
“Kang empezó escribiendo poesía en sus diarios cuando, de niña, hasta el grafismo de los caracteres de su idioma la fascinaban. Ha afirmado que, sin la poesía, donde están las raíces de su trabajo narrativo, no sería capaz de realizar su obra”
Por ELIZABETH ROJAS PERNÍA
Me llaman psicólogo; mentira, tan solo soy realista en el sentido superior de la palabra.
Es decir, plasmo toda la profundidad del alma humana.
F. Dostoyevski
Continuaré siendo una persona imposible mientras las personas que hoy son posibles sigan siendo posibles
Pablo del Águila
El origen
Han Kang (Gwangju, Corea del Sur, 1970) publicó La vegetariana en 2007, novela que en su país tuvo un recibimiento tibio, cuando no de rechazo intenso por algunos críticos que ignoraron los méritos de este libro. Fue en 2016, luego de su traducción al inglés, cuando obtuvo el premio internacional Man Booker. La vegetariana ha recibido, además, los premios The New Vanguard, en 2018 y el Premio San Clemente Rosalía-Abanca de novela extranjera, en 2019. Ahora, en 2024, ha tocado a la Academia sueca reconocer el valor de toda la obra de la surcoreana. Al otorgarle el Premio Nobel de Literatura, el Comité se refirió a la literatura de Kang como de «intensa prosa poética que confronta los traumas históricos y expone la fragilidad de la vida humana», y de mostrar «las conexiones entre cuerpo y alma, los vivos y los muertos».
La historia narrada en La vegetariana, cuya protagonista es Yeonghye, una mujer que decide dejar de comer carne y, eventualmente, convertirse en árbol, surge de un relato anterior, escrito en 1997, titulado El fruto de mi mujer, donde el marido después de cuidar a su mujer, que se ha convertido en planta, al verla empezar a secarse con la llegada del otoño, se pregunta si volverá a dar frutos en primavera. Allí, Kang escribe:
«Él está mucho más amable conmigo. Consiguió un maceta enorme y me plantó allí. Los domingos se sienta en el umbral del balcón durante toda la mañana para quitarme los pulgones. Con lo cansado que solía estar antes, ahora sube todas las mañanas al monte para traer agua del manantial y la vierte sobre mis pies, recordando que no me gusta el agua del grifo. Hace poco incluso compró un montón de tierra nueva y me trasplantó a otra maceta. Y los días que la lluvia limpia la atmósfera de la ciudad, deja abiertas las ventanas y la puerta de entrada del apartamento por la madrugada para cambiarme el aire».
Y más atrás aún, la autora ubica el germen de esta novela en la frase «Creo que los humanos deberían ser plantas», del poeta coreano Yi Sang, que leyó en sus días universitarios y que nunca olvidó. En La vegetariana, aunque es Yeonghye quien desea convertirse en árbol —un ser incapaz de ser violento—, no se trata de la historia de una lunática que de un día para otro no quiere ingerir ningún producto de origen animal, sino de una indagación profunda sobre la violencia humana.
El Sr. Cheong, el marido —la primera de las tres voces narrativas que conforman el relato— la describe así:
«Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando la vi por primera vez. Ni muy alta ni muy baja, con una melena que no era ni muy larga ni muy corta, tenía la piel descamada y amarillenta, ojos sin pliegues, pómulos ligeramente prominentes y vestía ropas sin color como si tuviera miedo de verse demasiado personal. Calzada con unos zapatos muy sencillos, se acercó a la mesa en que yo estaba sentado, con un paso que no era ni rápido ni lento ni enérgico ni débil».
Su ser insulso, anodino, o tal percepción de ella, la hacía perfecta como esposa. La había seleccionado con cuidado por ser la mujer más corriente del mundo. El cuñado, por su parte —y segunda voz narrativa—, desde el día que la conoce percibe algo más en Yeonghye:
«Le gustaron sus ojos pequeños de párpados lisos, su voz algo áspera pero directa, sin ese deje nasal que tenía su mujer, su modo de vestir simple y hasta esos pómulos prominentes que le daban un aspecto andrógino. Comparada con su mujer quizá fuera menos bonita, pero se podía sentir en ella la fuerza de un árbol silvestre y sin podar».
