El próximo octubre, la Escuela de Letras de la UCV cumplirá 78 años. En su pródiga trayectoria, no ha limitado su acción al ámbito del lenguaje y la literatura. Ha sido, por generaciones, centro promotor del Humanismo y la Civilidad. Coordinado por María Pilar Puig Mares, se ofrece, esta semana y la próxima, un conjunto de textos de profesores y exprofesores de esa escuela. Confluyen textos especialmente escritos para este dossier, como el de María Fernanda Palacios —que aquí se ofrece—, y textos provenientes de archivos
Por MARÍA FERNANDA PALACIOS
DESDE LA RAMPA
VER EL LENGUAJE
Asumo en estas líneas mi oficio de costumbre como docente de la Escuela de Letras desde la portería de la UCV en la Facultad de Humanidades y Educación. Lo hago desde 1969, desde este lugar donde estudié y «aún aprendo». A pesar del bastón que uso por prudencia, puedo decir que no estoy cansada y a pesar de mi profunda inclinación elegíaca no voy a comenzar diciendo que cualquier tiempo pasado fue mejor. En enero de este año saqué la cuenta y me dije ¡Ya basta… jubílate! ¡Eso no duele..! Pero hay hechos que duelen más cuando no hay dolor. A finales de enero, camino a mi última clase chejoviana, todavía fresca la emoción de la anterior, sentí el júbilo de quien aún no lo han jubilado, ni lo desea… algo que confirmé la semana siguiente cuando en el piso de la rampa releo las palabras de Miguel Arroyo diciéndome una vez más, «tienes que aprender a ver… «. Aclaro que en las mañanas Letras presta sus aulas a la Escuela de Artes y ellos tuvieron el buen tino de copiar esta cita en la rampa, rumbo a las aulas. Ese «ver» es la clase que allí nadie da y de la cual todos aprendemos: es la que nos «enseña» qué hacen allí las letras junto a las artes. «Ver», para Miguel Arroyo, era ante todo «ver» los lenguajes que las letras y las artes enseñan, educan, humanizan. Este llamado a «ver» reclama una atención distinta de la que se exige a la entrada para otras facultades. También vagabundea por allí otra inscripción que no está a la vista: «Ya estabas aquí antes de entrar y seguirás dentro después que te marches». Quizá algunos recuerden haberla leído en Jacques le Fataliste, la novela de Diderot, pero aquí ella resume lo que sucede a quienes pasan por la nave de Letras, entrañada como está en la educación y las humanidades, navegando en el inquieto y singular presente de cada pasajero. A esto apunta aprender a «ver» el lenguaje: quien ya sabe leer no lo había visto y quien aprende a verlo comienza a escucharlo. Era el suyo y no lo conocía.
EN EL PASILLO
LA AGUJA DE DIVERSOS
Anoto aquí impresiones arbitrariamente personales: tres cuartos de siglo es demasiado tiempo para que en ellas quede algo fresco de los acentos y tendencias que hoy agitan el pasillo. Pero es allí donde cobra realidad la Escuela de Letras. La historia institucional es apenas una faceta. Ni en el pensum, las actas o la data, ni siquiera en la larga lista de sus hijos ilustres, fundadores, profesores y egresados, hallaríamos su nervio o su aura. En el barullo azaroso, improvisado que te espera y asalta en el pasillo es donde sucede la parte impalpable e irrepetible del aprendizaje. En una educación que ostenta el calificativo de «superior», tratándose de la literatura, está bien recordar, con Lezama, que «las bases no tienen que estar por los profundos». En el pasillo confluye y refluye la tensión de unos pocos momentos de atención desigual y compartida en el aula. Lo que sucede en el aula, sale al pasillo, lo que sucede en el pasillo entra de vuelta al aula: es parte de lo que allí «pasa». En el pasillo está lo que circula, palpita, habla y sueña. Su realidad es un hervor… aquí la educación es una concha… es como el mar, un mar adentro, como el lenguaje antes de hacerse poema —lo escuchas e imaginas su oscura y oscilante luminosidad. Basta de poesía: escucha cómo habla el pasillo y notarás que las motivaciones y expectativas de los estudiantes no tienen la homogeneidad de otras carreras. Notarás lo difuso de «Letras» como profesión, la aventura que supone como formación y el desasosiego que brota cuando aparece el impulso de una vocación. Letras carece de un horizonte común donde luego se pueda ubicar y aplicar lo aprendido. Semejante integración se da por sí sola: comienza en lo inconcluso de cada destino. Letras, «aguja de diversos», diría Lezama. Letras, no un horizonte sino una frontera, un puerto dentro de la Universidad, puerto de embarque de nuestras humanas facultades en medio de la encrucijada que han sido y siguen siendo las Humanidades.
