—¡Eureka!, exclamo yo por acostumbrada, antigua chanza, al verlo entrar por el portón del café.
El camarada Arquímedes se quita la boina bermeja, sobre cuya sudadera fulge la hoz y el martillo, inquietante símbolo universal creado por el fotógrafo y pintor moscovita Yevgueni Kamzolkin poco más de cien años atrás, la coloca sobre la mesita en que estoy esperándolo, al fondo del establecimiento, un poco escondida, segundo piso, en un rincón a mano derecha, y me saluda con un abrazo.
Somos amigos desde hace más de cincuenta años. “¡Medio siglo!”, cavilo para mis adentros casi con espanto. Lo conocí allá por comienzos de los setenta, cuando yo me inscribí en el Partido Comunista tan sólo para participar de su división, decidido a sumarme a las huestes que con Teodoro Petkoff a la cabeza sometían a una crítica descarnada no sólo la infame invasión de los gusarapos soviéticos por las calles de Praga, sino su propia pertenencia a una izquierda marxista-leninista ya para entonces agónica. Arquímedes, en cambio, decidió quedarse en el viejo partido, como con cariño y respeto llamábamos al PCV los del MAS recién fundado, libertario, irreverente y democrático hasta los tuétanos.
A pesar de la tajadura política, social y humana que provocó en la nación la irrupción del fenómeno chavista, plagándonos de insultos y desprecios, nunca hemos dejado de encontrarnos y de tertuliar, no pocas veces airadamente, acerca de los eventos de nuestro amado y apaleado país. Reivindico como virtud la de tener afectuosos interlocutores en ambos bandos, incluso entre sus sectores más extremistas, a lado y lado.
—¿Y ahora qué van a hacer?, le suelto al rompe.
Arquímedes no duda un instante:
—Defender la revolución, camarada, incluso con la vida.
Como en un flash back cinematográfico, pasan por mi mente las escenas épicas del asalto al Palacio de Invierno, Lenin, Trotski, la rebelión de la Liga Espartaquista en el Berlín de 1919, Rosa Luxemburgo, la larga marcha de Mao y Zhou, los partisanos yogoeslavos dando cara a los nazis, Vietnam, el asalto al Cuartel Moncada… ¡Todavía los hay!, cavilo para mis adentros con pena, piezas arqueológicas de una pulverulenta mitología revolucionaria que no conduce a ninguna parte.
—¿En serio tú crees que esto es una revolución?, le espeto sin contemplación alguna.
Le pronuncio mi habitual letanía. Es el relato de Chávez. A mi modo de ver, este chafarote decimonónico venido de la noche de los tiempos pisoteó nuestro aparato productivo al grito de guerra de “¡Exprópiese! ¡Exprópiese!”… literalmente devastó la economía nacional, y eso con diez años de anterioridad a las sanciones. Ya entonces, en 2007, TODA nuestra producción agrícola e industrial había caído en picada, sólo que andábamos embriagados por el festín petrolero, como siempre, y no veíamos, o no queríamos ver, la procesión que iba por dentro. De allí el ponzoñoso legado de desabastecimiento e hiperinflación que Maduro ha tenido que sortear con un ajuste liberal costosísimo en lo social. CAP y Petkoff redivivos. Es sabido que a los ajustes no se llega porque uno quiera sino porque no queda más remedio. “Ya Chávez había quitado tres ceros al bolívar, Arquímedes”, le memoro, “…y aún faltaba una década para las sanciones”. El denostado Petkoff recibió en 1996 un salario mínimo de 160 dólares y se lo entregó a Chávez 2 años después en 380 dólares y cuando el Comandante Eterno falleció (“…cuatro años antes de las sanciones”, le subrayo) ya andaba por los 100 dólares… y cayendo. La hiperinflación le estalló a Maduro entre las manos como una bomba de tiempo, y el novel presidente se dejó llevar por la perniciosa inercia chaviana, estatizaciones aquí y allá (remember Daka) y controles y más controles (de cambio y de precios)… y fue así como literalmente se destruyeron salarios y pensiones hasta volverlos sal y agua.
Arquímedes baja la vista abochornado… pero luego la alza hacia mí con fiereza bolchevique.
—Maduro estaba acechado por una oposición que no le dio cuartel desde el día uno, replica mi camarada amigo.