La poderosa decisión de volverse vegetariana, dentro de una familia amante de la carne y del estatus asociado a su ingesta, cambiará irremediablemente su vida y la vida de los otros. Esa mujer, cada vez más delgada, frágil y silenciosa, mantiene su decisión con fuerza indoblegable —a lo Gandhi—, mientras esos otros gritan su desacuerdo con la trasgresión e intentan evitar que un mundo vetusto se venga abajo.
La mancha mongólica
Kang empezó escribiendo poesía en sus diarios cuando, de niña, hasta el grafismo de los caracteres de su idioma la fascinaban. Ha afirmado que, sin la poesía, donde están las raíces de su trabajo narrativo, no sería capaz de realizar su obra. El segundo capítulo, narrado por el cuñado, es un entramado bello y violento de imágenes de enorme fuerza poética. Tanto Yeonghye como su cuñado, artista de video arte, tienen una extraña afición por el mundo vegetal. Él, desde su impulso artístico, fantasea con cuerpos como flores; ella, en su anhelo vegetal, con cuerpos como árboles. Él recuerda nítidamente el momento en que surgió la visión que lo perseguirá como una obsesión, hasta lograr materializarla a cualquier costo. Observaba la melanocitosis dérmica congénita en el cuerpo de su pequeño hijo después de bañarlo y su esposa le revela que Yeonghye todavía tiene esa mancha:
«Fue en ese instante cuando lo asaltó la imagen de una flor verdeazulada floreciendo en medio de las nalgas de una mujer. El hecho de que su cuñada tuviera todavía la mancha mongólica en el trasero y la imagen de un hombre y una mujer copulando desnudos y con los cuerpos pintados de flores se le imprimieron en la cabeza en una incomprensible y a la vez clara relación de causa y efecto.»
A partir de ahí, y mientras su largo bloqueo creativo empieza ceder, Yeonghye se convierte en su obscuro objeto del deseo. Solo vive para tramar el momento en que convencerá a su cuñada de que se deje filmar con el cuerpo-lienzo cubierto de flores de colores vibrantes. Y lo hará sin demasiada dificultad: la pintará/se pintará, la filmará/se filmará y la poseerá, en una suerte de performance artístico de pétalos y pistilos de piel acercándose y entrelazándose, descrito con enorme lirismo y precisión cinematográfica en clave oriental. Así nos prepara Kang para lo que vendrá:
«Ella se acostó sobre la sábana siguiendo su indicación. Sin mover un músculo, él arrugó el entrecejo tratando de descifrar la naturaleza de la arrolladora sensación que le subió por dentro al verla en esa posición»
«Primero echó a un lado sus cabellos, que le caían hasta los hombros y comenzó a pintarle flores desde la nuca. Pimpollos semiabiertos de color vino y rojo se derramaron espléndidamente sobre sus hombros y espalda, y delgados tallos descendieron por sus costados. Al llegar a la colina de la nalga derecha, la flor de color vino se abrió magnífica y dejó ver unos gruesos pistilos amarillos. En la nalga izquierda donde tenía la mancha, no dibujó flores, sino que tomó un pincel grueso y pintó los alrededores de la mancha con un verde claro pálido, de modo que la marca, que parecía la tenue sombra de un pétalo, destacara aún más»
¿No hay límites para la creación estética? Esta pudo ser la pregunta que se hiciera María Schneider después de haber sido llevada a territorios extremos en algunas escenas de El último tango en París. Ahora, Yeonghye y su cuñado ya no son seres ubicados en el centro de lo que se espera de ellos como humanos, sino más allá: de la moral, de la cordura y de cualquier consecuencia de sus actos, aunque por razones profundamente distintas. Belleza y violencia. Violencia y belleza.
