En el año 1979, habité en el Este de Berlín durante cuatro semanas: el tiempo de hacer un curso de lengua alemana a precio asequible. El tiempo, también, de entender lo que era de verdad una dictadura moderna: el universo transparente, la gran pecera dentro de la cual ningún recoveco te permite ocultar un solo segundo de tu vida a la omnipresente mirada del Estado. Faltaban aún diez años para la caída del muro.
En la excelente librería de Alexander Platz quise fisgonear un poco sobre las intereses del lector germano-oriental. Pero me di cuenta enseguida de que mi curiosidad estaba mal orientada: recorrer las baldas de la más amplia librería en el corazón del Berlín Este era catalogar, sí, intereses y preferencias; pero no de lector alguno, sino del editor, el único, el Estado, puesto que sólo sobre el Estado caía la potestad de imprimir y distribuir legalmente libros. A su exclusivo criterio, naturalmente
Eso daba excelentes y baratas ediciones de clásicos literarios alemanes: alguna de ellas me traje a la vuelta. Y un perfecto vacío en todo cuanto pudiera concernir a autores u obras que se alejasen un milímetro de ese campo acotado. Y, si en literatura, el esplendor de los clásicos pudiera en parte camuflar los clamorosos huecos, en ámbitos sobre los cuales se jugasen ideas o creencias, el desierto era única norma. Acercarse a la sección de «filosofía» era caer más en el estupor que en el enfado. Manuales Dia-Mat («materialismo dialéctico», en la jerga de los aparatchik), antologías de Marx, Engels y Lenin en todos los formatos… Y se acabó. La filosofía, en la República Democrática Alemana de final de los setenta, era catequesis de Estado. A eso se reducía todo.
Comenté mi extrañeza a un amigo local. Su asombro me pareció sincero: ¿había acaso filosofía más allá de aquellos nombres que tan bien lucían en los anaqueles que teníamos ante nosotros? Se me ocurrió citar a un par de griegos. Dejó caer sobre mí una mirada compasiva: «Esclavistas… ¿No irás a perder tu tiempo leyendo a gente así?». Renuncié a evocar a medievales, renacentistas, diversas bifurcaciones modernas… Sabía perfectamente lo que me respondería. Sabía también que sus reproches serían tan sinceros cuanto escandalizados.
Ya luego, paseando por la bella Avenida bajo los Tilos, a la vera del asombroso Pergamon Museum, me atreví a preguntar a mi acompañante cuáles eran pues los autores que hacían estudiar a sus alumnos allí mis colegas de la facultad de Filosofía. Boba pregunta, desde luego. Que tuvo la respuesta que se merecía: «los que has podido ver en la sección correspondiente de la librería». «¿Sólo?» «¿Te parece poco? Están llamados a dirigir espíritus al servicio del pueblo y del Partido; no van a dedicarse a pervertirlos». Y, con santa paciencia, pasó a aleccionarme sobre el procedimiento local para alcanzar la condición de «filósofo»: ser miembro de las juventudes comunistas era exigencia previa para poder pasar el examen de admisión a una Facultad cuyo providencial destino era velar por la buena policía de las almas. Por respeto a eso, al examen de admisión era protocolario acudir ataviado con el uniforme de las «juventudes». Renuncié a más preguntas. Pura prudencia.
En la Venezuela de Nicolás Maduro, la fórmula parece haber sido muy mejorada. Y a la filosofía chavista no concierne sólo el constrictivo despliegue de la policía anímica. Sobre ella recae también –y, quizá, prioritariamente– la policía de los cuerpos: la que secuestra, tortura o mata a los sujetos perversos que no hayan alcanzado la angélica condición de ser felices en el prístino paraíso populista. De eso trató la «conferencia magistral del politólogo español» Juan Carlos Monedero, huésped privilegiado en la reciente toma de posesión presidencial del caudillo Maduro. Nada más adecuado, para hacerse una idea de los proyectos que los amigos del «politólogo» añoran para la aburguesada España.
El «magistral» estuvo a la altura del local en cuyo interior dictaba sus alocuciones: el mayor centro de torturas de Venezuela, la cárcel del Helicoide. Y sus palabras quedarán grabadas en el largo memorial que viene del Gulag y desemboca en el populismo. Escuchemos al profesor de la Complutense madrileña. Hay mucho que aprender en lo que dice:
«Hoy les planteo la necesidad de que entre la policía haya filósofos policiales, quienes se destaquen en la sociedad por su grado de compromiso radical con la Constitución y los derechos humanos. Desde su mirada y experiencia, ellos pueden hacer valer esos derechos fundamentales».
Y entonces, en las facultades de filosofía se enseñará la esgrima de la porra y las eficientes descargas eléctricas de la picana. Nada de libros pasados de moda. El futuro es ciertamente luminoso.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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