Un consumidor sujeta una dosis inyectable de heroína mezclada con fentanilo en Pensilvania, Estados Unidos. Agencia AFP
La vida se detiene en la avenida de Kensington cada 10 minutos más o menos. Sucede cuando el metro zumba por las vías elevadas, una estructura de acero azul que sobrevuela esta calle de Filadelfia, una auténtica ratonera. El estruendo no permite pensar, pero al menos durante ese instante los problemas de la zona cero de la crisis del fentanilo en Estados Unidos quedan en suspenso. Después, ya volverán a la pelea bajo las vías los adictos y los voluntarios que los auxilian, los dealers y la policía, los youtubers y los turistas atraídos por las noticias, los comerciantes armados y los vecinos que resisten en este gigantesco mercado de la droga al aire libre. Centenares de consumidores del potente opiáceo, 50 veces más fuerte que la heroína, viven y mueren en estas calles. Algunos, como Daniel, que perdió todos los dedos del pie a causa del frío, deambulan por ellas desde hace años como extras en una película de zombis. Otros no pasan de su primer mes aquí.
Por La Nación
La suerte de todos ellos se echa a unos cuatro mil kilómetros, al lado de otras vías del tren, las que atraviesan Culiacán, en el corazón del territorio del narco mexicano. Allí, un cocinero de fentanilo que pide llamarse Miguel lleva a cabo macabros experimentos con un puñado de adictos que prueban la mercancía antes de mandarla a Estados Unidos. Empieza con una dosis, un tercio puro y el resto una mezcla de anestésicos baratos. Las “cobayas humanas” se lo inyectan ante él. Si le dicen, “no, pues no me dobló, no me durmió, échale más”, aumenta la pureza. Asegura que nunca se le murió nadie.
Culiacán, capital de Sinaloa, y Filadelfia, postal y símbolo de la mayor crisis de drogas de la historia de Estados Unidos, son dos de las estaciones del viaje de una dosis de fentanilo. Más de 18.000 kilómetros separan la aguja de Daniel de los laboratorios chinos de Wuhan, en los que se fabrican los precursores químicos necesarios para sintetizar la droga. Ese polvo blanco y barato que se inyecta, se fuma o se toma en píldoras es responsable de las dos terceras partes de las 107.888 muertes por sobredosis registradas en Estados Unidos en 2022, un récord histórico. Son unas 295 al día, como si cada mañana se estrellara un avión de los grandes en el aeropuerto de Nueva York.
Con el objetivo de descifrar todas las aristas de un problema global, EL PAÍS ha seguido el rastro a través de ocho ciudades, tres países y dos continentes al asesino en serie más eficaz de los adultos estadounidenses de entre 18 y 49 años, a los que mata más que los accidentes de tráfico y las armas de fuego.
Es un viaje con paradas en los tugurios donde el narco cocina el fentanilo y en los puertos del Pacífico, corroídos por la corrupción. Por la maquinaria de propaganda de Pekín y por los despachos de Washington en los que trabajan los estrategas de una guerra de momento perdida. Se cuela por la frontera con México, en la que en 2022 las autoridades se incautaron de 370 millones de dosis letales, más que suficientes para matar a toda la población de la primera potencia mundial, y sube por las carreteras por las que los camiones lo llevan, escondido entre botes de frijoles, hasta las malas calles de Filadelfia o San Francisco, las dos ciudades que encabezan las clasificaciones de muertes por fentanilo en el mundo.
1.En la guarida del narco: un “cocinero” en Sinaloa
Miguel es, en la definición de las autoridades estadounidenses, uno de los “químicos cualificados” que emplea el cartel de Sinaloa para la producción a gran escala de fentanilo. Aunque Miguel no se llama Miguel. Tampoco es químico. Ni siquiera terminó la secundaria.
Trabaja como cocinero en el territorio de Los Chapitos, los cuatro hijos del Chapo Guzmán que heredaron el negocio mientras el padre cumple cadena perpetua en Colorado (EE UU). “Yo aprendí a cocinar mirando a otros”, asegura Miguel, tirado en el sillón de la casa “de seguridad” a las afueras de Culiacán (Estado de Sinaloa, México) en la que ha aceptado contar su historia con la condición de preservar su anonimato y de que el reportero no desvele ningún detalle que lo delate. El otoño ya entró, pero afuera hace más de 30 grados. El zumbido del aire acondicionado acompaña la conversación, de casi una hora, en un salón medio vacío.
Dice que tiene 29 años y que se gana la vida fabricando fentanilo en la sierra, cuna de narcos históricos, como El Chapo. Dice también que se la gana bien: hace unos 450.000 pesos limpios al día (más de 25.000 dólares, 24.000 euros).
De niño, trabajó en el campo. A los 13, empezó de “puntero”, vigilando un trozo de carretera para los narcos. A los 15, unos tíos suyos lo invitaron a servir en un laboratorio de heroína como chico para todo. Le pagaban 500 pesos. “¿Usted no lo habría agarrado?”, pregunta, sin esperar respuesta. “Obvio que lo iba a agarrar”.
Primero aprendió a convertir la goma de opio en heroína. Después se dedicó a la metanfetamina, mientras estuvo de moda hace algo más de una década. No le gustaba: el olor le daba ganas de vomitar. Su “cocina” de fentanilo en las montañas es un chamizo pequeño, cubierto por unas lonas y oculto por las ramas. Esa es otra de sus grandes ventajas sobre la heroína: no es solo una sustancia mucho más poderosa y adictiva, es también mucho más fácil de producir y transportar. No hacen falta extensos campos de amapolas, ni campesinos que los cuiden, ni tener suerte con la temporada de tormentas.
Para sintetizarla, Miguel sigue una receta de tres pasos. Se refiere a los precursores químicos necesarios para la fórmula como los “líquidos”. ¿Cuántos emplea? Se queda unos segundos en silencio mientras cuenta con las manos: “10, más la base”, dice. De sus “proveedores”, en cambio, no cuenta nada.
Al final del proceso, pone la espesa mezcla a secar sobre una tela extendida. De ahí, salen unos grumos que pasa por una licuadora casera hasta que queda un polvo blanco. El kilo de precursores chinos le cuesta al cartel, según la DEA, la agencia de narcóticos estadounidense, unos 800 dólares. De ahí, salen cuatro kilos de fentanilo. La ganancia puede llegar a suponer entre 200 y 800 veces lo que pagaron al inicio. Es decir, de 160.000 a 640.000 dólares por kilo. Por eso, cuando la demanda aprieta, se juntan hasta 14 a trabajar.
Sinaloa, Estado del noroeste de México, es uno de los puntos calientes de la producción de la droga que tiene en jaque a Estados Unidos. La mayor parte de las incautaciones del Ejército se concentran aquí. La zona de Culiacán y alrededores, uno de los epicentros del imperio de la narcocultura, con su culto al crimen organizado como estilo de vida, está controlada por Los Chapitos. En febrero, detuvieron a Ovidio Guzmán, el hermano menor. La orden del narco fue, después de eso, parar: no hacer ruido, bajar el nivel. “Esperar tantito”. Así que Miguel tiene en suspenso su laboratorio. Dice que de momento está tranquilo con los ahorros y que confía en que vuelva a haber trabajo.
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