La metamorfosis que experimenta Yeonghye, y que ya se ha manifestado en su tendencia a descubrir sus pechos, «Solo confío en mis pechos. Me gustan mis pechos, pues con ellos no puedo matar a nadie», o en quedarse sola en el bosque, «todos los árboles del mundo me parecen hermanos», se hace más evidente en la mirada de su cuñado, mientras desliza el pincel sobre su piel y ella lo recibe con serenidad:
«Viéndola aceptar tranquilamente todo este proceso, le pareció que era un ser sagrado, un ser del que no se podía decir ni que fuera humano ni animal, o quizá un ser que estaba en entre la vegetabilidad, la humanidad y la animalidad»
Autoritarismo, incomprensión y agresión
Mientras escribo, afuera un grupo de hombres ruidosos y exaltados derriban las ramas de un gran árbol mientras gritan eufóricos, como si celebraran su fuerza bruta frente la naturaleza: ausencia de cualquier reconocimiento hacia ese otro ser que ha estado allí desde antes de que ellos aprendieran a agredir y que, si otros como ellos no triunfan, seguirá de pie cuando ellos hayan regresado a la tierra. Y entonces, recuerdo que todavía hay lugares donde antes de cortar un árbol le piden perdón, o le agradecen por la función que cumplirá. La joven mujer que toma la decisión soberana, y subversiva, de dejar de comer carne, está reaccionando a la infinita agresividad que la rodea en el ámbito humano, que incluye, por supuesto, la crueldad hacia los animales para el consumo y hacia la naturaleza toda. Siente que su única alternativa es huir de ese mundo, desvanecerse en el reino vegetal y, luego, solo desaparecer. Antes de esta radical y definitiva decisión, que visibiliza grotescamente el lado más oscuro de sus congéneres —y el suyo propio, oculto en la profundidad de sus noches—, ella solo se ha permitido el pequeño gesto de rebeldía de negarse a usar sostén. Al menos sus pechos pueden permitirse ese gesto de libertad, que el Sr. Cheong, por supuesto, detesta.
La violencia esparcida a lo largo del libro empieza —con orígenes remotos— en el hogar donde creció Yeonghye. Su padre, hombre primitivo, acostumbraba golpear a sus hijas. También golpeó y asesinó durante sus días de combatiente en la guerra de Vietnam. Un incidente en concreto marcó la infancia de esta niña cuando presenció la tortura a la que fue sometido un perro, amarrado a una motocicleta y forzado a correr hasta que la espuma y la sangre empezaban a brotarle copiosamente. Ése era el punto exacto de aflojar la cuerda que lo ataba: su carne ya estaba suficientemente blanda para preparar el Boshintang, el caldo de perro que toda la familia consumiría, según una vieja costumbre surgida en tiempos de hambruna. La pequeña Yeonghye, después del horror que había presenciado, también tomó de ese caldo, y no un poco, sino un tazón completo. Cuando ya es una mujer adulta, casada, y ha decido silenciosa, pero enfáticamente, dejar de consumir carne de cualquier tipo, la madre le grita y la impreca, al tiempo que el hombre, a quien ella ha dicho, «Padre, no como carne», la somete con brutalidad para que coma un trozo. Pero su voz no cuenta. El padre, que no es capaz de escucharla, sí sabe maltratarla, y cuando la rabia frente a la desobediencia lo desborda, la abofetea. Ninguna de las personas que presenciaron la escena logran, si es que lo intentan, detener la acción de alguien que solo sabe ser obedecido, como autoridad última. Solo Inhye, la hermana mayor —y la tercera voz narrativa— trata tibiamente. Sin embargo, todos repudian agriamente la postura de Yeonghye. Rotunda intolerancia hacia lo diferente. Ella lo es y no saldrá indemne por ello: en un acto de autoagresión toma el cuchillo de cortar frutas y, como si todo el peso de las tradiciones familiares se abalanzara sobre ella, escupe el trozo de carne, emite un grito animal y se corta las venas en una de sus muñecas. Solo así consigue detener la otra agresión, la que recibe de los seres que la quieren, ese día en que la familia se ha reunido a celebrar el éxito económico de Inhye y su marido, quienes se han mudado a un apartamento nuevo y soleado, situado en un piso diecisiete.
