Al principio de todo estaba 1959.
En aquel año, dos formas de mirar el cambio en las sociedades brotaron con fuerza desigual en la región para continuar enfrentándose sin pausa hasta nuestros días. La fortuna de la izquierda latinoamericana quedó echada desde ese momento y se repartió en dos alforjas. La bifurcación fue como sigue: 1. una corriente autoritaria, la más seductora y persistente; y 2. una tendencia democrática, la cual pese a su deambular inseguro y su presencia esporádica, siguió pesando en algunos momentos decisivos.
Antes de analizarlas en detalle, escudriñemos primero su origen histórico.
Así pasó. En enero de 1959, Fidel Castro marchó sobre La Habana en medio del desbande del ejército de Batista. Un mes después, el 13 de febrero, Rómulo Betancourt juraba a la presidencia de Venezuela.
Desde los años cuarenta, ambos hombres se habían enlistado en la llamada Legión del Caribe y compartían una cercanía condimentada con planes conspirativos. Su amistad se reanimaba entonces en un momento insospechado un par de décadas más tarde. Cuando en 1947, ambos planificaron desde Cayo Confites, Cuba, el fallido derrocamiento del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, estaban muy lejos de pensar en que asumirían casi al mismo tiempo las jefaturas de Estado de sus respectivos países.
Así, cuando Castro decidió tomar un vuelo urgente a Caracas para celebrar el triunfo de su revolución junto a Betancourt, seguramente daba por descontado que el petróleo de Venezuela fluiría solidario hacia la isla. Sin embargo, un factor probablemente inesperado se atravesó en el camino de esta anhelada hermandad entre dos viejos luchadores. Aquel súbito escollo fue el modo antagónico en el que cada uno se percibía a sí mismo en el ejercicio del mando. Betancourt creía profundamente en las instituciones; Castro, solo en sí mismo.
Pero entonces, ¿qué los mantuvo unidos entre 1945 y 1959? Se podría decir que ese pegamento fue la gran bandera de sus años mozos, a saber: el repudio a las autocracias militares que campeaban en América Latina a partir del auge del totalitarismo, convertido en moneda común con la llegada a escena del fascismo en Italia (1922) y el nacional socialismo en Alemania (1933).
La lucha contra las dictaduras era precisamente el centro de gravedad de la llamada Legión del Caribe, coalición internacional formada por los gobiernos democráticos de Cuba, Guatemala, Haití, Venezuela, Argentina y México, y las oposiciones políticas de la República Dominicana, Nicaragua y Costa Rica. Bajo el liderazgo de Juan José Arévalo, el vigoroso presidente guatemalteco electo por el 85% de la población votante el 19 de diciembre de 1944, el objetivo legionario era derrocar a Trujillo en Santo Domingo, a Anastasio Somoza en Managua y a Teodoro Picardo en San José. Solo se logró este último propósito gracias a lo cual José Figueres pudo proclamar la segunda república en su desmilitarizada Costa Rica en el año 1948. El motor de la Legión era el rechazo a todos los totalitarismos, los de izquierda y los de derecha. Sus integrantes eran vagamente nacionalistas, modernizadores, progresistas y anticomunistas. Puede resultar llamativo que Fidel Castro, a sus 19 años, haya sido de la partida.
Ya para 1959, la Legión se había disuelto debido a la reacción disuasiva y feroz de las dictaduras a las que enfrentó. Sin embargo, las fuerzas desatadas por los legionarios Castro y Betancourt en sus países, habían llevado a que los dictadores Batista de Cuba y Pérez Jiménez de Venezuela terminaran siendo derribados. El escollo para que ambos líderes emergentes no pudieran unirse en una nueva alianza continental a ser suscrita en 1959 fue, como ya se señaló, que mientras Castro tomó un rumbo autoritario, Betancourt perseveró en la ruta trazada por otros miembros de la Legión como el dominicano Juan Bosch, el costarricense José Figueres o los guatemaltecos Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz.
