Por ALEJANDRO SEBASTIANI VERLEZZA
ASV: Convendrás conmigo si te digo que casi siempre un escritor es ante todo un lector. Y también si te digo que esa lectura se extiende a todos los ámbitos de la vida, lo que podría llevarnos a pensar que así no estemos escribiendo, en el fondo, lo hacemos.
RMB: En mi caso, ciertamente, sin lectura no habría escritura. Por buena parte de la vida uno es lo que lee y, por lo tanto, decir que uno es lo que escribe es decir lo mismo. Y sí, con la excepción de algunas pausas o bloqueos, unos más densos o largos que otros, cuando estamos en estado de escritura, por decirlo así, estamos escribiendo siempre aunque no escribamos: en la cola del mercado, durante el almuerzo, al despertar, al enamorarnos, cuando nos roban, cuando esperamos o escapamos, incluso cuando simplemente nos echamos en la cama y miramos las grietas del techo y, aparentemente, no hacemos nada, también entonces estamos escribiendo. Y acaso sólo mientras leemos, en el instante de la lectura devota, por minutos o por horas, dejamos de escribir, suspendemos la escritura y sólo leemos (he allí la belleza). Pero basta cerrar el libro, o levantar la mirada al aire unos segundos, para comenzar, inevitablemente, a escribir de nuevo. Esto puede ser una desgracia, claramente. Ahora bien, las pausas y bloqueos que mencionaba antes se dibujan y desdibujan como espesa esperanza y siniestra fe: se puede dejar de escribir, ojalá, quizás, algún día; pero no se puede dejar de leer, ni que quieras, jamás, porque entonces, para qué la vida, ¿no?
ASV: Háblame de algunos libros importantes para ti, No tienen que ser muchos. Solamente a los que vuelves.
RMB: Esto podría llevarse la entrevista entera. Sería bonito tachar todas las preguntas por venir y quedarse, para siempre, con ésta. Como me pides, no obstante, “solamente algunos”, reduzco la lista al mínimo imprescindible. Hablo sobre todo de libros que leí tempranamente, en la primera juventud, y a los que, durante años, he vuelto. Los descubrimientos recientes, los de, digamos, la última década, quedan fuera. Y los libros que ahora evoco son, seguramente, insuficientes. Dentro de un par de preguntas recordaré algunos más y me arrepentiré de haberlos dejado a un lado. Qué se hace. Tres novelas: Moby Dick (Melville), Memorias del subsuelo (Dostoyevski) y La metamorfosis (Kafka); un poemario: Textos del desalojo (Antonia Palacios); tres ensayos: El espejo del mar (Conrad), La experiencia literaria (Alfonso Reyes) y Regreso de tres mundos (Picón Salas); un libro de cuentos: Sólo para fumadores (Ribeyro). Aparte de esta lista mínima de obras, hay, claro, autores a los que uno vuelve y vuelve, inagotables, por razones de felicidad verbal, emocional o de la mirada. Y no se trata ya de un libro o el otro, sino de algo mucho más hondo. Qué feliz me hacen Borges o Lezama, cuánto me dan Vallejo o Clarice, Ciorán o Ramos Sucre. Y mejor parar.
ASV: A mí me gustaría que dentro de esta memoria de lectura que haces, agregues algo más, por ejemplo, sobre Ribeyro, y si quieres, también sobre todos los demás. ¿Cómo llegaste a ellos?
