1975 fue una montaña rusa de emociones y experiencias. En febrero murió la vieja Elvira, mi abuela, mi consentidora sin condiciones, la que montaba en cólera si mi madre se atrevía frente a ella a castigarme. Sus atenciones y mimos todavía me hacen falta. Hay amores con los que mueres, aunque no lo creas.
Empezando abril escapé por los pelos de ser detenido por una comisión de la entonces recién estrenada Dirección de Inteligencia Militar, aunque muchos seguían llamándole SIFA. Ellos habían capturado al poeta Jorge Chirinos Mondolfi, a la sazón director del Ateneo de El Tigre en aquellos días, lo encerraron en un calabozo de la policía local y salieron a buscarme. Yo estaba con los integrantes del grupo teatral Ultimátum, que habíamos creado Jorge y yo, ensayando nuestro próximo montaje. Allá llegaron a avisarme, y me fui a la comandancia policial. El oficial a cargo me dijo que no lo podía ver porque solo los miembros de la comisión de inteligencia militar estaban en capacidad de permitirlo. “Si quieres espera ahí”.
Salí y me senté en un borde del edificio. A los pocos minutos pasaron unos muchachos que se nos habían estado acercando de manera persistente, “vamos a ver qué podemos hacer juntos”. Jorge siempre les respondía: “Sí, claro, en cualquier momento”.
Él después me explicaba que ellos eran de los Comités de Luchas Populares. “Esa es la gente de Bandera Roja, y yo no tengo ganas de meterme en más vainas. Además de que ellos son como los mormones, se toman todo demasiado en serio”.
Esta vez, ellos iban en un viejo Volskwagen, al verme frenaron en seco, retrocedieron y me llamaron. Al acercarme me agarraron por el cuello, me metieron al carro por la ventana y arrancaron. Lo primero que escuché fue: “¿Tú estás loco, carajito? ¿Qué haces ahí? Están allanando medio Tigre buscándote y tú te vienes a la boca del lobo. O tienes las bolas cuadradas o eres un soberano pendejo”. Por supuesto, lo segundo.
Empezaron a explicarme lo que pasaba, y por qué el DIM había detenido al poeta y me estaba buscando. Resulta que a ciertos “godos” del pueblo, encabezados por José González, boticario del poblado, y presidente de la directiva del ente cultural, le disgustaba cómo nos habíamos dedicado a manejar las actividades de este centro. Por ello movió ciertas teclas y ya que Jorge no quería renunciar al cargo, en el que apenas llevaba 3 meses, pues que nos sacaran presos.
Uno de esos muchachos trabajaba en la recepción de un hotel de El Luchador, fuimos allá y me escondieron en el cuarto de la ropa sucia: “No salgas por nada, métete debajo de aquel cerro de sabanas sucias, y sales solo si yo te llamo. Si oyes abrir ni respires”. Y cerraron la puerta.
Me fui al montón de lienzos, sabrá Dios impregnados de qué fluidos. Busqué algunos que no hedieran mucho, me cubrí y me dediqué a esperar. A las tres horas abrieron la puerta y pude ver un haz de luz recorriendo toda la habitación. “Aquí no hay nada, ese carajo sabrá Dios dónde se habrá metido, pero deja que lo encuentre”. Y cerraron. Horas más tarde escuché abrir y mi amigo: “Alfredo, apúrate”. Y nuevamente me trasladaron.
En tres días esta gente me había ayudado y estaba en Caracas, y gracias a Luis Britto García y Salvador Garmendia, en contacto con José Ramón Medina, entonces fiscal general de la República, quien de inmediato se comunicó con la Fiscalía del estado Anzoátegui, y ordenó fueran corregidos todos los vicios legales del caso.
Meses más tarde estaba en La Vega, Caracas, tentado por la posibilidad de incorporarme al trabajo de alfabetización que realizaba allá un grupo de amigos. La mayoría vinculado con la Compañía de Jesús. Fui acogido por Rafael e Ivonne, un matrimonio muy joven que vivía por la parte trasera del autocine. Las labores educativas, en realidad más de activismo político, fueron mutando a una velocidad de vértigo. Y un día un grupo de damnificados de esa parroquia se declaró en huelga de hambre, exigían que el Estado le diera un trato digno a su condición. Con ellos estaban dos jesuitas: José Ignacio Angós y Cornelio Quast, lo cual le dio cariz noticioso a la humilde protesta.
Angós había sido plomero en las construcciones del Parque Central en Caracas, así como en Sidor, Ciudad Guayana. Era gobernador capitalino Diego Arria, quien se había ocupado de evitar todo aquello que pudiera empañar la imagen del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez. Con gran torpeza política ordenó a la Policía Metropolitana allanar el local donde Angós, Quast y creo recordar también a Santiago Arconada, yacían junto a un grupo de damnificados. Al cura lo trasladaron al Hospital Vargas, donde le mantuvieron incomunicado varios días.