Un choque intercaribeño
Cuando, en enero de 1959, Castro pisó suelo venezolano, llevaba un ostentoso fusil colgado del hombro. El hombre más interesado en recibirlo aquel día era el vicealmirante Wolfgang Larrazábal, uno de los participantes en el derrocamiento del general Marcos Pérez Jiménez un año atrás. El hecho es que el apuesto marino acababa de perder las recientes elecciones ante Betancourt con un rezago de 19 puntos porcentuales. El líder cubano entraba entonces a darse un baño de multitudes a Caracas solo semanas antes del cambio de mando y se topaba con un campo político emergente fracturado y competitivo, que Cuba creía estar superando a partir de la victoria militar del Movimiento 26 de Julio (M-26) dirigido por Castro.
Larrazábal dirigía la Unión Republicana Democrática (URD) y había logrado el respaldo del Partido Comunista (PCV) para su candidatura. A lo largo de su breve mandato presidencial, transcurrido del 23 de enero al 14 de noviembre, no solo había pretendido ganar popularidad desde el timón del Estado, sino que, en el marco de su política internacional, había enviado armas a los Castro. En tal sentido, podría decirse que cuando Fidel aterrizó en Caracas, dos partidos locales se disputaban su simpatía: Acción Democrática (AD) de Betancourt, la fuerza ganadora; y la URD de Larrazábal, destinada a conducirse en la oposición desde febrero. Vale la pena añadir que este último partido había ganado en Caracas, pero perdido en el resto del país. En el contexto de la visita del comandante barbudo a la capital de Venezuela, el vicealmirante era por tanto el anfitrión natural.
Fidel Castro fue vitoreado en la plaza El Silencio de Caracas. El entusiasmo por su figura impaciente y rebelde era desbordante. El líder del M-26, vestido con uniforme, concentraba las ilusiones de los que encontraban en él la renovación radical de los códigos de enunciación política. El cigarro o puro del cubano entraba en competencia tabacalera con la infaltable y quizás más aristocrática pipa de Betancourt.
Ante la multitud caraqueña, el jefe de Estado cubano mencionó brevemente al presidente electo y fue respondido por una aguda e inesperada rechifla. Eran los militantes de la URD y muchos otros de militancia comunista. Ahí Castro entendió claramente que, para la gente, Betancourt no parecía compartir su mismo hábitat político. Cuando ambos hombres se reunieron para parlamentar en privado, la relación ya sufría cierto deterioro. No se sabe con exactitud si allí Fidel le pidió algo y tampoco si Betancourt se lo negó, pero el hecho constatado meses después es que, a su regreso a La Habana, Castro diseñó y puso en marcha una agresiva campaña no solo para desacreditar al político de la pipa, sino incluso para derrocarlo. El odio de Castro a Rómulo Betancourt solo iría en aumento a medida que el jefe de AD se afianzaba electoralmente en su país y daba paso a un esquema de alternancia en el poder, que pronto se convertiría en un modelo democrático y competitivo de los postulados radicales y autoritarios de la Revolución cubana.
Tomar el mundo por asalto
Una vez concentrado el poder en La Habana, Fidel Castro se planteó metas ambiciosas, quiso primero adueñarse del Caribe. Al finalizar aquel discurso en Caracas exclamó: “Nos vemos en Santo Domingo”. Cinco meses después, envió una expedición armada a la República Dominicana con la intención de derrocar a Trujillo y dar por alcanzada la meta de Cayo Confites. La operación de desembarco tuvo lugar en Estero Hondo y fue un nuevo desastre para los enemigos del dictador.
Exactamente un año después, Trujillo organizaba un atentado mortal contra Betancourt. El coche bomba explotó a pocos metros del vehículo presidencial sobre la avenida Los Próceres de Caracas. El líder venezolano logró salir del coche con el fuego adherido a sus extremidades superiores. En un acto espectacular ocurrido el mismo día, Betancourt apareció en las pantallas de la televisión con las dos manos vendadas. El pueblo veía a su presidente con dos prominentes mitones blancos. De forma enfática acusó a la dictadura dominicana de haber intentado un magnicidio. Castro y Trujillo, el Caballo y el Chivo, empezaban a frecuentar un mismo corral.