RMB: A Dostoyevski y a Conrad llegué por María Fernanda Palacios, esa mujer maravillosa a la que nunca le estaremos lo suficientemente agradecidos: no alcanzaría la vida para ello. A todos los demás, no lo sé muy bien: supongo que por olfato, por instinto, por casualidad. Redundaría si me explayara sobre las novelas, siento que ya muchas veces he dicho lo mismo: qué pasta de narradores, qué escritura, qué historias, qué personajes, qué mirada. En cuanto al poemario de Antonia, pues yo descubrí en ese libro algo que todos descubrimos tarde o temprano, pero a mí me pasó con Textos del desalojo: la palabra quizás alcanza: tal vez hay un modo de verbalizar lo atroz; eso, que pareciera no poder tenerla, tiene, sin embargo, una expresión posible, y, además, fulgurante. En cuanto a los ensayos, y a los ensayistas, qué maravilla esa capacidad de pensar y modular el mar, el mundo, la literatura, pensándose a sí mismos: hablando desde esa otra razón –la que verdaderamente nos atañe– que es la razón del alma.
En cuanto a Ribeyro, más allá de su factura literaria, de la franqueza de su tono, de la maestría con la que construye cada relato o prosa apátrida, de su feliz anacronismo (cosa que amo) y su aborrecer “el arte de la guerra” –como llamaba a los experimentalismos–, respira toda su aparatosa, hermosa y ridícula humanidad, su discreta compasión y titubeante amistad. Como si hubiese un tímido gesto de camaradería en cada una de sus líneas. Uno lo lee y cree, aunque sea sólo unos minutos, comprender un poco el mundo (o al menos figurarse una cierta nitidez para sus enigmas); uno lo lee y se siente, de algún modo remoto, comprendido (se trata de un pesimista, pero lleno de esperanza, como él mismo decía): uno lo lee y quiere, no se sabe muy bien por qué, darle un abrazo, beberse un vino con él. No es, entonces, sólo un autor –y perdón por decir esto desde “el imperio de la emoción”–, sino algo como un amigo, alguien siempre dispuesto a regalarnos con su sencilla y cálida, su amorosa y vigilante sabiduría. Se dice que todos buscamos un lugar en el mundo. Me parece que Ribeyro, como pocos, nos empuja a atisbar ese lugar, o acaso, mejor aún, a saber que nunca lo encontraremos, cosa que se le agradece.
ASV: Escribiste una biografía sobre Antonia Palacios. Me gustaría, si quieres, que recrearas lo que significó para ti embarcarte en la escritura de Tiempo hendido.
RMB: Fue una experiencia dura y hermosa a la vez: un trabajo titánico. Cuando Diego Arroyo -fue su idea, no mía- me propuso que escribiera la biografía de Antonia Palacios para la Biblioteca Biográfica de El Nacional, no dudé en aceptar. Es mucho lo que yo le debo a Antonia, a su obra. Y por eso emprendí ese libro, no sin temor: había que convertirse, de la noche a la mañana, en detective salvaje, en audaz periodista, en neurótico cazador. Lo primero fue volver a leer, completa, la obra de Antonia. Luego vinieron interminables revisiones en archivos de todo tipo, en las polvorientas bibliotecas públicas y privadas en las que podía haber algo, lo que fuera, sobre Antonia. Y luego las entrevistas. Una tras otra. Una llevaba a la otra. Y de las entrevistas surgían pistas para nuevas búsquedas en nuevos archivos. Y de los nuevos archivos, nuevas entrevistas.
ASV: ¿Qué descubriste?
RMB: No pocas maravillas y algunos horrores. Cada vez que algo revelaba una nueva arista de la autora, yo era absolutamente feliz. Pero también oí cosas que nunca hubiera querido oír: supe cosas que hubiera preferido no saber. Pude recorrer entero, siguiendo el hilo de la vida de Antonia, el siglo XX venezolano. Y encontré de todo: hay mucha generosidad y belleza, entre nuestros literatos; pero también hay mucha miseria, mucha cosa triste. Durante la investigación, una certeza terminó de redondearse: yo amaba perdidamente a Antonia Palacios. Y amar, ya se sabe, es también sufrir. Durante dos o tres años mi vida se reducía a una única cosa: amar a Antonia. Fíjate que no se trata de una amistad, sino de un como romance. El testimonio de ese romance, que naturalmente ha tenido consecuencias serias en mi vida, es Tiempo hendido. Entre una cosa y otra comencé la redacción: qué difícil decidir qué contar y qué no, qué incluir y qué no; qué complicado negociar con las memorias –propias y ajenas– de una vida; y qué duro reconstruirla, verbalmente.
