La cuestión del adecuado uso del lenguaje para sortear las trampas que conlleva su perturbación por el socialismo del siglo XXI, ahora progresismo, sólo interesado en sostener a sus dictaduras mediante la falsificación de la democracia, exige estar muy prevenidos. Además, cura contra el tremendismo hiperbólico que inunda a la política de actualidad, de modo particular a su laboratorio que es Venezuela. No olvidemos que se trata de la sede de un holding coludido con el narcoterrorismo desde agosto de 1999, cuyos tentáculos, afincados sobre el Oriente de los despotismos siguen perturbando con sus relatos mendaces las relaciones geopolíticas en el Occidente de las leyes.
Abordo el título, pues, en forma de interrogante y con carácter crucial, justamente por cuanto en el marco del proceso de deconstrucción cultural impulsado por la izquierda marxista desde 1989 –cuando se entierra El capital de Marx y se asume como guía al catecismo de Antonio Gramsci, amplificándolo con el andamiaje digital– se siguen forjando narrativas que perturban los significantes del lenguaje común en sus significados; con un único propósito, a saber, condicionar a la opinión pública, llenarla de prejuicios sensoriales y congelarla en su movilidad racional. Así, al no saber cada persona que cada palabra que usa significa una cosa distinta en el mercado de los destructores de la democracia, con la repetición de sus decires se les ayuda, se contribuye a que muera sin quejidos la alternancia en el poder y el pluralismo, y el diálogo democrático se torna en diálogo de sordos.
No por azar le fue cómodo a los huérfanos del socialismo real, luego de que se abriera la Puerta de Brandemburgo, decidir que accederían al poder sin las armas y con los votos, para, sucesivamente, predicar la democracia vaciándola de contenidos y esgrimir a los derechos humanos –es la experiencia de los últimos 25 años en las Américas– para violarlos de manera sistemática y como política de Estado una vez elegidos.
Desentrañar las narrativas que, en propiedad, son construcciones literarias de ordinario ficticias y son usadas para fomentar en la plaza de las ideas las ilusiones, que se vuelven frustraciones en un tris, es el mejor blindaje para todo aquel que luche por la libertad sinceramente.
De cara a lo recién ocurrido en Venezuela, cuando la dictadura –no la tamicemos como autoritarismo electivo– coludida con los poderes a su servicio, incluida la cúpula protocolar de la Fuerza Armada, opta por falsificar la voluntad popular que le ha derrotado de forma monumental el pasado 28 de julio y así buscar reimponer su liderazgo por la fuerza apelando al Estado policial, resulta cínico hablar de fraude electoral. De ser así, lo que cabría es corregirlo con los técnicos, revisar las votaciones dobles o el voto de los muertos, o recibir la queja del votante al que no se le permitió votar, u observar que las elecciones fallaron por falta de observación y al término medir sí tal fraude tuvo o no incidencia determinante en los resultados. E in extremis, ante el entuerto, tal como lo sugieren aliados internacionales de Nicolás Maduro Moros, tendrían sentido unas nuevas elecciones. Y es esta la falsa perspectiva que alimentan los gobiernos de Brasil, Colombia y México, manipulando sus narrativas mientras avanzan, taimadamente, para no irritar a sus opiniones públicas internas, dispuestas a cobrarles cualquier traición a la democracia.
Es inaceptable para las democracias de las Américas la falsificación de sus experiencias en el teatro de la simulación, por lo que cabe precisar –mirando a Venezuela– eso que recoge la doctrina política más autorizada sobre el sentido contemporáneo de los golpes de Estado. Cristalizan cuando son realizados por (1) órganos del Estado, a saber y en el caso, por el tirano Maduro Moros y Elvis Amoroso, cabeza del Poder Electoral que lo proclama electo sin conteo de votos ni impresión de actas; (2) sosteniéndole como cabeza política del país, sin votos; (3) mediando la complicidad-neutralidad de los militares; (4) avanzándose en la potenciación del aparato policial de Estado, concretada en esos otros crímenes de lesa humanidad poselectorales denunciados por la ONU; e incidiéndose (5) en la agregación de la demanda política, tras la eliminación – o persecución represora – de los políticos y los partidos de las fuerzas democráticas que lidera María Corina Machado.
Insisto en la idea de la falsificación, pues es distinta de lo fraudulento, que implica engaño y traición a la buena fe, y visto que, durante el golpe dirigido contra quien es el verdadero presidente electo, Edmundo González Urrutia, luego del voto que salvaron las fuerzas democráticas preservando copias auténticas de las actas de escrutinio de cada mesa, sobrevino el manotazo del tirano. Secuestró, con la complicidad necesaria del Poder Electoral y el Ministerio Público, y ahora de su Tribunal Supremo de Justicia, las pruebas del proceso, ocultándolas ante el país y el mundo.
En fin, ahora que Maduro instruye a su asamblea para que encarcele a los fascistas –pide cárcel para González Urrutia y Machado, mientras encarcela a los testigos– dictando una ley que los purgue, para que se vaya 70% de los venezolanos que votaron en su contra, se retrata desnudo ante el espejo con su régimen de la mentira. Bajo el fascismo, ciertamente, se condena a la mayoría al silencio y al ocio político, por considerársela fuera de la vida constitucional, tal como este lo predica. Y es que fascistas son él y Amoroso, y Padrino y los Rodríguez, y el TSJ como su amanuense: “Es el gobierno de la indisciplina autoritaria, de la legalidad adulterada, de la ilegalidad legalizada, del fraude – aquí sí – constitucional”, lo dice Piero Calamandrei, en su lapidaria obra El fascismo como régimen de la mentira.
En suma, dada la falta de prevención en cuanto a las narrativas, algunos demócratas afirman, después de 25 años, que la tiranía está al desnudo. Nació en 1999, cuando su Constituyente asumió el control total de los poderes públicos en Venezuela.
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