EN EL AULA
LA TRAVESÍA
A la salida de un seminario sobre Kafka, a finales de 1977, un estudiante que estaba por retirarse de la Escuela me dijo en dos palabras por qué la clase lo había hecho quedarse: «—porque aquí siempre pasa algo que no quisiera perderme —dijo— …y no es lo mismo leer solos.» Eso mismo siento yo. Lo que «pasa» es el hecho docente. El asunto no está en «terminar la carrera». La clase es una nave —una «criatura sensible» dijo Conrad— donde comienza el viaje; los estudiantes son tripulantes. A veces se embarcan «pasajeros» y nunca escasean unos cuantos sin pasaje… De éstos me gustaría contar muchas cosas, no aquí, sino a bordo del «Kafka». Cada puerta del pasillo es un viaje y un barco donde la expectativa y el hervor del pasillo se articulan siguiendo un ritmo de faena en común. Lo que tiene de peculiar esta es que aquí, como diría el poeta, «la semejanza no coincidirá con lo homogéneo». Una vez que llegan al puerto de la Licenciatura, habiendo recorrido todos las mismas rutas y corrido los mismos riesgos, su formación no será uniforme: la forma, el giro, la densidad y el temple con que cada uno asimila y lleva consigo lo aprendido es única y tan provisional como profesional. Pero en todos habrá algo entrañablemente común por lo distinto. La educación superior, la «carrera», imaginadas así, como un viaje, es una navegación de cabotaje, sujeta a demoras y a servicios de tierra, reglamentos y burocracia. Letras no es una excepción: cada tripulante estará más o menos inconforme (es lo deseable) con sus rutinas, cada uno será más o menos diestro en algunas faenas y estará más o menos interesado o entusiasta ante lo que está aprendiendo a ver…. También aquí existen asignaturas obligatorias y unas pautas de evaluación que contradicen la entraña, la esencia y el sentido de la literatura, las artes y las humanidades. Creo necesario insistir en que lo dicho solo se refiere a la Escuela de Letras de la UCV, y a la manera en que allí aprendí a verla, viéndome en lo que hago. Tampoco la entraña y esencia de la Literatura es la misma en todos los «barcos», los hay que son criaturas menos sensibles.
Más de una vez he tenido que dar una clase introductoria a los estudios de Letras en la materia «Literatura y Vida» ante un grupo, de «nuevos», pasaje en mano, entre los cuales algunos han publicado ya un libro de poemas o tienen un cuento premiado y otros leyeron una novela que les cambió la vida, cuyo autor nunca escuché nombrar, pero muchos están allí porque los pasajes para Computación se agotaron, ya no hay cupos para Administración, o el promedio no les daba para Ingeniería, sin embargo, en verdad, creo que la mayoría no sabe bien por qué todavía necesitan un título universitario… y ante semejante aprieto, no me arriesgo con justificaciones que despertarían más desconfianza en unos y desánimo en otros, confío en que sea la vieja savia de la sabia lengua castellana quien les diga por qué alguien quiere estudiar letras y en qué consiste este barco-escuela. Entonces, como cuando era niña, en Macuto, me dejo llevar del brazo a la orilla del mar, recordando aquel romance que comienza exclamando: «¡Quién hubiera tal ventura /sobre las aguas del mar /como hubo el infante Arnaldos/ la mañana de San Juan!» y el infante «vio venir una galera /que a tierra quiere llegar » … y sigo recitando cómo el Marinero que la guía «diciendo viene un cantar, / que la mar ponía en calma, / los vientos hace amainar; / los peces que andan al hondo, / arriba los hace andar; las aves que van volando, / al mástil vienen posar. ⁄ Allí habló el infante Arnaldos, / bien oiréis lo que dirá: / —por tu vida, marinero, dígasme ora ese cantar. / Respondióle el marinero, / tal respuesta le fue a dar: / —Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va». Ese cantar que don Ramón Menéndez Pidal traduce como el latido estremecedor del gran océano: la poesía, es la entraña de estos estudios cuya materia prima es la lengua y donde hablar es contar un cantar. Nunca he sentido que una lectura lenta y en voz alta de este romance no dejara una gota al menos de amistosa curiosidad en los más desorientados y una sonrisa cómplice en los más avisados.
