El pasado martes, en el Congreso, tuvo lugar un acontecimiento singular que gracias a la sensacional ayuda de internet podemos en nuestras casas volver a evocar tantas veces como queramos. Fue el discurso de la diputada Cayetana Álvarez de Toledo en el debate sobre el reconocimiento de Edmundo González Urrutia como ganador de las elecciones presidenciales venezolanas y, por tanto, como legítimo nuevo presidente del país. No solo constituyó una excelente demostración de oratoria parlamentaria, de las que se oyen muy pocas en nuestra cámara, en apoyo de una causa políticamente justa, sino también y yo diría que sobre todo fue una auténtica lección acerca de en qué consiste la democracia hoy y quiénes son sus enemigos. La próxima vez, seguramente pronto, en que alguien vuelva a decirnos (repitiendo lo que ha oído) que está muy preocupado o preocupada por la amenaza que representa el crecimiento de la ultraderecha para nuestro sistema de libertades, podríamos hacerle ver si tiene paciencia el discurso de Cayetana sobre las diez razones para reconocer oficialmente la victoria del candidato González Urrutia. Y después, si insiste en lo de la ultraderecha y somos algo malhablados, podemos tranquilamente llamarle gilipollas. Por cierto, es relevante destacar que tampoco la chusma izquierdista que llama «ultraderechistas» a González Urrutia o a María Corina Machado niega que hayan ganado los comicios. Lo que dan por hecho es que, aunque hayan ganado, dada su ideología, no tienen derecho a ganar. Me recuerdan aquel genial chiste de Mingote en el que una beata comentaba preocupada las novedades del Concilio Vaticano II a un señor de aspecto tenebroso que la tranquilizaba: «No se preocupe, señora. Al Cielo, lo que se dice al Cielo, vamos a ir los de siempre».
En su intervención, Cayetana señala la importancia del respeto a la verdad como fundamento del funcionamiento democrático. Las elecciones, que tienen un procedimiento frecuentemente engorroso y siempre susceptible de fallos, no son una molestia caprichosa que se acepta por el respeto burgués a las formas (la democracia formal que tanto oímos denostar en nuestra juventud, cuando nos rodeaban «revolucionarios» que hoy ocupan carteras ministeriales y se sientan en consejos de administración) sino por algo mucho más grave: para impedir la guerra civil. Cuando la situación política de un país adquiere aspectos inquietantes, los bienintencionados o hipócritas (nunca logro distinguirlos bien) recomiendan «diálogo», la panacea de los autócratas que quieren que les dejen seguir siéndolo. Y para que el diálogo no sea simple parloteo que a nada conduce ni nada resuelve, es preciso desembocar en unas elecciones lo más limpias que sea posible. A eso se vio empujado por las circunstancias internacionales el autócrata Maduro, no sin poner todas las trabas y falsificaciones imaginables. Debió de pensar que, como en anteriores ocasiones, la mayoría de los venezolanos se le entregarían, para no enfrentarse a lo que parecía irremediable. Pues esta vez no fue así: movilizados por una líder valiente, carismática y sobre todo sensata, se alzaron y rechazaron con sus votos al grotesco aspirante a dictador que otra vez pretendía escamotear sus voluntades y ponerlas a su servicio. La gente dijo «¡Maduro no y mil veces no!», pero lo dijo claro y fuerte para no tener que coger armas y lanzarse por la vía de la sangre. Los resabiados cautelosos que desde fuera apoyaron a Maduro mientras duró (y a su petróleo y su narcotráfico) aconsejan prudencia (es decir, negación) antes de aceptar el evidente y abrumador resultado electoral. Los países europeos que están minando, quizá definitivamente, la esperanza y la confianza en Europa aconsejan no precipitarse en reconocer presidente a González Urrutia, para no cometer el «error» que hicieron con Guaidó. Como si el error no hubiese sido retroceder a las primeras de cambio en el apoyo a Guaidó, como si la situación de Guaidó y la del elegido González Urrutia fuese la misma.
¿Y el ejemplo? En un continente que ha padecido y sigue padeciendo terrorismo guerrillero, falsear tranquilamente unas elecciones y que eso no despierte escándalo y sanciones internacionales es la peor lección que puede darse. Después de eso, ¿cómo vamos a pedir a nadie que renuncie a la violencia y se someta a las normas democráticas? Actuar internacionalmente contra el dictador Maduro es algo que debe hacerse por nuestro propio interés y no solo por el de los maltratados venezolanos. Es una tarea que por razones históricas y culturales debería encabezar España en Europa, aunque a la vista del desapego con el que Sánchez recibió a González Urrutia en la Moncloa, nuestro gobierno no está por la labor. Claro, para Sánchez, los procedimientos autoritarios de Maduro no son un mal ejemplo, sino más bien un modelo a seguir. Y de Podemos, Sumar y demás escoria política para que hablar. ¡Cómo van a combatir en Venezuela lo que precisamente quieren ellos para España!
El día de los comicios me puso un WhatsApp desde Caracas una muy querida amiga, para decirme que ella y su madre ya estaban vestidas y arregladas para ir a votar. Por la hora en que me mandó el mensaje, lleno de sano optimismo, calculé que aún faltaban un par de horas para que abrieran los colegios electorales. Me emocionó imaginarlas, guapas y formales, dispuestas a cumplir su deber democrático, esperando el momento de iniciar su liberación política. Que, ay, aún no ha llegado.
Ánimo, amigas, os mando un beso de corazón,
Fernando Savater.
Artículo publicado en theobjective.com
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