El doctor Pablo Gabriel Asan ha llevado al público su reciente obra titulada Sigo aquí, no he partido: Coloquios de la vida y la muerte una propuesta literaria que aborda profundas temáticas existenciales a través de sus experiencias con pacientes terminales. Esta obra, según el propio autor, busca consolidar un espacio de reflexión sobre los aspectos inevitables de la vida y la muerte, y proporcionar consuelo a quienes atraviesan momentos de duelo.
La primera edición de Sigo aquí, no he partido -disponible en el formato tradicional de papel y en el digital- amalgama las experiencias y diálogos que Asan ha sostenido con aquellos que se encuentran en sus últimos momentos, ofreciendo perspectivas que trascienden lo anecdótico. Este enfoque implica no solo una mirada introspectiva sobre la muerte, sino también una herramienta para el consuelo y entendimiento en momentos críticos de la vida.
El objetivo fundamental de la obra es, como menciona Asan, ofrecer un soporte espiritual y emocional. Las reflexiones que el autor comparte están basadas en su extensa práctica médica y sus vivencias personales, lo que añade una capa de autenticidad y humanismo a la narrativa. Asan destaca que “el alma, esencia de la vida y contenido de nuestro cuerpo, debe ser el motivo y motor para desempeñar nuestro mejor papel en el plano que nos toque transitar,” invitando a los lectores a contemplar cómo sus acciones influyen en su legado y en el bienestar de sus seres queridos.
Aquí, un fragmento del primer capítulo.
¿Es la muerte un último escalón? ¿Hay algo aguardando luego de cada vida terrenal? ¿Es posible la existencia de un alma física? ¿Finalmente es capaz nuestra esencia de viajar de un cuerpo a otro?
Muchos son los interrogantes que, a lo largo de la historia de la humanidad, se han planteado en torno a estas incógnitas. Distintas religiones, culturas y creencias tienen sus diferentes puntos de vista.
Existe la natural necesidad de dotar de lógica a lo desconocido que sucede tras el cese de esta vida, la actual, y la necesidad de dar un sentido, desde lo más sagrado a los fallecimientos y a los posibles escenarios con los que podríamos encontrarnos luego de nuestro último halo de conciencia terrenal.
Por ejemplo, en religiones monoteístas como el judaísmo, cristianismo e islam, existe una especie de sistema basado en recompensa y castigo, en la que se afirma la existencia de un cielo o paraíso reinados por la paz y armonía. Aves de hermosos colores y seráficos cantares. Ríos de agua dulce y cristalina provenientes de fuentes inagotables que corren por los suelos. Frutos de todo tipo y sabor como ramificaciones de árboles infinitos. A este, acuden aquellas almas de cuyas personas han mantenido un comportamiento admisible, aprobable a los ojos de Dios, ser supremo, perdonador y misericordioso, sin comprensión posible de su magnificencia por la mente humana. Un balance predominante de buenas acciones, arrepentimientos sinceros de aquellos actos perniciosos cometidos y, por ende, la no reincidencia en estos, permitiría el acceso al cielo prometido.
A su vez, se afirma la existencia de un infierno o “fuego” eterno, en el cual reina el sufrimiento, la pena y el arrepentimiento. Aquí, finalizan las almas de personas que en su vida terrenal han cometido actos imperdonables, o sin arrepentimiento sincero, o bien, reincidiendo en estos sistemáticamente.
En contraparte, en las religiones más orientalistas, como el budismo y el hinduismo, este premio o punición se plantea en forma de una nueva “oportunidad”, o reencarnación en la que el alma tiene la posibilidad de ir vida a vida, o reencarnación en reencarnación, evolucionando en dirección “ascendente” transitando innumerables vidas hasta llegar a un punto de elevación o perfección en la cual el alma se eleva sin volver a reencarnar y permaneciendo en un estado eterno de resguardo celestial y superioridad; por otra parte, de la misma manera en sentido “descendente”, el alma, según sus acciones, si estas fueron “malas”, transitan un proceso de degradación, que transcurre de vida en vida.
Una de las más fuertes teorías de la reencarnación y transmigración de las almas, afirma que siempre, de una manera u otra, estas vuelven a cruzarse en un mismo núcleo familiar o social. Así, quien haya sido nuestra abuela en la vidas pasadas, podría ser nuestra hija, nieta, mejor amiga de la infancia.
Los misterios que envuelven el fenómeno de la reencarnación pueden ser interpretados por personas dotadas por dones, o quienes nacen con un sentido de la percepción con el cual no cuenta el grueso de la humanidad, acercándose a la realidad que esconde. En contrapartida, todo podría ser mera casualidad y no existir tal reencarnación.
Las almas iniciarían de cero y, al desocupar un cuerpo, se desvanecerían definitivamente como un bien utilizado a nuevo hasta ya no cumplir ninguna función por el inevitable desgaste, siendo igualmente cruel el paso del tiempo para el cuerpo como para esta que lo ocupa. O bien, acabar en un gran depósito de almas.
¿Es posible, acaso, que no exista un alma y en definitiva seamos tan solo un enorme contenedor de átomos, movidos por innumerables reacciones físico químicas, influenciadas por energías internas y externas que interaccionan constantemente y que al desgastarse o sufrir una alteración, comienza un deterioro inevitable que desemboca en el cese de absolutamente todas esas funciones?
