Niños migrantes juegan entre las tiendas de campaña en las playas de Necoclí (Colombia), el 29 de febrero de 2024.
CHELO CAMACHO
Rose Mary y Jean Carlos duermen desde hace dos meses en una carpa a la orilla del mar Caribe colombiano. Sobreviven allí con sus dos hijos mellizos de diez años y su perrita Candy. Son venezolanos. Llegaron a las playas de Necoclí, Antioquia, con la vida empacada en unas pocas maletas. Su primer objetivo —como el de miles de migrantes de distintas nacionalidades que acampan junto a ellos— es coger una lancha que los lleve hasta Capurganá o Acandí, al otro lado del Golfo de Urabá.
Por El País
Allí les espera la espesa selva del Darién. Deben caminar durante tres días hasta alcanzar la frontera con Panamá. Después tienen por delante un camino largo, caro y muy peligroso rumbo a Estados Unidos. Hasta diciembre vivían en Piedecuesta, Santander, cerca de Bucaramanga, a más de 700 kilómetros de distancia de Necoclí. Allí reciclaban, arreglaban apartamentos y cocinaban en cenas privadas y hoteles elegantes. Lo abandonaron todo por “el sueño americano”.
En 2023, más de 457.000 personas cruzaron caminando por esa frontera, según información del Gobierno de Panamá y Human Rights Watch. Casi el doble de las 248.000 que pasaron por allí en 2022. Aunque no hay cálculos exactos de 2024, las autoridades locales del Urabá estiman que cada día hay un flujo de entre 1.000 y 2.000 migrantes, concentrados en los puertos de Necoclí y Turbo, en el Atlántico. Con una agravante: muchos no pueden seguir su camino inmediatamente por dificultades económicas, problemas de seguridad o porque las lanchas no dan abasto. Igual que Rose Mary y Jean Carlos, miles de familias venezolanas, peruanas, ecuatorianas, haitianas, cubanas, chinas o afganas permanecen varadas en Necoclí durante semanas o meses. Aguantan hambre, padecen enfermedades y sufren violencia mientras reúnen el dinero para cruzar la selva.
“Yo soy cocinera y mi esposo es chef, pero en Necoclí hemos pasado mucha hambre”, dice Rose Mary a EL PAÍS. “El 8 de enero, cuando llegamos, pesaba 67 kilos. Ahora estoy en 57”. Su esposo pasó de 85 kilos a 74. La perrita también está flaca y deshidratada. Han hecho muchos sacrificios para que sus hijos puedan tener las tres comidas diarias. “El día más duro fue cuando Jean Carlos se puso a llorar y me preguntó por qué lo había traído hasta acá. Estamos en el infierno”, dice la mujer. Él asiente con resignación: “Me dio depresión. Impotencia. No tienes dinero para la comida. Te toca entrar a un baño desastroso, sucio. Es horrible. Yo a veces cocinaba para 800 personas. Los alimentos eran abundantes. Podíamos comer lo que quisiéramos. Ahora no tenemos nada”. A toda la familia le ha pegado duro la playa, el sol y el mar. “A los niños les dio varicela, tos terrible, fiebre, lloraron muchas noches”.
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