Cuando viajó a Rusia en 1926, Moser se sintió tan inspirada por el Estado comunista que decidió donar parte de su herencia a la creación de la escuela.
La ayudó Fritz Platten, uno de los fundadores de la Internacional Comunista, también conocido por organizar el regreso de Vladimir Lenin a Rusia desde Suiza, en 1917.
Eligieron la ciudad de Ivánovo -a la que tradicionalmente se le ha llamado la “capital textil” de Rusia- para levantar el establecimiento, que desde sus inicios contó con una infraestructura sobresaliente para la época.
Los primeros en llegar al internado fueron los hijos de los antifascistas de Bulgaria y Alemania, pero con el tiempo diversos activistas políticos de todo el mundo, incluyendo países como Grecia, Austria, Italia, España, Irán, Angola, Etiopía y Somalia, enviaron a sus niños a Ivánovo.
También fue refugio para niños durante el bloqueo de Leningrado en la Segunda Guerra Mundial y después del accidente nuclear de Chernobyl, en 1986.
En total, 5.000 niños de 85 países pasaron por las puertas de Interdom.
Y América Latina no fue la excepción.
“Desde los años 30 comenzaron a llegar muchos niños latinoamericanos debido a las distintas dictaduras que asolaron a la región”, explica Cristián Pérez, autor del libro «Los Niños del Interdom» (2024, editorial Catalonia) y académico de la universidad de Playa Ancha, en Chile.
Pérez precisa que la primera oleada vino desde Cuba en los años 30’, luego de que la isla quedara bajo el mandato de Gerardo Machado. Luego, vinieron los guatemaltecos, hijos de familias vinculadas al Partido Guatemalteco del Trabajo que se exiliaron a partir de 1954.
A fines de los 60’ llegaron jóvenes desde Paraguay y Ecuador, y más tarde desde Colombia, después de que los militares tomaran el poder, liderados por Gustavo Rojas Pinilla.
Desde los 70, se sumaron los hijos de revolucionarios de Chile y otros países de la región que se vieron enfrentados a escenarios complejos.
“La mayoría de estos niños habían sufrido persecución o la pérdida de sus familiares, muchos desaparecidos o fusilados. Son sobrevivientes de una tragedia y, por lo tanto, llevan en sus espaldas los dolores, el trauma y la angustia de esa sobrevivencia”, explica Cristián Pérez.
Entre los latinoamericanos, esta historia común los hizo acercarse y apoyarse mutuamente, afirma el investigador.
“Entre colombianos, ecuatorianos, chilenos, paraguayos, etc, fueron realmente hermanos”, dice Pérez.
La chilena Viola Carrillo coincide.
“Entre nosotros sentíamos calor humano, una fraternidad muy especial. Hasta el día de hoy seguimos en contacto”, dice.
Hacia fines de los 70’, los latinoamericanos ocuparon un lugar especial en el Interdom al convertirse en el grupo más numeroso y mejor organizado, explica Cristián Pérez.
Los estudiantes de estos países llevaron su cultura al establecimiento, formando incluso un emblemático grupo musical -llamado Los Ponchos Rojos– que llegó a popularizarse más allá de las fronteras del internado.
La banda -que asistió a festivales en distintas ciudades de la Unión Soviética- tocaba al ritmo del folclor altiplánico, con el charango, zampoñas y bombo, repertorios de Víctor Jara o de Violeta Parra y otros referentes sudamericanos. También interpretaban canciones de protesta.
“Con los latinos nunca dejamos de cantar nuestras canciones. También hacíamos obras de teatro, leíamos poesía”, recuerda Viola Carrillo.
Adaptación
Aunque esa hermandad los ayudó a que al principio la adaptación no fuera tan difícil, las circunstancias eran adversas. Partiendo porque en el lugar se hablaba el 90% del tiempo sólo en ruso, un idioma que la gran mayoría de los niños no hablaba al llegar.
Así lo recuerda Óscar Villagra, quien tuvo que escapar de Paraguay en medio del gobierno militar de Alfredo Stroessner (que lideró el país entre 1954 y 1989) y a los 15 años se integró al internado.
“Cuando llegué sentí un choque bastante fuerte porque yo no tenía idea de que tenía que aprender otro idioma y el ruso no es fácil”, le dice a BBC Mundo.
“Pero tuve que aprenderlo rápidamente por necesidad, también tuve que acostumbrarme a una nueva cultura, a una nueva comida y a un nuevo círculo”, agrega.
Además de enseñarles ruso, la escuela se aseguró de que los niños aprendieran su propia lengua materna, historia y cultura, por lo que se esforzó por encontrar profesores de hasta los idiomas menos hablados.
Esto era parte de su currículo académico que, según el investigador Cristián Pérez, era de “primer nivel”.
“Hay que entender que este era un internado de élite. Tenían todos los adelantos técnicos, bibliotecas impresionantes, salas de mapas, recintos deportivos de primer nivel y una alimentación que probablemente no había en ningún otro lugar de la Rusia de esa época”, indica.
Los estudiantes debían usar un uniforme. Uno para la mañana y otro para la tarde. Pantalones azules para los hombres, faldas tableadas y zapatos de charol para las mujeres. El sábado era el único día en que se podían vestir como querían (ocasión ideal para intercambiarse ropa entre los alumnos).
La jornada comenzaba temprano: a las 6 de la mañana los despertaban a todos.
Después, la rutina consistía en hacer ejercicio y, más tarde, tomar desayuno: huevos, pan con mantequilla, yogur.