Si la memoria no me falla, dos semanas después del desenlace de todo esto se hizo una reunión evaluativa de lo ocurrido. Allí estaba Cornelio y Chabela Torres, quien luego sería su esposa; también Julio, un español de Ruptura, cara legal del grupo de Douglas Bravo, que leía a toda hora, incluso mientras comía, y quien dio la sensación de tratar de pescar en río revuelto, pero que la gente de los CLP junto a Santiago Arconada terminó orillándolos. Deben haber estado, aunque no logro afinar mis recuerdos, algunas de las monjas de la congregación Santo Ángel de la Guarda, tal vez Tania Díaz o Isabelita Sánchez.
Otro que recuerdo en esa reunión es a “Pataruco”, de quien nadie sabía su nombre real. Sería en el año 2004 cuando me enteraría que se llamaba Rafael Venegas, y llegaría a ser secretario general de Bandera Roja. Algunos de nosotros, conmigo a la cabeza, por supuesto, hacíamos befa de la seriedad con la que él abordaba todas las discusiones. No había concesiones, todo lo explicaba con aire clerical; lo cual contrastaba con la actitud muy maracucha del entonces aspirante a jesuita Cornelio Quast, cuyas intervenciones rebosaban de humor, no exentas de profundidad.
En esa ocasión me encargaron que llevara el acta de la tertulia. En varias hojas fui tomando minuciosamente nota de cada una de las intervenciones. A eso de las 2:00 de la tarde se dio por concluida y todos salieron por su cuenta. Yo tenía previsto ir a la casa de mis padres en Caraballeda para pasar en limpio en mi vieja máquina Underwood todo lo apuntado.
Al salir de la casa de Rafael vi bajar por una escalera a un hombre revólver en mano que traía a otros dos por delante: “Mira tú, dame tu cédula”. Fue cuando detallé que, al lado de la corbata grasienta y la camisa desteñida, portaba una credencial de la PTJ. Todavía no sé cómo pude controlar mis esfínteres. Me recuperé, caminamos hasta una vieja patrulla de ese cuerpo policial, uno de esos mastodónticos Fairlane 500, y nos apretujaron junto a otros detenidos en la parte trasera.
Mi angustia era que cargaba todas las notas de la reunión que se acababa de celebrar. Y en medio de aquella barahúnda de cuerpos comencé a comerme los papeles. El vehículo llegó hasta un autobús de la policía judicial, donde nos empezaron a trasladar. En el último momento, agarré las hojas sobrantes, unas cuantas todavía, y las embutí entre los cojines traseros de los asientos.
En ese tiempo un gran amigo, Alberto Berroterán, siempre de muy bajo perfil, y miembro de un grupo que en 1976 se convirtió en la Liga Socialista, venía haciendo conmigo una discreta labor de reclutamiento. Creo que terminó por entender que no soy de amos ni ideologías y me dejó a mi aire.
Lo menciono porque ese día se dirigía a visitarme; lo vi por la ventana, lo grité y le pasé un papel con un número telefónico que todavía recuerdo: 424001. “Llama ahí, pregunta por el cura Martínez Terrero y dile que me detuvieron y vamos a la comisaría de El Cementerio”. Se fue como una saeta, y cuando finalmente arrancó el colectivo iba como si de una lata de sardinas se tratara.
Uno de los momentos más emocionantes y tranquilizadores de mi vida fue al llegar a la sede policial. En la puerta estaba el Volskwagen del cura Chepe Martínez Terrero… Al distinguirme, no sé cómo, en la ventanilla, se bajó y fue a hablar con el detective de la puerta. Atiné a escuchar: “Padre, ya se lo dije, no puedo hacer nada, porque ya está aquí y tengo que realizar el chequeo de antecedentes, pero le prometo que serán los primeros datos que haré comprobar”. Mi paz se mantuvo imperturbable. Fueron varias horas y casi a medianoche oí mi nombre, salí a la puerta del corralón donde nos tenían, me entregaron mi cédula, me dieron un cogotazo y me dijeron: “¡Deja de meterte en vaina, zángano!”.
Recuerdo el abrazo que le di a Chepe. Nos montamos en su carrito y me preguntó adónde quería ir. “Será a La Vega, pero a la comunidad, porque Rafael e Ivonne deben estar rendidos”. Y a la casa de los curas, en la parte alta del barrio, fuimos a tener.
Todos estos recuerdos se me alborotan cuando leo de los ataques reiterados del hijo ilustre de Monagas, ese que le encanta apropiarse de los periódicos y hasta de las cantinas en su época de cadete, contra esa muchacha de acero que se llama Sairam Rivas y militante de Bandera Roja. Leo las publicaciones de ella y me parece oír de nuevo a “Pataruco”, esa verticalidad que roza la ingenuidad, que proclama una pureza que pensaba ya extinta.
El hombre fuerte, al que acusan de esfínteres débiles cuando de situaciones críticas se tratan, usa su show arrabalero, ese que llaman Con el mazo dando, para amenazarla con la Operación Tun Tun.
La falta de hidalguía, la absoluta ausencia de caballerosidad, la inexistencia de pundonor, son cosas que todavía no logro entender. ¿Cuándo se abandonó el respeto a la dignidad del adversario? En qué momento nuestro país pasó a ser una réplica de aquella república que Boves y sus bandoleros soñaron, siempre será una incógnita a despejar…
© Alfredo Cedeño
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