Decir que la economía es un territorio árido y lejano para la mayoría de los mortales no es una exageración, pero tampoco una verdad absoluta. Es cierto que los tecnicismos y las cifras tienden a alejar a la gente de los temas económicos, pero lo que realmente provoca esa desconexión es la abrumadora complejidad del asunto. Las relaciones de intercambio, los flujos de dinero, los mercados, los riesgos, las burbujas, las políticas monetarias: todo se nos presenta como un gigantesco laberinto abstracto, que difícilmente puede aprehenderse con una mirada superficial. Pero si hay algo que la economía tiene en común con los relatos que nos cuenta la historia es que, para comprenderla, necesitamos algo más que números y estadísticas: necesitamos historias, narrativas que nos ayuden a situar los eventos en un contexto más cercano, que nos permitan visualizarlos. Y ahí es donde las metáforas juegan su papel.
Las metáforas económicas, como la «burbuja económica», el «efecto dominó», el «síndrome del pato cojo» y el «cisne negro» nos ayudan a comprender fenómenos complejos al representar visualmente dinámicas abstractas y a veces caóticas del sistema económico. La burbuja simboliza la fragilidad de las promesas no cumplidas y la confianza excesiva, mientras que el efecto dominó refleja la vulnerabilidad de las economías interconectadas, donde una crisis en una pieza puede desatar una cadena global. El síndrome del pato cojo ilustra la inacción de líderes incapaces de tomar decisiones, lo que agrava las crisis económicas. El «cisne negro» nos recuerda los eventos impredecibles que alteran la historia económica. Estas metáforas, aunque no proporcionan una verdad absoluta, permiten racionalizar lo incomprensible y enfrentarnos a la incertidumbre inherente a los sistemas económicos, destacando su fragilidad y complejidad.
La expresión «tormenta perfecta» en economía fue acuñada por el periodista y escritor Sebastian Junger en su libro The Perfect Storm (1997), aunque su uso original se refiere a un fenómeno natural, no económico. El libro relata la historia de un desastre ocurrido en 1991, cuando un grupo de marineros se vio atrapado en una tormenta inusualmente feroz y destructiva en el Atlántico Norte. Junger describe cómo múltiples factores se combinaron para crear una tormenta devastadora, y es de este contexto que surge la metáfora.
En el ámbito económico, la expresión se popularizó en los años 2000, especialmente después de la crisis financiera global de 2008. La idea de una «tormenta perfecta» se utilizó para describir la confluencia de diversos factores que, combinados, llevaron a una crisis económica sin precedentes. Por ejemplo, algunos economistas y analistas utilizaron el término para referirse a la combinación de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, la desregulación financiera y los riesgos sistémicos que se unieron para provocar el colapso del sistema financiero global.
La «tormenta perfecta», que quizás es la metáfora más célebre en los últimos tiempos, se nos ofrece como un resumen de cómo, cuando varios factores se alinean en el sentido equivocado, un evento pequeño puede desatar una catástrofe de proporciones insospechadas. Esta idea de la tormenta, una combinación de fuerzas imprevisibles que acaban por arrastrarnos a todos, resuena de manera inquietante cuando pensamos en los colapsos económicos de la actualidad. Lo que parece ser una “tormenta” puede ser, en el fondo, una cadena de decisiones interconectadas que arrastran a todo un sistema global hacia el caos. Es una metáfora útil, pero también limitante. Porque, a medida que avanzamos en la reflexión, nos damos cuenta de que hay muchas más tormentas en este océano económico. China parece ser el «ojo» de la tormenta que más atormenta a Occidente.
El imperialismo atípico de China: de la Ruta de la Seda a la hegemonía cultural
Por supuesto, decir que China ha sido una potencia imperialista es algo que podría parecer a simple vista un contrasentido, más aún si tenemos en cuenta que, durante siglos, ha mantenido una actitud algo ambigua respecto a su posición en el mundo. No es un imperio al estilo europeo ni un colonizador al modo occidental. Pero hay algo en la historia de China que, queramos o no, se encuentra latente a lo largo de los siglos: el deseo de ser el centro del mundo. Esta vocación imperialista, a la que podemos llamar también un «imperialismo atípico», no se limita a la mera expansión territorial; tiene que ver con un concepto más sutil pero no menos ambicioso: la imposición de su modelo cultural y su hegemonía, ya sea mediante la diplomacia, el comercio o, en tiempos recientes, la infraestructura.
