estamos, dónde vamos? Si decidiéramos reconocernos con un Estado Nación, no bastaría aparentar que reunimos las llamadas condiciones de viabilidad que nos presenta la teoría clásica, porque nos apabulla al hacerlo, una profunda duda y especialmente, deslizaríamos al pensarlo, hacia una certeza y una impajaritable conclusión; vivimos una crisis perfecta, una disfuncionalidad general, un jaque existencial, lacerante y consistente, un estado fallido.
Vacilantes entonces, retados por la persistencia de toda una peligrosa fenomenología que nos compromete, en circunstancias nugatorias y enervantes para el coterráneo promedio y en fuga, por decirlo así, una cuarta parte de la población que se reclama del gentilicio y más execrable aún, con cifras deficitarias en todos los órdenes que incluyen, responsabilidad y ciudadanía.
¿Qué somos? Un pueblo empobrecido, en proceso de alienación, al que le fue arrebatada su libertad y se le niega su señorío, se le manipula, se le irrespeta, se le vacía, se le conduce a la separación y a la diáspora. Se le forza a errar, a la minusvalía, al azar, al inextricable destino que prefiere no obstante como elección antes que permanecer, en el túnel obscuro del daño antropológico que le encandila como una condena que rechaza por ilegítima y va privando de su orgullo y su vergüenza ente de aquello que lo toman con inconsciencia y resignación.
Empero, sigue vigente y más que nunca, una sentencia del germano argentino Werner Goldschmidt, “…el principio supremo de justicia consiste en asegurar a cada cual una esfera de libertad dentro de la cual sea capaz de desarrollar su personalidad.” (Goldschmidt, Werner, Introducción filosófica al derecho. La teoría trialista del mundo jurídico y sus horizontes, sexta edición, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1987, p. 413.)
Y agrega el maestro Goldschmidt, “…cada individuo tiene el derecho y la carga de personalizarse (humanismo), debiendo el gobierno a este efecto reconocerle las libertades necesarias (liberalismo); en el aspecto mencionado todos los individuos están en pie de igualdad (igualitarismo) y se deben recíproco respeto (tolerancia)” (Goldschmidt, Werner, El principio supremo de justicia. Edit. de Belgrano, Buenos Aires, 1984, p. 78.)
Resultaría chocado el maestro Goldschmidt si hubiese podido ver lo que constituye nuestra realidad venezolana, digo. Vivimos un trance cuya complejidad requiere de una perspectiva analítica que aprecie distintos elementos pero que, puede partirse de un diagnóstico básico; el desequilibrio y la ausencia de seguridades normológicas, arroja un resultado, un producto en dos etapas, del homo de la injusticia, al homo desadaptado.
En efecto; el giro que ha supuesto el arribo del chavomadurismomilitarismocastrismoideologismo, borró todas y cada una de las fortalezas preceptivas, sociales, valorativas; nos desrepublicanizó, desconstitucionalizó, desinstitucionalizó, nos deshumanizó, nos desciudadanizó, nos despersonalizó. Colapsaron un Estado, una nación, una sociedad, un modelo, una cultura, una antropología, un homo venezolano.
Ni lo que somos, ni donde estamos, parece claro, cierto, estable. Lucimos quizás insertos dentro de una vorágine o un remolino, aún, sin internalizarlo ni racionalizarlo. Una dinámica, una centrífuga domina, prevalece y nos ahueca, debilita, desfigura. Dejamos de ser.
La cosmovisión del venezolano no se centra en lo que es ni en lo que hace. La ceba la desconfianza, la desafectación del hábitat, las intuiciones y a falta de certidumbre lo impulsa y guía, haciendo de su cavilar, un episodio aventurero en el que el mañana no se encuentra después del hoy, sino, se traza otra cotidianidad.
Ya la educación ni la universidad constituyen un fanal para los jóvenes. La carestía contrasta con la opulencia y el pasaje de un escenario a otro, tiene solo dos senderos; de un lado, irse para ver si tal vez y, del otro, mimetizarse y también al hacerlo, dejar de ser.
Como no van a pensar en marcharse nuestros profesionales universitarios si el logro académico no trae sino frustración, decepción, pobreza e inseguridad. La matrícula se ha caído con aquellos que completan, aun penosamente, la secundaria, pero, además, operan otros elementos como el desinterés, el aburrimiento y la miseria del marco educativo que se cae a pedazos y tiene a sus protagonistas en el lumpanato.
El drama es complejo y no se reduce a esa escultura del inmigrante, maravillosa, profunda y mutilada de Bruno Catalano; es peor lo creo, cómo a nuestro lado, los nuestros, los otros, nosotros mismos, nos vamos mediocrisando, idiotizando, superficializando, aligerando, forjándonos intrascendentes, como canta Serrat a Machado, simples, “como pompas de jabón.
Ay de nosotros los venezolanos si, no somos capaces de torcer el rumbo, de cambiar el mundo, de inventar un porvenir, de defender la libertad ejerciéndola a cualquier costo, de comulgar con la soberanía, no al decirlo, sino al hacerlo verdad, con el insumo de cualquier sacrificio.
¡Que viva la ilusión, arriba la utopía!
Nelson Chitty La Roche, nchittylaroche@hotmail. Com, @nelson_chitty