Nawaf Salam, presidente de la Corte Internacional de Justicia desde febrero de este año, antes de asumir como juez en 2018, fue representante del Líbano en el Consejo Económico y Social 2016-18; vicepresidente de la Asamblea General 2012-13; presidente del Consejo de Seguridad 2010-11 y desde 2007 representante permanente del Líbano ante la ONU.
En esta larga trayectoria alcanzó una especie de récord mundial en condenas contra el Estado Judío de Israel con al menos 210 votos condenatorios en todas las instancias en que le ha tocado desempeñarse. Esta sola circunstancia debió impedir su incorporación a la CIJ en la que se supone que los jueces no representan a sus países de origen y deben actuar con independencia; pero, ¿alguien que tiene décadas representando a su país deja de hacerlo porque lo nombren juez de la ONU? ¿Entonces se vuelve independiente?
Si un caso involucra a Israel o al Líbano, lo menos que podría esperarse es que se inhibiera de conocer o su recusación, si no lo hiciera espontáneamente; por el contrario, tomó una solicitud de opinión consultiva de la Asamblea General que reposaba en el Tribunal desde finales de 2022 para evacuar sus prejuicios en el elegante papel timbrado de la CIJ.
El dictamen proferido el viernes 19 de julio de 2024, si bien no es una sentencia sino sólo una opinión “no vinculante”, impone como primera tarea del intérprete establecer cuál pueda ser el contenido y alcance de lo allí establecido, más allá de que no produce Estado, no causa Derecho y, por tanto, no genera obligaciones jurídicas y políticas para quien resulta condenado por la supuesta “opinión”.
Y es por aquí por donde puede comenzar a deshilacharse el dictamen de marras porque, aunque formalmente no se trata de un juicio contencioso, es como si lo fuera, porque se produjo el hecho, sin precedentes según la misma CIJ, de que 33 países se hicieran parte, más 3 organizaciones internacionales: la Liga Árabe, que agrupa 21 Estados más uno, llamado “Palestina” cuyo territorio cae en el territorio de Israel y su capital estaría en Jerusalén, la capital del Estado Judío; la Organización de Cooperación Islámica, que agrupa 56 Estados más uno, llamado “Palestina”, que curiosamente nunca se definió como islámico sino laico, inspirado en el nacionalsocialismo árabe de Nasser y del partido sirio-iraquí BAAZ; la Unión Africana, con 55 Estados y sólo faltó la Organización de Países No Alineados, con 120 Estados, que incluye los anteriores.
Evidentemente esto no tiene nada que ver con la justicia, esto es un pogromo. Y aquí está el problema esencial para Israel, que es el único Estado Judío del mundo y dada esta circunstancia jamás ni nunca podrá ganar una votación en la ONU. No en balde el llamado canciller de la Autoridad Nacional Palestina declaró, una vez leído el “dictamen”, que Israel no puede formar parte de ningún órgano, oficina ni dependencia de la ONU porque es el país que reúne el mayor número de condenas de todos los que forman parte de esa organización, juntos; sólo le faltó agregar que esas condenas las ponen ellos mismos.
Por ejemplo, la consulta de la Asamblea General a la que responde este “dictamen” se basa en el Informe de una Comisión de Investigación designada por el Consejo de Derechos Humanos (que tiene otro récord de condenas contra Israel), presidida por una juez surafricana; mismo país que promueve otra demanda contra Israel en esa misma CIJ por el presunto delito de “genocidio” perpetrado en la Franja de Gaza, a partir de los ataques del 7 de octubre de 2023.
Cabe de nuevo la pregunta: ¿Qué tiene esto que ver con la justicia? Si ya el informe de la juez surafricana Pillay (se llama así) asentó ritualmente que “existen motivos razonables para concluir que (…) la ocupación israelí de territorio palestino es ahora (sic) ilegal según el Derecho Internacional, debido a su permanencia (!) y las políticas de anexión de facto (!) del gobierno israelí”. La consulta que se deriva da por sentado todo lo que debería resolver la CIJ con el agravante de deslegitimar a Israel como “potencia ocupante” de su propio territorio, incluida Jerusalén, violar derechos, etcétera.