La vocación imperialista de China arranca con los primeros pasos dados por la dinastía Han, hacia el año 200 a.C., cuando China comenzó a salir de sus fronteras naturales. No se trataba tanto de conquistar, sino de dominar el mundo en el sentido chino del término. Durante la expansión de la Ruta de la Seda, los emperadores Han no solo buscaban controlar las rutas comerciales, sino también afirmar una superioridad cultural. El mundo debía comprender que, si no vivía bajo la égida de China, al menos reconocía su primacía. El concepto de Tianxia, «todo bajo el cielo», se consolidó entonces como la piedra angular de la visión imperialista china: un dominio no necesariamente territorial, sino sobre todas las naciones y pueblos circundantes.
Siglos después, en la dinastía Tang, esa vocación se amplió, y no solo en términos de territorio. Si bien las expansiones fueron considerables, la auténtica singularidad de los Tang fue el modo en que China se presentó como el crisol cultural de Asia. La capital Chang’an se convirtió en la metrópoli de Asia Central, y a través de los intercambios culturales y comerciales, China extendió su influencia más allá de sus fronteras: el budismo, la filosofía, la arquitectura, el arte, todo ello se difundió desde allí hacia Japón, Corea y el sudeste asiático. Esta expansión no se basaba en la fuerza militar tanto como en el magnetismo cultural.
Sin embargo, como siempre en la historia de los imperios, hubo momentos de decadencia. Tras la caída de los Tang, China vivió una larga etapa de fragmentación que culminó con la dinastía Ming, que no solo recuperó el concepto de Tianxia, sino que lo intentó llevar a cabo de nuevo. Fue la era de Zheng He y sus famosas expediciones a África, una muestra clara de que el imperialismo chino seguía vivo, aunque las decisiones internas de la dinastía Ming, con su política de aislamiento, terminaron por truncar ese impulso.
El siglo XX: de la humillación a la renegociación del imperio
La consecuencia fue que, durante el siglo XIX, China se vio invadida y humillada por potencias extranjeras, lo que, irónicamente, le serviría más tarde de motor para una nueva revisión de su poder. La derrota de China ante las potencias extranjeras y las sucesivas intervenciones en su territorio durante el siglo XIX y principios del XX, como la Primera y Segunda Guerra del Opio, la invasión japonesa y la rebelión de los boxers, marcaron el fin del imperio chino y el inicio de la República China (1912-1949)
Tras el colapso de la dinastía Qing, China dio un giro fundamental hacia el comunismo con la Revolución de 1949. A pesar de que el Partido Comunista de China (PCCh) emprendió una ideología que parecía alejada de la expansión imperialista, la realidad es que, desde el principio, no renunció a su sueño de recuperar una hegemonía global, aunque ahora camuflada en el lenguaje de la «liberación nacional» y el «liderazgo revolucionario». Durante el mandato de Deng Xiaoping, la China comunista empezó a abrirse al mundo con una economía que, aunque basada en la idea socialista, no era ajena a la globalización y a los intereses estratégicos. A través de su poder económico, China retomó lentamente su influencia en Asia y, sobre todo, en África y América Latina.
En los últimos años, bajo Xi Jinping, el proyecto de la «Iniciativa de la Franja y la Ruta» ha puesto de manifiesto la vigencia de esa antigua vocación imperialista, pero ahora con nuevos tintes: no solo se trata de relaciones diplomáticas o de dominio económico, sino de un control directo sobre infraestructuras clave, desde puertos hasta ferrocarriles, desde telecomunicaciones hasta energías renovables. Esta nueva fase del imperialismo chino, camuflada de inversiones y proyectos conjuntos, busca extender su influencia sobre Eurasia, África y Europa, en un proceso que recuerda a la expansión del Imperio Romano, pero a través de redes comerciales y tecnológicas.