ASV: Y tú, desbordado.
RMB: Ya te imaginarás. Aquel proyecto primero que debía tener unas cien páginas como mucho, fue creciendo y creciendo, desmesuradamente. Un animal me invadió y tomó las riendas del asunto. No había nada qué hacer. El libro ya no cabía en el formato de la Biblioteca Biográfica: era un monstruo. Cosas del amor, supongo. Luego pasó, por suerte, lo del Transgenérico; y allí comenzó otro proceso, no menos incómodo y difícil, para llevar a término la edición. Comenzaron a surgir dificultades de toda índole que seguramente no vale la pena traer a cuento ahora. En cualquier caso, la gente de la Fundación para la Cultura Urbana apoyó el proyecto y dio la lucha por el libro hasta que, finalmente, se publicó.
ASV: Antonia Palacios murió en el año 2001. ¿Tuviste oportunidad de conocerla?
RMB: A finales de los 90, yo escribía reseñas en la página de novedades editoriales de El Universal. Era la época, también, en que me acercaba al fin de mi periplo estudiantil en la Escuela de Letras y andaba escribiendo mi primera tesis (que luego abandoné) sobre la obra de Antonia Palacios. Compartía la neurosis de la tesis con aquel trabajo feliz: escribir sobre libros. Una vez, recuerdo, reseñé un libro de Rafael Arráiz Lucca y él, amabilísimo, me invitó un café para agradecer la lectura. Le hablé de mi tesis (somos condenadamente monotemáticos, cuando andamos en eso) y él me ofreció llevarme a casa de Antonia, conocerla, entrevistarla quizás. Yo le dije que lo pensaría, y lo pensé, y lo pensé tanto que me dio miedo (yo era joven y tonto, verás; tonto sigo siendo, joven ya no). Así que no llamé nunca a Arráiz Lucca, y no fui nunca a casa de Antonia. Ya después fue tarde: el aislamiento de Antonia, su irse apagando, su irse despidiendo del mundo, el 2001. De modo que sí, yo era un lector de Antonia desde mucho antes. Había leído Textos del desalojo muy joven, y fue uno de los libros que me descalabró la existencia, como te decía antes. Tiempo hendido intentó ser, veinte años después, el pago a esa vieja deuda –Steiner dixit– de amor.
ASV: Te he oído decir varias veces: no hay tiempo para escribir. ¿Y entonces, cómo ve la vida un escritor que no escribe y anda ocupado en “otros asuntos”?
RMB: Lo que sucede es que ningún asunto, allá en el fondo, es ajeno a la literatura. Como anotábamos hace rato, uno vive escribiendo, aunque no escriba. Ahora bien, para efectivamente escribir (sobre el papel y no sólo en la cabeza o el alma o donde sea) se necesita tiempo. Quien va haciendo, conscientemente o no, de la escritura la vida, o de la vida la escritura, debe luchar a brazo partido contra la ferocidad del tiempo y las miles de ocupaciones extraliterarias (aunque, en el sentido estricto, repito, nada es “extraliterario”) que son las que te permiten sobrevivir, acaso para seguir leyendo, y escribiendo. Se vive esa tensión perpetua entre los mil oficios, odiados y necesitados para subsistir, y el tiempo de la escritura. Se cruzan esos dos tiempos, uno infame, el otro feliz, y mutuamente se roban. Al final, no se sabe cómo, también el escritor saca tiempo, no sé cómo, no sé de dónde, para hacer lo único que sabe hacer –aunque quiera a ratos, cosa curiosa, dejar de hacerlo– que es escribir. No sé cuál sea la fórmula: simplemente, felizmente, sucede. Es verdad que me quejo mucho por no tener tiempo (y por todo: será la sangre húngara). Pero también es verdad que, de una forma u otra, casi siempre termino por encontrar ese tiempo que no tengo.