Desde entonces, Rómulo Betancourt sería el blanco de las cofradías autoritarias de dentro y fuera de Venezuela. A pesar de su popularidad, no rebasaría más de un mandato presidencial y ayudaría a que sea su partido y no su persona, el que prolongue los cambios que él detonaría, entre ellos, el más importante: la reforma agraria.
A partir de 1961, el Partido Comunista de Venezuela (PCV) y una fracción disidente de AD (el MIR) iniciaron una serie de acciones armadas, respaldadas por el gobierno cubano y orientadas a derribar a Betancourt y a la democracia que él personificaba. La ofensiva combinó el terrorismo urbano con los levantamientos castrenses y la guerra de guerrillas. Los actos insurreccionales se extendieron hasta 1967 cuando el sucesor de Betancourt, Raúl Leoni, siguió sosteniendo la resistencia.[1] El hombre que puso a los guerrilleros contra las cuerdas sería nada menos que Carlos Andrés Pérez (CAP), ministro del Interior del momento y la principal víctima de Hugo Chávez en el siglo siguiente.
Ya para 1961, Castro había decidido alcanzar la estabilidad de su gobierno mediante la protección nuclear de la Unión Soviética. En contraste, Rómulo Betancourt se convertiría en uno de los mejores amigos del presidente Kennedy. La Guerra Fría estaba instalada en América Latina y la izquierda hemisférica se colocaba en los dos extremos de la confrontación.
Que Castro se hubiera convertido en un líder comunista en tan poco tiempo, terminó de consolidar su deriva jerárquica, caudillista y sectaria. El tránsito hacia estas nuevas ideas, totalmente ajenas a la vida pública latinoamericana, puso en pie una doctrina que solo podía hacerse seductora a partir del enorme carisma del líder cubano. Había nacido la izquierda autoritaria, una versión tropical del estalinismo en estas tierras.
Dos definiciones
Habiendo pasado ya por el origen, revisemos los cuerpos y las musculaturas.
Entenderemos por izquierda autoritaria, una corriente política que, desde visiones rousseaunianas y marxistas, persigue la formación de un Estado en el que el poder se centraliza en el mismo grupo de individuos y en el que el pluralismo político queda eclipsado por la aplicación de una serie de reglas orientadas a sostener un monopolio de sus concepciones. La fuente de legitimidad de esta centralización del poder y de la represión política es la existencia imaginaria o real de una mayoría plebiscitaria que reúne una pertenencia simultánea a la nación, al pueblo y a la clase. Esa voluntad colectiva tiende a ostentar un carácter perpetuo, con lo cual la acción revolucionaria obliga no solo a mantenerse en guardia sin descanso, sino a sostener una agenda indefinida (casi infinita) de cambios que apuntalen el statu quo. La izquierda autoritaria es cultora de una democracia iliberal, que muchos de sus autores prefieren calificar como radical o subversiva.
En contraste casi de espejo, entenderemos por izquierda democrática, una tendencia política que, al haber fijado como su meta maestra, y no como mero procedimiento, a la democracia, concibe los cambios orientados a expandir la justicia social, como parte de un plan gradual o reformista que se aplica convenciendo al conjunto de la sociedad. Este recorrido obliga a la mesura y la paciencia, debe tolerar demoras y retrocesos, pero alberga la certeza de que solo los cambios consensuados tienen posibilidades de sostenerse en el tiempo.
Fidel Castro y Rómulo Betancourt son los precursores, en ese mismo orden, de ambas concepciones.
Los detalles faciales
El primer pilar de la corriente autoritaria surgida en Cuba tras la fallida invasión de exiliados ahogada a morterazos en playa Girón, fue la centralidad de la violencia como modo de acceder al poder político. Con la ayuda filosófica del joven académico francés Régis Debray, Fidel Castro y el argentino Ernesto Che Guevara sentaron en América Latina la teoría del foco. En esencia, lo planteado era muy simple: pequeños grupos combatientes, decididos a vencer, serían capaces de derrotar a los ejércitos regulares del continente. En consecuencia, no hacía falta esperar a que maduraran todas las condiciones sociales para una revolución. El foco era el atajo.