Es en este contexto, en plena expansión de una China globalizada y más confiada, cuando se vuelve inevitable preguntarnos: ¿cómo debe reaccionar el resto del mundo? Lo cierto es que, al igual que en otras épocas, el objetivo de China no ha cambiado mucho: no se trata solo de ser una potencia más, sino de ser la potencia.
El ascenso de China: el desafío de reconfigurar el orden global
Henry Kissinger, uno de los pensadores más influyentes de la política internacional contemporánea, tiene la rara capacidad de mezclar historia, geopolítica y previsión en un solo texto, como lo demuestra su obra «China» (2011). En ella, el autor se adentra en los recovecos de la ascensión de China como potencia global, una ascensión que no solo desafía el dominio histórico de Estados Unidos, sino que remodela las mismas estructuras sobre las que se ha edificado el orden internacional de los últimos setenta años. Kissinger no se limita a describir los hechos; los interpreta, les da forma y proyecta sus repercusiones hacia el futuro, como un arquitecto del poder que analiza los planos de un mundo en transformación.
Lo primero que uno percibe al leerlo es una cierta serenidad estratégica, como si el propio Kissinger, en su amplia experiencia, tuviera la capacidad de ver las tensiones a largo plazo, sin dejarse arrastrar por el torbellino de los acontecimientos momentáneos. La China de hoy, nos dice, no es solo una potencia económica ascendente; es un actor global con un propósito claro: desafiar un sistema unipolar en el que Estados Unidos ha sido el eje indiscutible desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, Kissinger plantea, con una certeza casi profética, que el ascenso de China «como potencia económica redefinirá las dinámicas globales, especialmente a medida que la influencia de los Estados Unidos, que dominó el siglo XX, se vea contestada por una China con un poder económico formidable» (Kissinger, 2011, p. 5). Es decir, lo que está en juego no es solo una cuestión de dinero, sino de una redistribución del poder a escala planetaria.
Este no es un análisis superficial sobre las bondades o los riesgos de la economía china, sino una reflexión de mayor calado: ¿qué implicaciones tiene el ascenso de China para el equilibrio geopolítico del siglo XXI? En ese sentido, Kissinger subraya la profunda interrelación entre la economía y la política. China no solo está ganando terreno en el mercado global, sino que está construyendo una estrategia geopolítica que busca asegurar su posición en la mesa de los grandes. «La estrategia de China, que se basa en un crecimiento económico sostenido, exige una presencia política cada vez más relevante en la política mundial» (Kissinger, 2011, p. 63). Este crecimiento no es solo una carrera económica; es una carrera por la legitimidad en el escenario internacional, una carrera que, inevitablemente, termina por modificar las reglas del juego.
Lo fascinante de la obra de Kissinger, sin embargo, es su capacidad para mirar más allá del horizonte inmediato y pensar en términos de sistemas globales. Si bien los análisis más apresurados tienden a ver la rivalidad entre Estados Unidos y China como un enfrentamiento directo, casi maniqueo, Kissinger tiene el ojo puesto en lo que esto representa para la arquitectura del poder mundial. El ascenso de China, dice, señala el «fin de un sistema internacional unipolar dominado por Estados Unidos» y la llegada de un nuevo orden multipolar. Un orden en el que, por primera vez en varias décadas, los centros de poder no estarán concentrados en una única nación. El futuro, según Kissinger, será un tablero de ajedrez global en el que varias piezas se moverán en un juego de poder compartido, pero también de competencia persistente.
Y aquí radica la visión más profunda de Kissinger: el desafío de China no solo se limita a su poderío económico, sino a su visión de un nuevo orden mundial. Un orden donde la cooperación y la coexistencia parecen ser los principios rectores, pero donde la competencia, las fricciones y las tensiones son también elementos inevitables. En sus propias palabras, «el desafío que presenta China no solo radica en su poder económico, sino en su visión de un nuevo orden mundial, donde la cooperación y la coexistencia se vean como los principios fundamentales, pero donde la competencia y las tensiones también desempeñen un papel inevitable» (Kissinger, 2011, p. 150). Esta es, en definitiva, la paradoja que Kissinger nos propone: la convivencia pacífica es posible, pero su fragilidad dependerá de cómo se gestionen los inevitables puntos de conflicto. Un nuevo orden internacional no será sinónimo de armonía, sino de un equilibrio tenso y constantemente negociado.