En el libro «Los Niños del Interdom», Cristián Pérez afirma que el resto del día se dividía más o menos así: clases por la mañana, almuerzo -que podía incluir la famosa sopa rusa borsch-, siesta, hacer tareas y algunas horas libres para jugar.
Antes de dormir, había algo de espacio para la vida social hasta que a las 8 se apagaba la luz.
Pioneros
Siempre, sin embargo, había momentos en que los estudiantes añoraban a sus padres.
Con la voz entrecortada, Viola Carrillo recuerda que de los 10 años que estuvo en la escuela, visitó a su madre sólo en contadas ocasiones.
“Hoy, a mis 50 años, puedo decirlo: a mí me faltó mi familia, mi madre… porque aunque el Interdom me lo dio todo, nunca dejó de ser un internado”, dice.
De alguna forma, esa tristeza se balanceaba con el orgullo que sentían por lo que sus padres habían hecho o seguían haciendo en sus países de origen.
También los movilizaba la esperanza de volver.
“Todo el tiempo hablábamos de lo que estaba pasando en nuestros países, veíamos la televisión esperando que las cosas cambiaran… fantaseábamos con que volvíamos y que nos iban a estar esperando con banderas”, le cuenta a BBC Mundo Patricia Salgado, una chilena que tuvo que salir del país en 1974 tras el golpe de Pinochet. Su padre, Jorge Salgado, trabajaba en el Ministerio de Educación de Salvador Allende.
“Cuando en Chile hubo un atentado en contra de Pinochet, pensamos: ¡¡nos vamos!!”.
“Sin ese estímulo, sin ese sueño, no hubiésemos podido sobrevivir. Era lo que nos movilizaba”, añade.
Un recuerdo similar comparte con BBC Mundo la ecuatoriana Aida León, hija de un activista del partido comunista de Ecuador, que llegó al internado en 1973, con 14 años.
“Celebramos tanto cuando cayó (Anastasio) Somoza (que ejerció el poder dictatorial de Nicaragua desde 1937 hasta 1979) o cuando fue la liberación de Guinea-Bisáu (en septiembre de 1974). Todos estábamos felices”, indica.
Y es que la política se podía respirar en cada rincón del internado.
“El Interdom no era un lugar para los hijos de la burguesía, sino para los revolucionarios. Entonces, desde su fundación, tiene una fuerte presencia política e ideológica. Allí preparaban a niños que después iban a volver al campo de lucha”, explica Cristián Pérez.
“Toda la educación tenía el sentido liberador del marxismo de aquella época. De formar gente comprometida con los procesos de cambio, con las luchas sociales”, añade.
Incluso, algunos estudiantes recuerdan que jugaban a la “guerrilla” en el bosque colindante al establecimiento.
“Cada vez que podíamos nos escapábamos al bosque y armábamos fortalezas y jugábamos a la guerra”, rememora Viola Carrillo.
Para quienes tenían un particular interés en la política, estaba la opción de integrarse a la organización Pioneros, una estructura creada en 1922 para hacer participar a los niños entre 10 y 14 años en actividades partidarias y formarlos con valores comunistas.
A quienes formaban parte de este grupo se les reconocía fácilmente pues debían lucir un pañuelo rojo.
Una vez al año, asistían a los campamentos de verano, donde se encontraban con los otros miles de niños de la Unión Soviética que formaban parte de la organización.
Regresar
Pero los niños que formaron parte del Interdom sabían que su paso por el lugar tenía fecha de término.
Cuando cumplían con su educación media, les tocaba salir y enfrentarse con la vida real. Muchas veces, volver a sus países no era una opción.
“Era difícil, sobre todo por un tema económico. Los rublos no valían en ningún lugar”, explica el académico Cristián Pérez.
“Esto generó que muchos jóvenes se quedaran en la Unión Soviética o en otros lugares de Europa como Suecia”, agrega.
No obstante, algunos latinoamericanos sí lograron regresar.
Es el caso de Viola Carrillo y Patricia Salgado, quienes luego de cursar sus carreras profesionales en Rusia, volvieron a Chile en la primera mitad de la década de los 90’, tras el fin del régimen de Pinochet.
Óscar Villagra y Aida León también regresaron a Paraguay y Ecuador, respectivamente, en los 80’.
A pesar de la alegría que significaba regresar a sus hogares después de tantos años, para algunos el proceso no fue fácil.
“Fui la única de mi familia que volví y estuve muy sola. Diría, incluso, que el segundo exilio fue peor que el primero porque llegué a una idiosincrasia totalmente diferente, muy individualista”, recuerda Salgado.
Actualmente, el Interdom -que lleva el nombre de Elena Stasova, una líder del Partido Comunista de la Unión Soviética- sigue existiendo aunque de manera muy diferente.
Aunque sobrevivió a la disolución de la URSS, en 1991, la presencia de niños extranjeros de todo el mundo -y especialmente de América Latina- ha disminuido.
A principios de los 2000, se impulsó la idea de convertirlo en una academia militar. El plan se frenó después de que los estudiantes le escribieran al presidente Vladimir Putin e hicieran una huelga de hambre.
En los años siguientes, el Interdom se dedicó principalmente a recibir jóvenes de Rusia y de las ex repúblicas soviéticas.
Hoy, el internado -que cuenta con 10 edificios y una capacidad para más de 500 alumnos- realiza sólo programas educativos de corta duración (máximo de 90 días) para niños extranjeros.
Pero el recuerdo nostálgico de muchos de los que estudiaron allí sigue intacto.
Los latinoamericanos que dieron su testimonio a BBC Mundo, afirmaron que siguen manteniendo decoraciones rusas en sus casas. También continúan preparando los platos típicos de la época soviética, mientras que la música y las series las prefieren en ruso.