Mientras la muerte de Yahya Sinwar, el más cruel de los líderes de Hamás, marca «el principio del fin de la guerra en Gaza» –eso, al menos, ha dicho Benjamin Netanyahu–, se empiezan a colocar sobre el tablero estratégico las piezas de la siguiente ronda de enfrentamientos entre Israel e Irán. Un enfrentamiento en el que, por primera vez, Washington se dispone a tener un papel decisivo.
Alguna vez he comentado en público lo fácil que es hablar de la paz. Es bueno que se haga, claro, pero trabajar por la paz es algo diferente. Para hacerlo, a menudo hay que mancharse las manos. En ocasiones, hasta es preciso derramar sangre propia, como ha hecho en el Líbano el Ejército español a cambio de 18 años –qué fácil es decir ahora que su misión ha sido un fracaso– de precaria paz. Sin embargo Estados Unidos, obligados por su condición de primera potencia mundial, tienen una forma diferente de hacer las cosas. Así, mientras la mayoría de las naciones se limita a criticar a uno u otro de los bandos enfrentados en Oriente Medio, Washington se dispone una vez más a bajar a la arena. En esta ocasión –no siempre ha sido así– para tratar de prevenir una guerra regional que a nadie conviene.
Después del lanzamiento de casi dos centenares de misiles balísticos contra objetivos en Israel el pasado 1 de octubre, Irán tiene ahora que hacer frente a la represalia de su enemigo. Una represalia que, como hemos defendido en artículos anteriores, debe realizarse sobre objetivos militares. El artículo 51.6 del Primer Protocolo Adicional a los Convenios de Ginebra no admite interpretación alguna: «Se prohíben los ataques dirigidos como represalias contra la población civil o las personas civiles». Disculpe, por cierto, el lector que haya querido ser textual, cuando el propio corrector de estilo de mi procesador de texto me reclama insistentemente que mejore la redacción de un artículo que fue redactado de esa extraña manera. ¿De verdad las personas civiles no son parte de la población? Doctores tiene la Santa Madre Iglesia.
Volviendo a lo nuestro, el reto –para Tel Aviv y para el planeta– es lograr que se rompa el círculo vicioso de las represalias; que lo que quiera que haga Israel salde las cuentas sin provocar otra respuesta de Irán. A todos nos conviene que se restablezca la disuasión, única herramienta capaz de garantizar la paz entre dos enemigos irreconciliables porque, en realidad, ambos regímenes –teocrático uno, democrático el otro– encuentran parte de su fuerza en su enemistad.
Dando por sentado que el ataque de Israel se va a producir, las acciones de Washington tratan de influir sobre los tres elementos que van a definir las dimensiones del desafío recíproco.
El freno
En primer lugar, la Casa Blanca se ha esforzado por disminuir la escala de la represalia israelí, presionando en público y en privado para que Netanyahu abandonara las dos primeras ideas que se pusieron sobre la mesa el 1 de octubre: el ataque a las instalaciones petrolíferas o al programa nuclear iraní. En este segundo caso, además, Washington tenía la sartén por el mango, porque las armas de que dispone Israel no podrían garantizar el éxito en la destrucción de las instalaciones de enriquecimiento de uranio iraníes, bien protegidas bajo decenas de metros de roca.
¿Ha tenido éxito el presidente Biden en la difícil tarea de embridar a un Netanyahu crecido por sus recientes éxitos? Parece que, al menos esta vez, sí. O eso cabe deducir del movimiento de dos de los peones de Washington sobre el tablero de Oriente Medio: el sistema de misiles THAAD y el bombardero pesado B2. Ambos parecen compensaciones de Estados Unidos a las probables concesiones de Tel Aviv.
¿Cuál es el papel concreto de estos dos peones norteamericanos en el control de la posible escalada? Cuando se produzca el ataque a sus instalaciones militares, Teherán puede adoptar dos líneas de acción. La primera es negarlo, como sabiamente hizo el pasado abril. La segunda, devolver el ataque. Para incrementar las posibilidades de que opte por la primera, la Casa Blanca se ha esforzado por fortalecer tanto el escudo de Israel –ahí juega su papel el THAAD– como su espada, el furtivo B2.