La «China» de Kissinger es un texto que invita a reflexionar sobre las complejidades de un mundo que se está transformando ante nuestros ojos. Lejos de ofrecer respuestas fáciles, el autor nos enfrenta a los dilemas y las incertidumbres de una era multipolar, en la que las grandes potencias deberán aprender a coexistir, pero también a competir. El desafío de China no está en su fuerza económica, sino en la forma en que esa fuerza será canalizada para reconfigurar las reglas del juego global. Y, como siempre en la obra de Kissinger, el verdadero reto será gestionar esa transición sin caer en el error de subestimar el poder de la historia y la ambición humana.
Se desmorona el multilateralismo: China en la cima hacia el dominio global
En la política internacional, las certezas siempre fueron pocas, pero el escenario de hoy parece estar definido por la ausencia total de ellas. Nos encontramos ante el colapso de un orden mundial que, en algún momento, supimos interpretar como el de la cooperación, el consenso, el multilateralismo. Era una era en la que las instituciones internacionales, con la ONU a la cabeza, parecían garantizar una paz duradera o, al menos, un espacio común para la resolución de las disputas. Hoy, sin embargo, estamos asistiendo a la pérdida de legitimidad de ese multilateralismo, a una fractura que va más allá de la geopolítica: está en la propia naturaleza de las relaciones internacionales, cada vez más polarizadas, cada vez más rígidas. Y es que el mundo, al parecer, ya no quiere o no puede hablarse entre sí.
En medio de este caos, el gigante asiático, China, emerge como la gran amenaza y oportunidad de un futuro bipolar. Una China que, a través de su audaz y cada vez más tangible proyecto de la Ruta de la Seda, ha dejado claro que su objetivo es claro y determinante: gobernar el acceso a los mercados internacionales. Hace diez años, este sueño parecía una fantasía de poder. Hoy es una realidad. En tan solo una década, el país ha logrado, literalmente, extender su influencia por el planeta, poseyendo o controlando puertos en más de 50 países y casi 100 ubicaciones estratégicas a lo largo de los océanos y continentes.
China consolida su poder en los mares: la amenaza asimétrica
Quizá lo más asombroso, y también lo más inquietante, es cómo China ha logrado instalarse en puntos neurálgicos del comercio global: en el Océano Índico, en el Estrecho de Ormuz, en el Canal de Suez, en el Golfo Pérsico. En Sri Lanka, por ejemplo, el puerto de Hambantota fue entregado a una empresa china en 2017 por 99 años, después de que el país no pudiera saldar una deuda derivada de la construcción de dicho puerto. Esta práctica, conocida como “la diplomacia de la deuda”, ha sido una herramienta que China ha utilizado en países vulnerables, económicamente débiles y con sistemas políticos frágiles, para expandir su influencia de manera discreta pero irreversible.
Es una táctica astuta, si se quiere, pero peligrosa. No solo es una amenaza económica. Lo es también en el ámbito militar. En el Estrecho de Ormuz, el puerto de Khalifa alberga agentes militares chinos a tan solo 80 kilómetros de una base estadounidense. Y en Yibuti, en la desembocadura del mar Rojo, China ha establecido una base militar que le da el control de una de las rutas comerciales más importantes del mundo. No cabe duda: el gigante asiático ha consolidado una presencia naval que no puede ser ignorada. Pero lo más fascinante, y lo más aterrador, es cómo esta red de puertos no solo le otorga a China el control de las rutas comerciales, sino también el control de la información. A través de un software logístico propio, Logink, China ha penetrado terminales portuarias en Europa, América y Asia, recolectando, almacenando y utilizando grandes volúmenes de información comercial y financiera. Es un poder oculto, sutil y letal, que pone en duda la naturaleza del comercio global tal como lo conocíamos.
