En el laberinto de contradicciones que sostiene al régimen venezolano, las salidas se van cerrando una a una. El cerco diplomático, económico y legal que enfrenta Nicolás Maduro ya no es retórico: es operativo, silencioso y, en muchos frentes, eficaz. Lejos de la propaganda oficial, lo que ocurre hoy en Venezuela y su entorno no es la prolongación de una dictadura resistente, sino el reflejo de un poder que cede ante la presión y sin soluciones a corto plazo.
La investigación de la Fiscalía chilena ha establecido que la organización criminal conocida como el Tren de Aragua —surgida en Venezuela bajo el amparo de autoridades regionales chavistas— ha operado en el extranjero con instrucciones directas desde la cúpula que tiene secuestrado el país. En concreto, se acusa a Diosdado Cabello de haber ordenado el asesinato del teniente venezolano Ronald Ojeda en Santiago de Chile. Esta vinculación directa entre el crimen organizado y las más altas esferas del cabello-madurismo deja al descubierto una verdad que muchos gobiernos ya habían intuido: el régimen no solo maneja la criminalidad, sino que la utiliza como instrumento de control y expansión.
A esta evidencia se suma un fenómeno de enorme impacto regional: la migración venezolana. Millones de ciudadanos huyen de la miseria y de la represión, y algunos terminan atrapados en redes de tráfico de personas controladas por las mismas estructuras criminales ligadas al cabello-madurismo. No es un fenómeno aislado, sino una consecuencia lógica de un Estado mafioso, colapsado. El resultado es devastador: miles de venezolanos endeudados por el viaje al Norte y vulnerables, mientras en Washington crece la narrativa que asocia esta migración con riesgos de seguridad nacional.
En este contexto, la empresa Chevron logró una prórroga hasta el 27 de mayo para la liquidación de sus operaciones en Venezuela gracias al lobby petrolero que apeló al pragmatismo político de Washington. Sin embargo, esta continuidad no significa un salvavidas para el régimen, sino una nueva forma de condicionamiento. Estados Unidos está exigiendo, a cambio de cada permiso comercial, concesiones concretas por parte de Maduro: aceptar vuelos de deportación de migrantes, limitar ingresos por exportación de crudo y someter su comercio a fiscalización.
El golpe más reciente no viene desde América, sino desde Asia. Las llamadas “refinerías cafeteras” chinas y la india Reliance, que negocian petróleo venezolano a precios con descuento, han detenido sus compras para abril ante la amenaza del nuevo arancel estadounidense de 25% a los productos de esos países. El mensaje es claro: quien mantenga relaciones con el régimen bolivariano se verá obligado a pagar aranceles en todas sus transacciones comerciales con Estados Unidos a partir del 2 de abril. Y el efecto ya se nota.
Mientras tanto, Rusia —uno de los principales aliados de Maduro en los últimos años— atraviesa un nuevo capítulo en sus negociaciones con Ucrania, facilitadas por Estados Unidos. Para Moscú, Maduro ya no es un aliado prioritario, sino un problema menor en una partida más grande. La pérdida de respaldo de Putin debilita aún más la ya erosionada posición internacional del régimen.
Todo esto ocurre mientras en Venezuela sigue ignorándose la voluntad popular. El 28 de julio de 2024, los venezolanos votaron masivamente por un cambio de gobierno. Pero Maduro, desconociendo ese resultado, permanece atrincherado en el Palacio de Miraflores.
La comunidad internacional, aunque no actúe siempre con celeridad, ha comenzado a responder con inteligencia. No se trata de sanciones abstractas, sino de medidas concretas que exponen las contradicciones del régimen y obligan a tomar decisiones incómodas. Maduro cede porque ya no tiene margen. Acepta condiciones que antes rechazaba. Recibe vuelos que prometió no aceptar. Depende de aliados que ya no garantizan lealtad.
El poder del chavismo-madurismo, que durante años se sostuvo en la narrativa del antiimperialismo y el control territorial, enfrenta ahora una dinámica diferente: una red de presiones que no hace ruido, pero es constante. El desgaste no es inmediato, pero es irreversible.
Y en el centro de todo, la verdad más simple: el pueblo venezolano ya decidió. Lo hizo en las urnas, con claridad. Lo demás es ocupación del poder. Y cada día, mantenerla cuesta más.