Los sueños que acosan y liberan
A la protagonista de esta novela solo es posible intentar comprenderla a través de su mundo onírico, único relato, breve y en cursivas, en primera persona. Sus sueños, pesadillas cargadas de violencia, detonan el deseo de volverse vegetariana. Algo en su alma necesita hacerse cuerpo. Desde la profundidad de su psique le llega la posibilidad de reaccionar, de intentar liberarse. La extrema y reiterada violencia que en las noches la oprime desde adentro, la obliga a tomar acciones rotundas, que de otra manera no habría intentado. Esas imágenes revelan tanto la violencia en la que ella ha crecido y vivido hasta el presente, como la que ella ha ido introyectando y la que posee como ser humano, como cada ser humano:
«Era un bosque oscuro. No había nadie. Tenía la cara y los brazos arañados por abrirme paso entre los árboles de hojas puntiagudas. Creo que estaba en compañía de otras personas, pero parece que me perdí. Hacía frío. Crucé un arroyo congelado y descubrí un edificio iluminado que parecía un granero. Entré apartando una cortina de arpillera y los vi. Eran cientos de enormes y rojos bultos de carne que colgaban de unos maderos. De algunos de ellos caían gotas de sangre todavía fresca. Me abrí paso apartando los incontables trozos de carne, pero la puerta de salida del fondo no aparecía. La ropa blanca que llevaba puesta se me empapó por completo de sangre».
Bosque oscuro. Granero, que no almacena granos, sino trozos de cuerpos aún sangrantes, iluminado. Arroyo congelado, agua que ya no fluye, invierno. Ropa antes blanca, impoluta, ahora manchada de sangre. Búsqueda de lo verde, encuentro con lo rojo, testimonio en blanco.
«Alguien mató a una persona y otra ocultó el crimen a la perfección, pero me olvidé de todo cuando me desperté. ¿Habré sido yo la asesina? O quizá fui la asesinada. Si yo fui la asesina, ¿a quién habré matado? ¿A ti tal vez? Era a alguien muy cercano. O quizá fuiste tú el que me mató… Entonces ¿quién habrá sido la persona que ocultó el crimen? Seguro que no éramos ni yo ni tú… Fue con una pala. Es lo único que recuerdo. La muerte sobrevino por un golpe en la cabeza con una pala grande para cavar la tierra. Fue un impacto sordo. Sentí la vibración del aire en el instante en que el hierro cayó sobre el cráneo. Recuerdo claramente la sombra desplomándose en la oscuridad».
Asesinato: golpe seco en el cráneo. Ocultamiento: ¿cuáles crímenes —individuales, colectivos— han sido ocultados a la perfección? Dudas: ¿víctima o victimaria?
Otras formas de agresión
Yeonghye siempre es objeto, nunca sujeto. Es objeto de la incomprensión, el desprecio y la agresión sexual del marido. Es el objeto del deseo sexual transgresor del cuñado. Y es también el objeto de la compasión de Inhye, quien a pesar de que nunca la abandona, e intenta salvarla hasta el final, no es capaz de comprenderla y, en el fondo, siente rencor hacia ella. No puede perdonarle «la irresponsabilidad de perder la cordura», como no la pierde ella aún ante la indiferencia, la agresión sexual o la traición de su propio marido:
«Unos días atrás, la noche del día en que había ido a ver a su cuñada, había forzado a su mujer en la oscuridad impelido por un deseo incontenible… Mordiéndole los pezones endurecidos, le quitó las bragas».
Hay una enorme crueldad en la manera en que Yeonghye es tratada en el hospital para enfermos mentales donde es recluida. No hay interés en comprender el origen o propósito de su rechazo a la carne, y luego a cualquier alimento, o de sus fantasías vegetales. Los tratamientos se convierten en torturas —químicas o mecánicas— infligidas por el personal sanitario a un cuerpo/objeto que debe ser forzado a mantenerse vivo, según sus reglas. El médico tratante, que ya la ha diagnosticado con anorexia nerviosa y esquizofrenia, «Parece guardar un enojo oculto hacia los pacientes que no evolucionan como es su deseo». Aunque todos se empeñan en que la paciente involuntaria confíe en la piedad química, y actúan como si supieran qué hacer con la desgracia (“Prospecto”. Wisława Szymborska), Yeonghye se atrinchera en el rechazo.