Esta “ocupación” habría ocurrido por causa de la Guerra de los Seis Días, en 1967; pero es un hecho bastante palmario que entonces no existía allí ningún Estado árabe palestino susceptible de ocupación, tanto menos con su capital en Jerusalén. En palabras del mismo dictamen: “La ocupación consiste en el ejercicio de un efectivo control de un Estado en un territorio extranjero”. Ahora bien, ¿en qué cabeza cabe que Jerusalén pueda ser territorio “extranjero” si es la mera capital de Israel? Otro tanto puede argumentarse sobre Judea, Samaria y Gaza, pero nos extenderíamos demasiado.
Según el dictamen, la ilegalidad de la presencia israelí en lo que denomina “territorios palestinos” estriba en que viola el derecho a la independencia y autodeterminación, esta vez, del “pueblo palestino”. Sería demasiado arduo entrar a discurrir cómo pudo saltar de un derecho territorial (que no existe) a un derecho político (que tampoco existe). El territorio palestino es el que correspondía al mandato británico sobre Palestina antes de la emancipación del Reino Hachemita de Transjordania el 22 de mayo de 1946 y la Declaración de Independencia del Estado Judío de Israel el 14 de mayo de 1948, hoy, sus respectivos territorios.
En cuanto al “pueblo palestino”, no está claro cómo se adquiere y se pierde la membresía, pero si fuera por causa del territorio (Ius Soli) es difícil explicar por qué sólo ciertos árabes la tienen y los demás pobladores no, incluso los judíos, et al. No puede argumentarse, como hace el juez Salam, que sea Israel el que prive a una facción de supuestos derechos a la independencia y autodeterminación porque, por un lado, Jordania aplastó a la OLP en 1970 por intentar constituir un Estado dentro del Estado; también el Líbano lo hizo a mediados de los setenta; así como Kuwait en 1991, después de la primera guerra del golfo; pero por otro lado, si ese fuera el caso, también se estaría privando de estos supuestos derechos a otras minorías, como los beduinos, drusos, coptos, baharíes y circasianos, que ni siquiera son árabes. Así como hay millones de árabes que viven en Israel y no se autoperciben (por usar un modismo) como “pueblo palestino”.
La verdad es, dicha crudamente, que cualquier Estado que afirme su soberanía sobre un territorio, lo hace en forma exclusiva y excluyente, de forma que nadie más puede hacerlo en ese territorio, por lo que tendría que ir a pretender independencia y autodeterminación en otra parte. Si lo hace bajo el dominio territorial de un Estado, el resultado infalible es la guerra; no la paz, como falazmente predica Pedro Sánchez.
Y este es otro defecto del dictamen que, como las normas jurídicas, debería aspirar a la generalidad y abstracción; pero éste no puede extenderse a otros países que han metido baza en la controversia, como el Reino de España, por ejemplo, porque si le aplicaran los mismos criterios que pretende imponerle a Israel, resulta que está violando el derecho a la independencia y autodeterminación del pueblo vasco, catalán, gallego, canario, magrebí y cualquier otro al que se le antoje independizarse dentro de su territorio.
El problema capital es poner un juez como Nawaf Salam, un beligerante, en la presidencia de la CIJ, luego, no puede evitarse que presente sus posiciones políticas extremistas como dictámenes del máximo tribunal de justicia de la ONU, siendo hasta su independencia discutible, considerando que el Líbano es rehén de Hezbolá, ¿podría volver a su país, sin riesgo, de haber opinado en forma equilibrada?
Nawaf Salam es la contrafigura de Hassan Nasrallah, con idénticos fines.
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