
Quizás la auténtica sabiduría sea sostener la antorcha de nuestras convicciones sin miedo a que el viento de la realidad la apague
De Sócrates a Corea del Norte, ¿por qué la verdad absoluta es el más peligroso de los espejismos?
La certidumbre es el fuego que calienta el alma en un mundo helado de incógnitas. Nos sostiene, sí, pero también puede quemar, es la misma luz que guía al navegante y ciega al fanático. Anhelo del espíritu y prisión del pensamiento, su dualidad ha moldeado imperios, inspirado revoluciones y justificado atrocidades. ¿Cómo algo tan humano como buscar certezas se convierte en la semilla de nuestra propia destrucción?
En un cosmos indiferente, la certeza es el ancla que evita el naufragio. Kierkegaard lo sabía, sin ella, la angustia existencial devora. La fe religiosa, las leyes científicas, incluso el amor, son formas de certidumbre que tejen un mapa para sobrevivir al caos. Consideremos al físico que dedica décadas a probar una teoría, lo hace movido por la convicción de que el universo tiene reglas. Sin esa seguridad, la investigación sería un viaje a la deriva. O pensemos en las madres que recorren kilómetros por agua en África; avanzan porque creen, con certeza férrea, que sus hijos merecen vivir. La duda aquí no es virtud, sino lujo de quien nunca ha tenido sed.
Sin embargo, ¿qué ocurre cuando el ancla se convierte en grillete? La historia está escrita con sangre de quienes confundieron certeza con infalibilidad. La Inquisición quemó a Giordano Bruno por dudar del geocentrismo; Stalin envió a disidentes al Gulag en nombre del «socialismo científico». Ambos creyeron poseer la verdad absoluta, uno y otro legaron horror. Hoy, Venezuela es el espejo roto de una certeza convertida en fanatismo. La promesa revolucionaria de justicia se rigidizó en dogma, persiguió a los herejes del chavismo mientras la economía colapsaba. Aquí, la «verdad» política no se discutía, se imponía. El resultado no fue el paraíso socialista, sino una diáspora de más de siete millones. Corea del Norte lleva esta lógica al extremo, en Pyongyang, la certidumbre no es elección, sino mandato. El régimen no solo controla cuerpos, sino mentes: reescribe la historia, quema libros y castiga hasta el susurro de duda. Su «verdad» es una jaula de oro donde un pueblo cree vivir en abundancia mientras el mundo avanza fuera de sus muros.
En la arena pública, la certidumbre es teatro y látigo. Churchill ganó una guerra proyectando seguridad inquebrantable; Hitler movilizó masas con consignas simples y falsas certezas, «Alemania para los alemanes». Las sociedades libres, sin embargo, exigen líderes de convicciones y ciudadanos que las cuestionen. Roosevelt impulsó el New Deal creyendo en el Estado benefactor, pero aceptó ajustarlo cuando la realidad lo exigió. La clave fue equilibrio, certeza flexible, no doctrina rígida. Mientras Europa debate hoy cómo regular la inteligencia artificial -aceptando que nadie tiene todas las respuestas-, regímenes como el de Maduro insisten en recetas fracasadas. La diferencia no es ideológica, sino de humildad intelectual.
¿Cómo escapar de esta trampa? La respuesta no está en la duda perpetua -que paraliza-, ni en la certeza dogmática -que destruye-, sino en abrazar lo que el filósofo Karl Popper llamó «racionalidad crítica»: creer, pero siempre dispuesto a revisar. Cuando Einstein refutó a Newton, no lo hizo por capricho, sino porque las pruebas lo exigían. Ambos genios compartían una certeza, que la realidad puede entenderse, pero nunca dominarse. La vida, al fin y al cabo, es un desierto donde la certidumbre es el oasis que nos permite seguir caminando. Pero solo los sabios saben que ese oasis puede ser un espejismo. Beber de él sin cuestionar su agua es condenarse a morir de sed.
Al final, la única certeza admisible es que nada es permanente. Como escribió Antonio Machado, «no es tu verdad, sino la verdad; y ven contigo a buscarla». Quizás la auténtica sabiduría sea caminar con los zapatos sucios de dudas, sosteniendo la antorcha de nuestras convicciones, pero sin miedo a que el viento de la realidad la apague. Después de todo, hasta el Sol, ese astro que creemos inmutable, es una fugaz llama en el universo.
@ArmandoMartini
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