Desde 1961, la meta del gobierno cubano consistió en regar pólvora en todos los sitios posibles. El modo expedicionario, probado por la Legión del Caribe, se convirtió en el eje de todos los manuales diseñados hasta 1966 para la Conferencia Tricontinental celebrada en La Habana en enero de ese año. El designado para la tarea de infiltración fue desde ese tiempo el comandante Manuel Piñeiro Losada, Barbarroja. En una de las pocas entrevistas concedidas por él a la reportera Lucía Newman (1997), este “canciller de las guerrillas” explica que primero operó la Dirección de Liberación Nacional (DNL), dependiente del viceministerio del Interior cubano, que en 1975 pasó a convertirse en el Departamento América. Piñeiro estuvo a cargo de ambas oficinas.[2]
El uso de la violencia para conquistar el poder político contribuyó, tanto como el propio marxismo, a la cristalización de una izquierda autoritaria en América Latina.
Atravesada por las bombas y las balas, toda política deviene sin falta en centralizada (un estado mayor), jerárquica (aparato distribuidor de órdenes) e insensible al entorno civil (compartimentación y aislamiento de las partes). No hubo en el continente una sola guerrilla, desde las FARC hasta Sendero Luminoso, que no exhibiera estas características. El traspaso de las vanguardias armadas a la lucha legal entre los años setenta y noventa del siglo XX arrastró consigo los tres rasgos señalados y tributó a la forja de caudillos insustituibles y testarudos, que asolaron las democracias latinoamericanas en el siglo XXI.
El marxismo puso bastante de su parte en este proceso. Nacida como una doctrina económica de la pluma de Marx, su principal inspirador, ya a partir de 1883 bajo el relevo de su socio más próximo, Federico Engels, la obra marxiana fue transformada por una decena de intelectuales europeos en una ideología.[3] Este cuerpo discursivo experimentó sobre todo en el siglo XX, un uso sofisticado de agitación y propaganda. Su principal mérito publicitario fue proyectar a la arena política las formas básicas de la economía. Así, metáforas o conceptos económicos como el de la clase social fueron convocados e inyectados a la vida pública. De pronto, grupos de seguidores de un conjunto de metas puramente políticas, terminaron como supuestos representantes de una u otra clase social y por tanto de sus intereses materiales extrapolados. Esta proyección fue acompañada por la sensación de que solo la detección oportuna de los apetitos económicos en disputa constituía la política “verdadera”, tildando todo lo demás como meramente superestructural o aparente.
¿Cuál fue la consecuencia concreta de este modo declarativamente marxista de hacer política? En América Latina, las atribuciones clasistas que se imputaron a los actores llevaron a que la izquierda se ataviara del rol de reflejar los intereses de los más pobres y explotados. En contraste, los portadores de otras identidades ideológicas forzosamente debían ser catalogados como representantes de los ricos. Lo peor sucede cuando la izquierda gobierna. Su alejamiento del poder ya no puede ser considerado como mera alternancia o tropiezo. El dramatismo clasista pasa pronto a convertirse en histeria. Cuando la izquierda deja el poder, entonces se da por seguro que las clases adineradas tomarán las decisiones y repondrán una especie de opresión, que se imaginaba definitivamente superada. Ya no se trataría de un mero cambio de orientación gubernamental, sino de una revolución conservadora, de un cataclismo para los liberados.
