
“En Guataro tenemos una protagonista. Se llama María Antonia Ladera. Como era habitual en la representación femenina, ella es huérfana de ambos padres, rubia, de 25 años, soltera, con bienes de fortuna y también se aburre y lleva un diario. Por estas últimas circunstancias la identificación con Ifigenia resulta obvia“
Por MIRLA ALCIBÍADES
Pienso en añejos vínculos culturales entre Venezuela y Chile y, de inmediato, salta a la memoria el Instituto Pedagógico de Caracas. No podemos olvidar que una delegación de la patria de Gabriela Mistral vino hasta nosotros en 1936 a dar vida a esta institución. Los catorce docentes que llegaron a Caracas en mayo de ese año habían sido convocados por Mariano Picón Salas para fundar la primera institución del país destinada a la formación de docentes.
Los hechos tuvieron que darse de esa manera por cuanto el merideño había estudiado en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile durante el tiempo que vivió en aquellas tierras como exiliado. En ese centro de estudios alcanzó el título de profesor de Historia y, poco después, obtuvo el doctorado en Filosofía y Letras. En la capital chilena escribió y publicó de manera recurrente. Quiere decir que conocía el medio cultural del país austral.
Por el contrario, Trina Larralde de Massiani no pasó por el extrañamiento de su tierra natal. Llevó vida santiaguina en tiempos de López Contreras, pues era esposa del agregado cultural venezolano (otros dicen que era cónsul y no falta quien le asigne la responsabilidad de embajador), que lo fue Felipe Massiani. Y en esa ciudad murió a los 27 años en un calendario marcado por el año 1937. Poco meses después de su muerte se da a conocer por Ediciones Ercilla su novela Guataro (1938).
Se mencionaba una enfermedad que la destinó a permanecer en cama. De hecho en la revista Élite (donde Larralde colaboraba en la sección «Al encuentro de la mujer venezolana» con el seudónimo de Maruja Llanos) hablan de su dolencia desde 1934. Significa que estuvo varios años postrada por un mal que no se llega a caracterizar en los medios impresos nacionales.
En Guataro tenemos una protagonista. Se llama María Antonia Ladera. Como era habitual en la representación femenina, ella es huérfana de ambos padres, rubia, de 25 años, soltera, con bienes de fortuna y también se aburre y lleva un diario. Por estas últimas circunstancias la identificación con Ifigenia resulta obvia y es la asociación que suelo leer y escuchar entre quienes se interesan en la producción de nuestra autora del día. Y también María Antonia es pusilánime. Esa incapacidad para tomar decisiones la convierte en una persona que no tiene madera para manejar la hacienda que heredó de los padres. Por tal motivo la ha dejado en manos de un administrador que no muestra signos de honradez pero a quien ella es incapaz de enfrentar.
Por contraste, el personaje masculino —el mismo que, al final del relato, logra el amor de esta bella e indecisa mujer—, es Diego Tovar. Coincidente con las ambiciones de Santos Luzardo, este Diego Tovar sí logra modernizar el hato, pues introduce adelantos tecnológicos y una nueva manera de gerenciar su propiedad que contrasta sensiblemente con los procedimientos despóticos que aplica el administrador contratado por María Eugenia. Es un administrador que, como Doña Bárbara, no tiene sensibilidad para pensar en las necesidades intelectuales y materiales de sus peones; y menos en las urgencias de igual orden que deben ser atendidas en las mujeres e hijos de esos trabajadores.
En lo que a mí concierne, destaco la cercanía de Guataro con Doña Bárbara. Es una afinidad que no puede ocultarse. Tanto Gallegos como Trina Larralde se han plantado ante la disyuntiva de una Venezuela atrapada en los tremedales de la explotación petrolera o, en su defecto, en una patria esperanzada que cuenta con la producción venida del campo para dignificar la vida nacional. Ambas novelas favorecen la última opción y esa coincidencia de propósito no podría acercarlas más.
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