Mientras tanto, su cuñado es considerado estable y es dejado en libertad, después de algunos meses de juicio, a pesar del cargo de violación a Yeonghye que ha recibido. Violencia judicial.
Y, sin duda, Kang alude también a la violencia en el mundo corporativo en el cual se desempeña el marido de Yeonghye, quien, hasta que su mujer empieza a dar señales de haber perdido la cabeza, no se había dado cuenta de que desde «hacía meses que no salía del trabajo antes de las doce». Las estadísticas mundiales de consumo de alcohol y de suicidios a menudo incluyen a Corea del Sur en los primeros lugares. Un reputado coterráneo de Han Kang, el filósofo y profesor de la Universidad de las Artes, en Berlín, Byung-Chul Han, ha denunciado insistentemente las realidades de La sociedad del cansancio, donde el ser humano ha devenido sujeto de rendimiento y es sometido a una búsqueda patológica del éxito e inducido a una autoexplotación productiva que termina incidiendo en la disminución del deseo sexual, o como reza el título de otro de sus libros, en La agonía del eros. El marido y el cuñado de La vegetariana lo padecen.
De ese mundo monstruoso quiere huir Yeonghye, dejando de ser humana. Completa su fantasía vegetal, siente que ya no es un animal y que no necesita ningún alimento, solo estar al sol. Ha logrado dejar de ser lo que le obligaban a ser. En un sueño se ha visto:
«… cabeza abajo… Me crecían las hojas en el cuerpo y de las manos me brotaban las raíces… Estas se metían bajo la tierra… más y más… Sentí que me iba a salir una flor en el pubis, así que abrí las piernas. Las abrí mucho…»
Kang deja instalada una profunda duda sobre las posibilidades de redención para la humanidad. Al menos según Yeonghye, quien, aunque insiste en buscarla en el reino vegetal, solo puede dejar de ser: ¿Y por qué no puedo morirme?, llega a decir, y al hacerlo nos termina de conmover e interpelar. ¿Apartarse de la violencia extrema no es posible en un cuerpo/mente humanos?
El arte de hacerse preguntas
La surcoreana, que acaba de publicar su última novela, Imposible decir adiós, después de ser galardonada como la primera mujer asiática en recibir el Nobel, se hace preguntas: “Eso es para mí escribir. No escribo respuestas, simplemente me afano por redondear preguntas, trato de permanecer mucho tiempo dentro de ellas”. También lo hace Inhye, pero ella, educada al igual que su hermana, en la obediencia y la agresión, aunque sin los recursos psíquicos transgresores que despliega Yeonghye, al interrogarse muestra las marcas indelebles de su crianza, como si de otra clase de mancha mongólica, que tampoco hubiera desaparecido con el paso del tiempo, se tratara. Se siente invadida por la culpa de no haber hecho suficiente, como si en cargar el peso del mundo sobre sus hombros femeninos consistiera su vida:
«¿Podría haber evitado que su padre alzara la mano? ¿Podría haber evitado que Yeonghye cogiera el cuchillo? ¿Podría haber evitado que su marido corriera al hospital cargando a Yeonghye en la espalda? ¿Podría haber evitado que su cuñado abandonara desalmadamente a Yeonghye cuando ella volvió del hospital psiquiátrico? ¿Podría remediar lo que su marido le había hecho a Yeonghye, eso que se había convertido en un escándalo barato y no quería volver a recordar? ¿No podría haber evitado todas esas cosas? ¿Que las vidas de las personas que la rodeaban se desmoronaran como una montaña de arena?»
Cuando finalizaba esta novela, exquisita y perturbadora, surcoreana y universal, Han Kang encontró algunas respuestas para sí misma: “Prefiero vivir en un mundo donde hay belleza y hay violencia. Y aunque todos nos movemos gradualmente hacia la oscuridad y la desaparición, no querría convertirme en planta”.
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