Como resultado final de este esquema mental teatralizado, el adversario de la izquierda autoritaria deja de ser un sujeto desorientado o equivocado al servicio de una oligarquía y rápidamente adquiere un carácter supuestamente fascista. Ese termina siendo el enemigo a elegir y combatir, un actor inventado o real que se complementa perfectamente con una izquierda jerárquica, vertical y sectaria. En la Venezuela de Nicolás Maduro, en 2024, se hicieron esfuerzos sobrehumanos para tratar de convertir al apacible diplomático Edmundo González Urrutia en una bestia parda y genocida. Solo la prefiguración del enemigo como catástrofe punitiva y terminal permite que la izquierda autoritaria se mueva cómoda por el escenario. En ese sentido, para Fidel Castro un rival como Betancourt resultaba francamente exasperante. En cambio, figuras como Pinochet o Videla le permitían desplegar su artillería verbal cargada de imágenes con olor a pueblo.
Giro y continuidad
El 9 de octubre de 1967, Ernesto Che Guevara perdía la vida en el cumplimiento de las tareas decididas en la Conferencia Tricontinental del año previo. Que uno de los líderes más connotados de la izquierda autoritaria hubiese probado en carne propia la inviabilidad del método guerrillero produjo un giro sustancial en diversos círculos de poder de la época. Si bien la preparación de grupos armados no se detuvo en Cuba hasta bien entrada la década del ochenta, de forma simultánea, el gobierno de La Habana desarrolló una nueva línea estratégica dirigida a conseguir aliados más allá de las fronteras ideológicas.
Esta flexibilización ha sido mal registrada por los historiadores. Ya en 1968, por ejemplo, la amistad entre el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado del Perú y el régimen cubano fue marcando la pauta. En 1970, Fidel Castro decidió cancelar su apoyo a la guerrilla que organizaban los sobrevivientes del proyecto del Che en Bolivia.[4] Lo hizo porque empezó a entenderse con el general Alfredo Ovando Candia, presidente del país y declarado imitador de su homólogo peruano (ambos nacionalizaron empresas petroleras estadounidenses). Cuando el dirigente del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el argentino Luis Mattini (2015), le pidió personalmente su respaldo a las operaciones insurgentes, Castro volvió a decir que no. “No le podemos hacer eso a Perón”, habría sido su respuesta.
En el año 1979 se produjo la llegada al poder en Nicaragua del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Si bien los nuevos gobernantes habían profesado décadas atrás la teoría del foco, está demostrado que su triunfo, viabilizado en gran medida por Castro y otros presidentes de la región, fue producto de la citada flexibilización. La toma del poder en Nicaragua fue expresión de ese momento de irradiación no sectaria. Castro instó a los dirigentes del FSLN a sumarse a la corriente de los hermanos Humberto y Daniel Ortega, que proponía borrar de los documentos del grupo toda mención al marxismo leninismo y conformarse con metas nacionales extensas, cuyo horizonte fuera la democracia. Ello permitió que el FSLN fuera elegido para ocupar el centro de una amplia coalición de grupos e individuos de inclinaciones liberales.[5]
El hecho de que Daniel Ortega hubiese entregado el poder en 1990 a su rival pudo haber hecho pensar en que la izquierda autoritaria había mudado sus preceptos. No fue así, solo los flexibilizó en un arranque de sano realismo. Así, solo dos años más tarde, en Venezuela, un grupo de militares, prácticamente toda una promoción de excadetes, organizó en febrero un golpe de Estado contra el presidente constitucional Carlos Andrés Pérez. En las pantallas de la televisión aparecía por primera vez el rostro angustiado de Hugo Chávez Frías. La derrota militar de estos golpistas de izquierda los terminaría orillando a la ruta electoral. La izquierda autoritaria recuperaba nuevamente aliento.
La ola roja o rosa
Resulta hasta cierto punto desconcertante que, en el país de Rómulo Betancourt, el hombre que logró ponerle un límite fuerte a Fidel Castro, se haya reiniciado la larga marcha de la izquierda autoritaria por América Latina. Tras la victoria electoral aplastante de Chávez en 1999, uno a uno fueron girando hacia la izquierda los gobiernos de la región. Es posible hacer un mero rastreo cronológico de esta saga: Argentina y Brasil en 2003, República Dominicana en 2004, Uruguay y Chile en 2005, Bolivia en 2006, Ecuador en 2007, Paraguay en 2008, El Salvador en 2009, Perú en 2011, México en 2018, Colombia, Honduras y otra vez Chile en 2022. La lista, por su extensión indiscriminada, nos permite ahora mismo distinguir a varias identidades de una izquierda más democrática o menos autoritaria que, aunque consintió las menciones gloriosas a Cuba o a Chávez, fue capaz de reconocer sus derrotas electorales y permitir la alternancia.