Los números hablan por sí solos. En Europa, China controla más de 20 puertos, incluidos los de Rotterdam y Hamburgo, que son esenciales en el comercio intercontinental. En América, no solo ha logrado tomar control de los puertos en ambos extremos del Canal de Panamá, sino que, en Perú, ha inaugurado un terminal de contenedores en Chancay, con una inversión de 3.500 millones de dólares. Brasil, por su parte, ha cedido 67,5% de la terminal de contenedores de Paranaguá. Y lo que es aún más inquietante: 6 de los 10 puertos más importantes del mundo están en China, en ciudades como Shanghái, Shenzhen y Ningbo.
El objetivo de China es claro: afianzar su poder estratégico a través del control de los puertos y las rutas comerciales. No solo se trata de dominar el comercio global, sino de asegurar la supremacía a través de la interconexión de estos puntos neurálgicos. Es un modelo que combina eficiencia comercial, poder militar y diplomacia económica. Para Estados Unidos y Europa, este dominio de toda la cadena de suministros representa una amenaza real. La ventaja competitiva de China, su capacidad para acceder a los mercados globales y presionar a la competencia, es una jugada que no pueden subestimar. La supremacía económica de China, que en 2024 alcanzará los 3,6 billones de dólares en exportaciones, ha situado al país en una posición dominante que podría desplazar a Estados Unidos en el liderazgo tecnológico en los próximos años.
El reto de Occidente: Europa en crisis, entre la polarización interna y la amenaza global
El ascenso de China, sin embargo, no solo es un desafío económico. Es una advertencia a un mundo que, de alguna manera, ha olvidado lo frágil que es el equilibrio geopolítico. Este ascenso coloca a Europa en una posición aún más vulnerable, atrapada en su propio laberinto de crisis internas: crisis políticas, económicas y sociales que amenazan con desmoronar la unidad de la Unión Europea. En un momento en el que la fortaleza de Europa parece más cuestionada que nunca, la polarización global, el regreso de la política unipolar de Estados Unidos y la expansión de un régimen autoritario como el de China amenazan con redefinir las reglas del juego.
Y sin embargo, Europa se ve atrapada entre dos fuegos: por un lado, la amenaza de un poder autoritario que avanza a gran velocidad y, por otro, la inestabilidad interna que se multiplica en sus propias fronteras. El viejo continente no solo debe enfrentarse al auge de la extrema derecha, al envejecimiento de su población, a las tensiones sobre la inmigración y a la ineficiencia de su burocracia, sino también a una pregunta fundamental: ¿puede Europa seguir siendo relevante en un mundo que ya no parece necesitarla? O peor aún, ¿puede Europa resistir la tentación de ser arrastrada por los vientos de la polarización global?
En definitiva, el escenario está claro: el multilateralismo se desvanece, la lucha por la supremacía mundial se intensifica, y China se alza como el nuevo jugador cuyo poder ya no puede ignorarse. Mientras tanto, Occidente, fragmentado y cada vez más desorientado, se enfrenta a la tormenta perfecta. Si no toma decisiones radicales y urgentes, Europa podría perder la oportunidad de definir su destino en un mundo que ya no entiende de viejos paradigmas. La historia, como siempre, nos observa, pero esta vez, la pregunta es si seremos capaces de escribir un futuro que no nos lleve a la irrelevancia.
El mayor exportador del mundo y avanza en tecnología
Lo que hasta hace apenas unas décadas parecía imposible, hoy se ha hecho realidad: China, el gigante asiático, se ha erigido como la primera potencia exportadora del planeta. Para muchos, esta transformación ha sido el rostro de una inercia histórica, una marcha inexorable que, como el flujo de un río, se impone con tal contundencia que no se puede ya frenar. Con una cifra proyectada de 3,6 billones de dólares en exportaciones para 2024, China ha superado a Estados Unidos (2,1 billones) y a Alemania (1,7 billones), marcando un hito que parece mucho más que económico, parece geopolítico. Y no solo en cuanto a números: su ascenso en los sectores más avanzados de la tecnología está redefiniendo la competencia global de una forma que ni siquiera los estrategas más avezados pudieron prever.