EN LA MOCHILA
«EL OTRO LADO DEL BOTÍN» (R.C.)
En la Escuela de Letras suele ocurrir que al cabo de un cierto tiempo: unos cuantos semestres, varios años y hasta una o dos décadas, reaparecen de pronto en el pasillo antiguos estudiantes, oyentes y hasta viajeros frecuentes, retomando aquel hilo, misteriosamente fresco, de algún «resto», de algo que siguió latente, como emboscado en la mochila… y llegan «como siempre», como antes, sin premeditación y alevosía y una poca melancolía, porque regresan al lugar de los hechos… ahora; es decir, después. En el reino de la literatura ahora es después y después sigue siendo ahora mismo.
En francés la expresión «l’esprit de l’escalier» equivale a no dar con la réplica adecuada en el momento, sino después, cuando ya estás en la escalera. Falta de «chispa», «quedado» — decimos aquí, poco pronto dirá el italiano. Lo señalo porque esto es parte necesaria en los estudios de Letras: que al lado de la volea que nos espabila al romper, exista otro decir que pide abanicarse para «prender». En una clase, digamos, por ejemplo, se leyó un texto, cada quien lo habrá «presentado» o comentado a su manera, un profesor lleva notas, otro no, algunos alumnos toman apuntes, otros no; el profesor, los alumnos hacen preguntas, a veces las responden, otras no. Pero en una clase de literatura siempre queda aquel «resto» que no se habla, una explicación que se queda corta, una pregunta que no se formula, algo inconcluso quedará pendiente y se dispersa cuando nos levantamos del asiento, se cierran las mochilas y salimos de nuevo al pasillo. Aprender a ver lo que se escucha o se lee contará con este contragolpe del sentido, lo espasmódico de un significado «haciéndose» que se contrae o expande caprichosamente en cada conciencia: una extrañeza capaz de suspender en pleno vuelo nuestra lucidez.
El ufanarse de comprenderlo todo instintivamente «porque soy sensible y siento… y cualquier racionalización sobra» — es una actitud que abunda entre nosotros. Tampoco faltan quienes piensan que adoptar una teoría y aplicar un método permite comprenderlo todo sin sentir, piensan que el sentimiento sobra… y hasta dejan de sentirlo. Lo razonable consiste, obviamente, en reconocer que ni el sentimiento tiene por qué desconfiar de la inteligencia, ni la inteligencia por qué despreciar los sentimientos. El término medio suena tan sencillo… pero creo que en una escuela de letras no pasa de ser una comodidad. Forzosamente aquello que tenemos que enseñar o aprender a ver, te obliga a plantarte en medio de esa constante tensión, arrimarte al punto en que estas humanas facultades chocan, y tienes que arriesgarte, sosteniendo, templando (y temblando) la tensión entre el instinto, la emoción que acomete y la muñeca que sabe cómo orientar su embestida. En esta Escuela de Letras, quien quiera enseñar o aprender a ver, tarde o temprano se da cuenta de que en la frontera de los estudios, tanto a la entrada como a la salida del aula, la atención se relaja y la tensión se libera dispersa en varias direcciones, las impresiones y las reacciones se multiplican y «el centro no puede contenerlas». Comprender sin ideas preconcebidas, que la inteligencia y el sentimiento, en abstracto, no se excluyen pero que el secreto del lenguaje, su fuerza vinculante, se impulsa y vive dentro de esa desgarradora separación, es la clase que nadie puede dar… y por ventura, muchos la reciben cuando desde la mochila, una mañana de San Juan, escuchan con el infante, el eco de aquel cantar…….
Desde la rampa me despido, ha llegado el esprit de l’escalier… y sin que puedan oírme les digo: «si no veis a nadie, si os asustan / los lápices sin punta, si la madre / España cae —digo es un decir— / salid, niños del mundo, id a buscarla!…»
Después, en casa, a veces releo Falsas maniobras y me digo: ojalá que al fondo de sus mochilas encuentren también unas ganas sin prisa, sin fecha, de buscar eso: el otro lado del botín.
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