El escudo
El ataque iraní del 1 de octubre, realizado exclusivamente con misiles balísticos, no ha sido tan inocuo como el del pasado abril. Aunque la limitada precisión de las armas iraníes haya evitado daños graves en las bases aéreas de Israel, unos y otros saben que si el objetivo hubieran sido las grandes ciudades habría que lamentar muchos muertos civiles.
Por si esa amenaza no fuera suficiente, los misiles Arrow israelíes, los únicos capaces de interceptar misiles balísticos fuera de la atmósfera terrestre, son extremadamente caros. Se trata de poner a más de 100 kilómetros de altura un vehículo autopropulsado con la capacidad de maniobra suficiente para lograr un impacto directo contra un blanco que vuela a miles de kilómetros por hora, y eso no puede ser barato. Cuando se considera el precio –los misiles equivalentes de Estados Unidos cuestan más de 10 millones de euros cada uno– se intuye que estamos hablando de un bien escaso.
Nadie sabe cuántos Arrow le quedan a Israel, pero seguro que no le vendrá mal que su aliado le eche una mano. Y esa mano, que ya estaba tendida cuando los destructores de la marina norteamericana interceptaron algunos misiles balísticos iraníes con sus misiles Standard SM-3, se estrecha ahora más firmemente con el despliegue en Israel de una batería de misiles THAAD.
No voy a describir estos misiles, que ya han sido objeto de un artículo en El Debate. Pero sí es importante llamar la atención sobre el hecho de que, en esta ocasión, no se trata del suministro de armas a Israel, sino del despliegue de la unidad militar norteamericana que las emplea. El sueño de Volodimir Zelenski en la guerra de Ucrania se hace realidad en Oriente Medio. ¿Por qué es tan importante la diferencia? Porque en Teherán se habrán dado cuenta de que un ataque a la batería de THAAD sería interpretado como un ataque directo a Estados Unidos.
Resumiendo la situación, el centenar de soldados norteamericanos que se despliegan en Israel no solo contribuyen a evitar la saturación de las defensas israelíes ante un hipotético ataque masivo de Irán; no solo suman sus misiles a las menguantes existencias de su aliado. Más importante todavía, desempeñan el papel estratégico de tripwire, ese cable que dispara un explosivo cuando lo pisamos. Para reforzar la disuasión, Washington asume el riesgo de involucrarse en la guerra. ¿Funcionará? Mejor para todos que sea así. Personalmente, estoy convencido de que una sola brigada norteamericana desplegada en Ucrania antes del 24 de octubre de 2022 habría evitado la invasión rusa.
La espada
El otro elemento que, no por casualidad, ha hecho su aparición en Oriente Medio en estos difíciles días es el bombardero pesado B2, que ha atacado instalaciones subterráneas de los hutíes el pasado día 16. Más que cambiar la situación que vive Yemen, el objetivo de los ataques parece haber sido recordar a Irán cuáles son las capacidades de la fuerza aérea norteamericana.
No es la primera vez que los aviones norteamericanos actúan contra objetivos militares en Yemen, pero el B2 pertenece a una liga diferente porque puede emplear armas mucho más pesadas que las que llevan los cazas israelíes. Entre ellas, las poderosas bombas antibunker GBU-57, de 14 toneladas, únicas capaces de penetrar en las densas defensas que protegen algunas de las capacidades críticas de Irán. Por si sirve de comparación, las bombas que se supone que empleó Israel en el ataque que mató al líder de Hezbolá en Beirut no llegaban a una tonelada.
Así pues, las cartas están dadas. El envite conjunto de Tel Aviv y Washington pronto estará sobre la mesa. Todos estamos deseando que Irán pase en esta ronda, aunque sabemos que, si lo hace, solo será un mal menor porque no dará la partida por perdida. Se limitará a reservar sus bazas para el juego de terror protagonizado por sus proxies. Y, frente a esto, de poco valen armas como el THAAD o el B2.
Originalmente publicado en el diario El Debate de España
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