Volvamos a esta lista de catorce gobiernos. El reinicio de la larga marcha comenzó en Venezuela y terminó de hacerse presente en México dos décadas después. Tras 20 años de cambios internos y ajustes realistas, toda la izquierda latinoamericana abrazó la paz y se ha convertido en poco tiempo en una inmejorable maquinaria electoral. Ello no significa sin embargo que haya abandonado sus matrices ideológicas. Más que una ruptura con los valores del pasado, percibimos una admirable continuidad. Dos hechos recientes nos permiten lucir semejante certeza.
La Reforma Judicial en México es quizás ahora mismo la plasmación más amenazante de estas ideas. Nos situamos en septiembre de 2024. Desde el partido de gobierno, el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), se asegura que se trata de una ampliación de la democracia. En la medida en que el Ejecutivo y el Legislativo ya emanan del voto popular, ¿por qué no aplicar la misma fórmula al poder judicial?
El dispositivo autoritario no está obviamente en la elección por voto popular, sino en otra parte. De acuerdo con los cambios constitucionales decididos, las listas de candidatos a los 1 633 cargos, asignados a personas juzgadoras, será confeccionadas por los tres poderes. En ellos, al momento de elaborar las nóminas, MORENA tendrá presencia mayoritaria. ¿Es realista pensar que no aprovechará el momento para organizar un poder judicial que le beneficie enteramente?, ¿por qué no habría de hacerlo? Lo que podría ocurrir y es probable que así sea, es que las boletas para el sufragio contengan los nombres de los preseleccionados del partido de gobierno y los de nadie más. Si así llegara a suceder, el elector real será el gobernante y no los gobernados.
El caso reciente de Venezuela podría ser analizado bajo el mismo parámetro. Al tener un control del Consejo Nacional Electoral (CNE), el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) firmó los acuerdos de Barbados con la certeza de que, si bien la oposición podría e iría a participar en los comicios del 28 de julio de 2024, la palabra final quedaría en manos de las instituciones dominadas por el chavismo. Ni siquiera la demostración documental de la victoria opositora parece ser capaz de mover a Maduro del poder. Tampoco, la opinión de tres líderes de izquierda como Gustavo Petro de Colombia, Ignacio Lula da Silva de Brasil y Andrés Manuel López Obrador de México. Maduro los calificó como parte de una “izquierda cobarde”. Quizás haya que corregir: menos autoritaria.
¿Estamos acaso ante un mismo modo de pensar la vida política?, ¿no está detrás de estas acciones un deseo de apoderarse del poder de forma indefinida?, ¿no correspondería pensar en que la izquierda democrática de Betancourt ha quedado exclusivamente recluida en el Chile de Gabriel Boric? La marcha de la izquierda autoritaria por América Latina prosigue y a momentos, para quienes la contradecimos, ya nos está pareciendo demasiado larga.
Notas:
[1] Cfr. Carlos Oteiza: Rómulo resiste (documental), Siboney Films, Venezuela. 2012
[2] Manuel Piñeiro Losada: entrevista con Lucía Newman, difundida por el programa de la televisión cubana La Pupila asombrada, 1997, La Habana, Cuba.
[3] Cfr. Christina Morina: Die Erfindung des Marxismus. Wie eine Idee die Welt eroberte, Siedle, Bielefeld, 2017.
[4] Elizabeth Burgos:“Cuba en Bolivia”, Encuentro de la Cultura Cubana, n. 44, primavera, 2007, pp. 129-141.
[5] Eduardo Sánchez Iglesias: “Capítulo 2. Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN)” 2019, en Jerónimo Ríos y José Manuel Azcona (coords.): Historia de las guerrillas en América Latina, Catarata, Madrid, 2019.