Hasta hace poco, pensábamos que el dominio tecnológico mundial era un club exclusivo de los Estados Unidos, con su Silicon Valley como emblema y su ejército de empresas tecnológicas conquistando todos los rincones del planeta. Pero, como un personaje que de repente aparece en escena y cambia las reglas del juego, China ha demostrado que también puede jugar en esa liga. En los últimos diez años, su evolución en sectores como telecomunicaciones, energía nuclear, aeroespacial, nanotecnología e inteligencia artificial ha sido tan vertiginosa que, en la actualidad, ya no se puede hablar de un dominio absoluto de Estados Unidos. Por ejemplo, el reciente fenómeno de la inteligencia artificial creado por la empresa china Deep Seek, que no solo ha puesto a Estados Unidos a la defensiva, sino que ha logrado desplomar la cotización de Nvidia en 600.000 millones de dólares, es solo la punta del iceberg. Este avance tecnológico no es casualidad: Deep Seek logró hacer algo casi inimaginable: producir un sistema de IA que optimiza recursos y mejora la eficiencia a solo 10% del costo de sus competidores occidentales.
Es innegable que el gigante asiático está empezando a rivalizar con Estados Unidos en un campo que antes parecía ser su único dominio. De hecho, según el Global AI Vibrancy Tool de Stanford, Estados Unidos sigue liderando la clasificación global en inteligencia artificial, pero China ya ocupa una posición tan avanzada que no sería descabellado su desbancamiento en un futuro cercano. ¿Qué significa esto? Significa que, como si fuera una partida de ajedrez, la vieja hegemonía occidental se ve cada vez más amenazada. China ya no es solo una fábrica de bienes baratos; se ha convertido en un actor clave en la definición del futuro tecnológico, con un impacto que excede lo económico para adentrarse en lo militar, lo cultural y lo político.
Socios comerciales de China: redefiniendo la geopolítica global
A lo largo de las últimas dos décadas, las exportaciones chinas han pasado de ser una fracción a lo que es hoy: una máquina de generar riquezas que corre a toda velocidad. Desde su ingreso a la Organización Mundial del Comercio en 2001, China ha multiplicado por diez su volumen de exportaciones, consolidándose como el principal socio comercial de los países de la ASEAN, de la Unión Europea y de Estados Unidos. Y aquí empieza el verdadero dilema: ¿cómo reaccionará Estados Unidos ante la consolidación de una potencia que ya no solo compite en términos económicos, sino también tecnológicos y estratégicos? La respuesta parece haber llegado con el auge de Donald Trump, quien se ha presentado como el líder salvador de una América que teme perder su supremacía ante una China que no solo tiene la ventaja de una industria avanzada, sino también el apoyo de un aparato estatal que invierte a una escala que los sistemas democráticos occidentales no pueden siquiera imaginar.
El discurso de “América Primero” ha creado una polarización en la escena global, una tensión que amenaza con fracturar aún más un orden mundial ya inestable. El ascenso de China no solo está reformulando la competencia económica, sino que está configurando un entorno en el que la lucha por el liderazgo global se juega entre dos modelos: el autoritario y el liberal, con Europa atrapada en un limbo existencial. Es precisamente esta fragmentación la que está llevando a Europa a una encrucijada de proporciones históricas. La «tormenta perfecta» de la que habló Christine Lagarde en el Foro de Davos no es una exageración: Europa, a pesar de ser el segundo bloque económico del mundo, está cada vez más debilitada por crisis políticas, recesión económica, tensiones internas y un desajuste estructural. En medio de esta tempestad, la pregunta es si Europa será capaz de redefinir su rol en el tablero mundial o si, por el contrario, será arrastrada por la marea.
