En algún texto leí, hace algunos años, sobre el efecto que provoca y es querido alcanzar por todo acto de terrorismo, a saber, que inundadas las víctimas que sobreviven por el terror no encuentran más salida que transformarse en terroristas, para sobrevivir y defenderse. Es la forma más perversa de deslegitimación de la ética política que le interesa a todo terrorista, en modo de que nadie pueda juzgarle en su «libertad» para asesinar; que, al cabo, como lo dice Camus, es más la libertad que se ha da a sí al escoger su forma y momento de morir.
La cuestión viene al caso, justamente, por distintas circunstancias que observo en su evolución en América Latina. Una y en primer término, la práctica del «terrorismo de Estado» puesta en marcha –así la califica la Comisión Interamericana de Derechos Humanos– por el colegiado despótico que impera en la Venezuela militarizada, tras las elecciones del 28 de julio. En ese instante cede y llega a su final la lógica de la simulación democrática, para la que se prestasen importantes actores de la llamada oposición partidaria desde cuando la inauguran los integrantes de «la galaxia rosa»: título con el que Sebastián Grundberger sintetiza al Foro de São Paulo y su Grupo de Puebla. Y la razón huelga.
Tras la lucha y la negociación perpetua por las cuotas de poder, entre el sistema de partidos democráticos y el régimen que preside Hugo Chávez y tiene por causahabiente a Nicolás Maduro, desde finales del siglo XX queda reducida a eso la actividad política, a la cuota o a la parte de la torta burocrática que se reclama. Terminó quedando de lado el país víctima, cuya orfandad se hace protuberante e hiperbólica a partir de 2018, cuando la nación se pulveriza y deja de discernir entre chavistas y antichavistas.
Vuelta diáspora hacia afuera y hacia adentro, la nación, partiendo de una clave afectiva producto de su dolor, del daño antropológico que se le ha irrogado, encuentra sobre el limen de las elecciones presidenciales a un ícono maternal y protector, el de María Corina Machado, que cede en su protagonismo y se lo entrega a la misma nación.
La derrota monumental que sufren Maduro y su régimen despótico, sobrepasándosele a sus reglas y formas electorales fraudulentas – las ensayan desde el referendo revocatorio de 2004 – ahora fija un lindero inconmovible, un imaginario social, a saber, la de la conciencia colectiva venezolana entre lo que está bien y lo que está mal, entre el mal absoluto y las normas de la decencia humana. El país ha enterrado la simulación y la doblez política con sus actas de escrutinio a la mano, eligiendo a Edmundo González Urrutia.
Pues bien, la maldad no puede sobrevivir allí donde hay luz y permanece iluminado el camino de la esperanza; de modo que el recurso al terrorismo político de nuevo busca, ni qué dudarlo, llevar a la gente a que rompa con su código secular y ético: a fines legítimos, medios legítimos y viceversa. Y es exactamente eso lo que aspira y espera la dictadura venezolana y quienes le hacen juego en búsqueda de sobrevivir mediante cuotas, a saber, igualar al conjunto dentro de su miasma: que el terror abone en el espíritu del país, para que todos a uno sólo aspiren a la solución de la violencia para darle sepultura al sufrimiento.
El dilema que atraviesan nuestras democracias en la región, sean cuales fueren sus grados de perfectibilidad, muy bajos o altos, es que no encuentran medios para frenar el desmantelamiento institucional en boga. Al término sugieren dejar en manos de las víctimas de terrorismo de Estado como en Venezuela y como suerte de secuestrados, que se liberen por sí de sus secuestradores. Entre tanto, los “cuotistas” políticos y económicos sugieren normalizar o morigerar a la maldad; si cabe, encontrar junto a ella un sincretismo de laboratorio, que no discierna moralmente y relativice al conjunto.
Así las cosas, en paralelo ahora emergen quienes, a nombre de las víctimas y ofreciéndose como sus protectores les venden tutelar sus derechos a costa de una democracia al detal – la sugerida por Rusia y por China a los occidentales – y del Estado de Derecho, lo que es una aporía. No hay libertades cuando un mesías ofrece ocuparse de nuestras libertades y ejercerlas a discreción suya y a nombre nuestro, como tampoco existe tutela o garantía efectiva de la libertad y los derechos, allí donde la víctima carece de opciones para defenderse incluso a contrapelo de su salvador o «padre bueno y fuerte». Lo que no es nuevo. Tras esa disyuntiva, los latinoamericanos dividimos a nuestras recurrentes dictaduras: entre dictaduras en serio y dictablandas.
Pero vuelvo al principio. La democracia sufre no tanto por la existencia de sus enemigos históricos o la obra malvada – que sí la es – de sus dictadores marxistas del siglo XXI. Sufre más y se hace más gravosa su fractura y agotamiento, cuando median quienes la teatralizan desde sus narcisismos políticos y digitales o que, predicando sus enemistades con el socialismo del siglo XXI, esperan verse purificados y se dan licencia hasta para acabar – a través de mayorías circunstanciales – con la justicia constitucional y la soberanía popular. Eso ocurrió en El Salvador, cuando clona la Venezuela inaugural de Chávez y está ocurriendo en el México de López Obrador y de Sheinbaum.
Y si no bastase, acaba de ocurrir lo anterior bajo la democracia ecuatoriana de Noboa, al suspenderle de su ejercicio constitucional a la vicepresidenta, elegida por el pueblo, esgrimiendo un trámite disciplinario realizado por su ministro del Trabajo. Ya Maduro lo hizo en Venezuela, cerrándole el camino a Machado y desconociendo, mediante un acto judicial, los votos de mayoría que constituyen a Edmundo González Urrutia como presidente electo. Todo muy lamentable. Incluso, así, la lucha es hasta el final y exigente, hasta que la liquidez en los comportamientos de los actores políticos sea contenida.
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