ASV: ¿Cómo fue tu experiencia italiana en la escuela de Alessandro Baricco? ¿Podrías contar qué aprendiste y cómo lo pones en práctica, si tal cosa es así?
RMB: Fue una bella experiencia. Acaso más por el simple hecho de vivir en otro mundo y en otra lengua –eso, creo, es infinitamente fructífero para cualquiera, en especial si esa otra lengua es bella, que no todas lo son–, que por la Scuola Holden en sí misma. Sin embargo, ese taller perpetuo (mañana, tarde y noche, a veces) durante dos años fue, también, muy enriquecedor en lo que al oficio de escritura se refiere. Supongo que, sobre todo, para conocer los límites de uno, para probarse en tantos géneros diversos y para intentar escribir desde perspectivas inéditas, probándose en tiempos, voces, tonos y temas que “no son los de uno”, pero de los que uno puede aprender mucho para hacer, luego, “lo que uno hace”. En sentido estricto no se aprenden técnicas o fórmulas, pero sí modos de lidiar con la página en blanco, de resolver puntos ciegos de un texto, de soltar la mano y dejar de temerle tanto a la escritura pero, simultáneamente, de volver a temerla (en verdad es justo y necesario…). Las mismas cosas que se aprenden en cualquier taller de escritura, supongo, el desarrollo y la problematización de una “conciencia literaria”, al fin y al cabo, sólo que de manera intensiva, en otra lengua y, por tanto, desde otra visión de mundo.
ASV: ¿Crees necesaria, paralelamente a la escritura, una reflexión constante sobre ella misma? ¿O piensas que tal cosa carece de sentido y lo mejor es lanzarse a escribir lo que se pueda?
RMB: No. Es decir, esa reflexión que acompaña la escritura es, quizás, inevitable, pero puedes evitar modularla, puedes callarte, y dejarla ser parte de tu taller personal: se queda contigo, en tu cabeza, en tus apuntes, no la haces pública, te la reservas. Hay escritores –pienso en Ida Gramcko– que a lo largo de toda su vida llevaron a cabo un denso y esplendoroso contrapunteo entre la obra y el pensarla, entre poesía y poética. Pero hay muchos más que no lo hicieron: que se llevaron a la tumba el secreto de su oficio, que nunca necesitaron exponerlo o, siquiera, meditarlo seriamente por escrito (pienso en Teófilo Tortolero, por ejemplo). O que acaso, simplemente, no lo separaron de su obra poética o ficcional. Creo, entonces, que lo que carece de sentido es pontificar. Siempre se escribe lo que se puede escribir: y si eso pasa o no por un detenerse a pensar en la propia escritura, puede que esto no tenga nada que ver con el resultado profundo de esa escritura, con lo que, después de muerto el escritor, llamamos “la totalidad de su obra”. Cuestión de ánimo, de temperamento, formas de estar en el mundo, o de evadirlo.
ASV: ¿Pero esa evasión no podría ser otra forma mucho más intensa de estar en el mundo?
RMB: Eso es exactamente lo que siente, me parece, el protagonista de Sangre patricia, de Díaz Rodríguez, pero mira cómo le termina yendo, ¿no? Aunque, dadas las circunstancias, uno hasta podría tentar una lectura en la que ese “suicidio”, si es tal, es incluso feliz. En cualquier caso, es lo que ha sostenido Vargas Llosa tantas veces, que todo narrador es un inconforme, y que toda novela es una tentativa de cambiar, corregir o abolir la realidad. Destruir el mundo para crear uno nuevo, verbal, ficcional. Así, desde esta perspectiva, evadir el mundo pudiera ser una forma mucho más intensa, sí, de estar en él. Y uno piensa en Salgari, en Borges, en Lezama; y en cómo allí estalla esa intensidad de lo que tentativamente podríamos llamar “lo irreal” que deviene “real”: lo “irreal” que es más real, a ratos, que lo mismo “real”. Pero está también la otra versión de los hechos, esa mirada tan lúcida e inquietante –y tan distinta, en cada caso– de Rafael Cadenas, Juan Liscano, Hanni Ossott o Armando Rojas Guardia, por ejemplo, en algunos de sus ensayos. Ese llamado a, justamente, lo real: no ya a evadirlo sino, todo lo contrario: atenderlo, mirarlo bien, saberlo escuchar.