La manera en que hemos sido criados, hemos crecido, con quiénes hemos compartido la mayoría de los días de las etapas más importantes y trascendentes de nuestras vidas, de quién hemos aprendido, qué hemos aprendido, cuánto interés le hemos puesto en escuchar al otro, leer, aprender, recapacitar sobre nuestra existencia; todos o cada uno de estos factores, podrían determinar la forma en que vemos esta temática al ser adultos y tomar conciencia de que muy posiblemente no sea solo un cuerpo de lo que estamos hechos, sino también de una esencia interna, profunda, imperceptible a la vista y que puede determinar nuestra forma de ser y actuar.
La idea de un alma material no es nueva. El filósofo griego Heráclito, quien vivió en el siglo vi a. C., pensaba que el alma estaba compuesta de un tipo de materia inusualmente fina o rara, como el aire o el fuego. Sin embargo, si era material, tenía que tener algo de peso. Si el alma tiene peso, significa que tiene masa y esta está sujeta a la fuerza gravitacional de la Tierra. Esto, con el paso de la historia, ha motivado a diversos investigadores a realizar experimentos para pesar el alma.
En 1907, el médico escocés Dr. Duncan McDougall, basándose en la teoría de que el alma existía como parte de nuestro ser, llevó a cabo un experimento que consistía en pesar a un número determinado de pacientes que se encontraban cercanos a su momento de muerte. Cuando la muerte era inminente, toda la cama del paciente se colocaba rápidamente en una báscula de tamaño industrial altamente sensible.
En cada caso, cuando el paciente espiraba por última vez, notaba un cambio repentino extremadamente pequeño, casi imperceptible, en el peso del fallecido, que no podía explicarse por otros medios. La masa o gramaje faltante, que representaba esta pérdida de peso, respaldó la hipótesis de que el cuerpo tenía un alma que tenía masa.
Al morir el cuerpo visible, el alma parte, y también esta masa. McDougall midió el peso del alma, basándose en la pérdida promedio de masa en estos seis pacientes, en 21 gramos.
Un artículo que resumía sus hallazgos apareció en la revista American Medicine en 1907. Las críticas no se hicieron esperar. El primer crítico, rápidamente señaló que el esfínter y los músculos del suelo pélvico se relajan en el momento de la muerte, y que la pérdida de los 21 gramos, tal vez, se debía a la orina y/o las heces expulsadas. Respondiendo a esto, McDougall rebatió que, si así fuera, el peso permanecería sobre la cama y, por tanto, sobre la báscula.
En otra de las refutaciones, alguien más sugirió que la exhalación final de los pacientes moribundos podría haber contribuido a la pérdida de peso, dando a entender que el aire restante que el fallecido no había exhalado, representaba esos 21 gramos. Para responder a esto, McDougall se subió a la cama y exhaló con la mayor fuerza posible, eliminando todo el aire posible contenido en los pulmones mientras su asistente observaba la báscula. No hubo ningún cambio.
En el ámbito médico, y más a menudo en cuidados paliativos, se suele hablar de un estadio de fin de vida, en el cual por numerosos signos que el profesional logra ver, sabemos que el paciente está próximo a su fallecimiento. En esta etapa, se dejan ver diferentes signos y síntomas, entre ellos los conocidos delirios de fin de vida, los cuales, si son analizados desde una óptica científica, se podría afirmar que son el resultado del deterioro lógico en contexto de una enfermedad en estadios terminales, la acción de múltiples fármacos e incluso la falla multiorgánica ineludible de esta etapa.
En estos momentos de la vida, los pacientes refieren ver personas, muchas veces familiares o conocidos, situaciones inexistentes a nuestra vista. Generalmente, lo hacen mirando un punto fijo. Son innumerables los casos de pacientes que, cercanos a su partida, refieren ver a familiares ya fallecidos presentes en ese momento, en esa misma habitación. Afirman que vienen a buscarlos, a guiarlos. Posiblemente sea el mismo fenómeno que ocurre con aquellos que han permanecido en coma por unos minutos o días, generándose un estado mínimo de conciencia o un estado alterado de la misma. Quizás sea ese mismo estado el que se precisa para estar en contacto con habitantes de otro plano o frecuencia.
La famosa escritora Elisabeth Kübler Ross, explica en una de sus tantas obras, que “los pacientes al final de su vida, en el punto más cercano a sus últimos momentos en este plano, refieren ver una luz brillante, que irradia un intenso y agradable calor, energía y espíritu, de una fuerza arrolladora. Los enfermos sienten en esta ocasión entusiasmo, paz, tranquilidad y la esperanza de finalmente llegar a casa. Esa luz, muchos la llamaban Dios, otros Buda, otros Cristo, según su creencia. Todos estaban de acuerdo en que se sentían envueltos por un amor arrollador, la forma más pura de amor, un amor incondicional”. Estas experiencias reales en pacientes que finalmente volvieron de esa luz para continuar en este plano por tiempo indeterminado, referían que esa experiencia había influido profunda y positivamente en sus vidas.
Si intentamos trazar un paralelismo de estas situaciones, cuando alguien medita profundamente o es sometido a hipnosis para realizar regresiones, o bien al dormir, tenemos un sueño vívido en que, incluso al despertarnos, creemos que esa persona estuvo realmente ahí mientras dormíamos; estas situaciones, todas, requieren de un estado de conciencia distinto al que llevamos naturalmente el resto del día, cuando no podemos percibir fenómenos que posiblemente conviven con nosotros y no los notamos. ¿Por qué negarse a creer que existe otro plano, el cual no podemos notar por encontrarnos en frecuencias distintas?