La polarización «woke»: un desafío cultural y político en Europa
Pero el reto no solo es geopolítico. Es cultural, es ideológico, y su nombre es «woke». Este fenómeno, que comenzó como una respuesta al racismo y la opresión de las minorías, ha evolucionado hasta convertirse en un dogma de la izquierda progresista, que se ha instalado en Europa de una manera que a veces resulta irreconocible. La agenda woke, que defiende la equidad de género, los derechos de las minorías y el feminismo, ha llegado a un punto en el que cualquier crítica a estas ideas se percibe como un ataque a la moralidad misma. Y lo que es más inquietante: ha generado una reacción en forma de polarización social que ha sido capturada por la derecha, que ve en el rechazo a este modelo una oportunidad de ganar electores. El resultado es un continente dividido, incapaz de afrontar los grandes desafíos del presente con una voz unificada.
La Unión Europea se enfrenta a una crisis de identidad en la que su futuro está cada vez más incierto. Con economías fragmentadas, altos niveles de deuda, problemas migratorios y una creciente falta de mano de obra cualificada, los 27 países miembros están perdiendo la capacidad de influir en la geopolítica global de la manera en que lo hicieron en el pasado. En medio de esta decadencia, la única salida parece ser la reforma profunda, pero, como bien sabemos, las reformas en Europa son lentas, difíciles y llenas de obstáculos burocráticos. Si Europa no consigue encontrar un consenso interno, la tormenta podría ser definitiva.
El reloj corre: el futuro de Europa y el desafío chino
Wolfgang Münchau, director de EuroIntelligence y autor del provocador Kaput: el fin del milagro económico alemán, lanza una advertencia que resuena como un eco ominoso en los pasillos de la política europea. En sus páginas, se despliega un panorama inquietante: Alemania, esa locomotora económica que durante décadas ha tirado del carro del viejo continente, se encuentra al borde del abismo. Su declive, sostiene Münchau, no es un fenómeno aislado, sino el resultado de problemas estructurales que han sido convenientemente ignorados: la falta de inversión y una alarmante carencia de innovación tecnológica han creado una brecha insalvable con respecto a sus competidores más cercanos.
La situación se agrava con la incapacidad del país para contar con una alternativa energética sólida, como la nuclear, que pudiera mitigar el impacto devastador del aumento del gas a raíz del conflicto entre Rusia y Ucrania. En este contexto, Alemania se aferra a un modelo económico basado casi exclusivamente en la exportación, un esquema que, ante la creciente amenaza de una China más eficiente y competitiva, parece cada vez más obsoleto.
La predicción de Münchau es clara: la caída o recesión sistemática de Alemania no solo afectará al país germano; será una crisis sistémica para toda Europa. Sin ese pilar fundamental y con Francia también en declive, la inestabilidad económica, política y social se convertirá en una implosión acelerada que socavará las bases de la Unión Europea. El sueño de permanecer en la palestra geopolítica se desmorona ante nuestros ojos, mientras los líderes europeos parecen no captar aún la magnitud del colapso que se avecina.
En este escenario sombrío, China emerge como un actor fortalecido, capaz de aprovechar la guerra económica iniciada por Trump. La única salida viable podría ser una profundización de la alianza europea con el gigante asiático, una estrategia que podría servir como palanca de negociación frente a la hegemonía estadounidense. Pero, ¿será suficiente? La pregunta queda flotando en el aire, mientras el reloj avanza inexorablemente hacia un futuro incierto.
El mundo está ante un giro histórico. La ascensión de China, combinada con las crisis internas de Europa y la polarización mundial, configura un paisaje incierto y peligroso. A medida que el viejo continente enfrenta su mayor desafío, la geopolítica mundial se redefine, y el futuro de las generaciones venideras está en juego.
Mientras tanto, China avanza con paso firme, y Europa, atrapada entre el pasado y el futuro, se pregunta si aún es capaz de tomar las riendas de su destino.
Rosana Sosa es economista, máster en Finanzas Internacionales, experta en riesgos, profesora universitaria y consejera de juntas administrativas.
José Luis Farías es Historiador, especialista en Historia Económica y Social, profesor universitario, parlamentario jubilado de la Asamblea Nacional, dirigente político, articulista y ensayista en varios portales de noticias en Venezuela.
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