Diciendo verdades, le concedo la razón en eso: desconocimiento de los resultados de 2013 y La Salida un año después, con decenas de muertes por lado y lado. Arquímedes me recuerda además que hoy está controlada la inflación, que por tanto los salarios deben haberse incrementado relativamente, es decir, en su capacidad adquisitiva, y que el crecimiento del PIB de Venezuela es el mayor de toda América Latina.
—Puede ser, camarada, puede ser, pero nunca olvides que ascendemos del sótano 7 al sótano 3, pero está bien, le riposto yo, ascendemos…
Mi diatriba continúa con la colonización de todos los poderes, echando mano para ello de los camaradas más leales, “…como hizo Stalin luego de ser designado Secretario General del Partido Bolchevique”, le digo, en nuestro pedestre caso desde 2006 en adelante, contraviniendo de esta guisa Chávez su propia Constitución, redituando de la estúpida abstención de sus opositores un año antes. ¡Designó a su vicepresidente Fiscal! Mandó cancelar las interpelaciones parlamentarias y sojuzgó la Contraloría a los dictados del partido, lo que coadyuvó con la más purulenta y delirante corrupción de que se tenga memoria en nuestros anales republicanos. Acometió sin cortapisas la partidización de la Fuerza Armada, mancillando con deshonor las presillas de sus oficiales.
—Es en buena medida el origen de nuestra crisis política, le digo, desde que Chávez le puso la mano al 98% de los constituyentes de 1999 sin tener con qué, mediante un truco, una jiribilla bochornosa, El “kino”, ¿recuerdas?, y eso con el voto sólo del 26,7% del total de electores.
—La revolución lo vale todo -me contesta.
Mirándolo a los ojos, que rutilan como dos tizones encendidos, comprendo que para alguien imbuido de una creencia revolucionaria, así sea para sublimar una pedestre hambre de poder, los modos enrevesados de una democracia liberal son prescindibles.
—El parlamentarismo es el establo de la burguesía y el Derecho es la voluntad de la clase dominante convertida en ley -me argumenta mi camarada amigo, citando a Marx.
Yo trato de hacerle ver que esa democracia no es burguesa sino también y tal vez ante todo proletaria, conquista civilizatoria del movimiento obrero europeo del siglo XIX y del siglo XX. Le explico que, como ha demostrado la historia, sin resguardar la democracia liberal representativa como a la niña de nuestros ojos, el poder del Estado se acrecienta y la democracia participativa, ésa que en un horrible castellano la Constitución llama protagónica por querer decir con protagonismo popular, no pasa de ser sino una quimera.
—Ya lo escribió el camarada Montesquieu: Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder.
Pero Arquímedes me replica con una constatable certitud, por desoladora que sea: de las dos pestíferas heredades de Chávez, una crisis económica de proporciones bíblicas y la máquina atroz del partido-Estado, esta última ha sido un bienaventurado legado sin el que nunca jamás Maduro habría estado en capacidad de darle cara a la borrasca que le ha tocado en gracia: tres sangrientas insurrecciones civiles, cinco golpes de Estado, al menos un atentado, varias amenazas de invasión militar extranjera, el bloqueo gringo y el desconocimiento de medio centenar de países, entre los cuales diecisiete de los veinte más prósperos de la tierra.
En cualquier caso, yo le insisto en que unas instituciones ocupadas por conspicuos camaradas del partido, tropelía en contra del espíritu de la Constitución, ninguna credibilidad pueden suscitar entre los ciudadanos, lo que vulnera un componente esencial a todo régimen político que no se quiera ejercer dictatorialmente a contrapelo de la opinión de la gente, con muertos, presos políticos, torturados, censura y toda la panoplia de abusos, atropellos y violaciones a los derechos humanos a que puede llegar un régimen autoritario de partido-Estado:
—La legitimidad, camarada, la legitimidad… -le largo yo-, ese don intangible a partir del cual se gesta el consentimiento de los ciudadanos hacia el mando del Príncipe, concepto tan caro a Maquiavelo en que se fundamenta el de hegemonía de Gramsci.
De seguidas le pregunto si en serio piensa que alguien puede creer en los números que anuncia el camarada Amoroso (sean ciertos o no), o en las alambicadas peroratas del camarada Tarek, o en cualquier sentencia que pronuncie la camarada Beatriz por abundosa que sea en jurisprudencias, y citas de códigos y leyes, y besos amorosos a la bandera rasgada de la Constitución.
—Difícil, Arquímedes, muy difícil… así que ven para decirte lo que yo haría si fuera Maduro para ganarme la posteridad con honor…
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