ASV: ¿Cómo empiezas un cuento? ¿Vas tras una imagen? ¿Boceteas posibles historias? ¿Escribes sin saber cuál camino tomarás?
RMB: Nunca un cuento es igual a otro: a veces parte de una imagen, de una frase, de un impulso repentino e inefable que en el proceso de escritura se redondea y completa solo; otras veces, en cambio, parte de años de “notas mentales”, de complejos esquemas y hondas meditaciones. A veces sabes exactamente cómo y desde dónde desarrollarás la historia; sabes, incluso, la frase final, y en cuántas cuartillas, aproximadamente, llegarás a ella. Otras veces no sabes nada, confías en que algo te está llevando, avanzas dando palos de ciego, pero tal vez, ojalá, un perro invisible te guíe. Hay cuentos que se escriben en una sola sentada, y vienen, en apariencia, redondos. Otros se demoran años en cuajar. Felisberto Hernández, ese gran cuentista raro entre los raros, decía que el cuento es como una planta, que cada planta es distinta en formas, en hábitos, en modos de crecer, y que el cuentista sólo debe estar allí, atento, vigilante, para ayudar a que esa planta sea la planta que está llamada a ser.
ASV: Dices eso y se me viene a la mente Nabokov con Vera cazando mariposas en un bosque.
RMB: Hermosa y justa manera de decirlo, la de Armando. O la de Nabokov. También Patricia Highsmith ha hablado de las “antenas invisibles” que tiene el escritor. Y que le permiten detectar, aun cuando está en descanso, aun cuando está ocupado en otra cosa, dónde una imagen o una idea que dispare un texto. Eso que llega de repente, sin esperarlo, pero que el cuerpo del autor (gracias a sus “antenas invisibles” o su “espera activa”) está preparado, entrenado, para captar y atrapar. Al fin y al cabo es volver a lo que anotábamos al principio: estamos escribiendo hasta cuando no estamos escribiendo. Tal vez de allí la sensación perpetua de necesitar, ahora sí, vacaciones. Incluso cuando estamos de vacaciones. Qué remedio. La caza no tiene fin.
ASV: Muchos de tus personajes hablan de la estupidez, como si fuera una etapa de júbilo y de inconsciencia previa a la lucidez. Esto pasa en algunos cuentos de Las guerras íntimas. ¿Es una ocurrencia mía?
RMB: Si tú has encontrado eso, pues eso debe estar allí. Yo nunca me he detenido a pensar seriamente en el asunto: no creo que, en un sentido estricto, a la “estupidez” le siga siempre la lucidez. El mundo está lleno de estúpidos perpetuos y de eternos lúcidos también. Así, felizmente, algo se equilibra. En cualquier caso, puede ser que en algún momento me haya interesado explorar voces narrativas juveniles, jubilosas, inconscientes, y detenerme en cómo eso puede modular un cierto estado de felicidad lo mismo que una desgracia, una tragedia. Creo que lo que me interesaba, en ese sentido, en los cuentos de Las guerras… era, sobre todo, poder articular voces más o menos sólidas. Si esa solidez se montó, a ratos, en la tensión o proceso que adviertes (estupidez/lucidez), yo no lo sé. Pero nunca tuve intención alguna de formular una tesis sobre el paso de la estupidez a la lucidez (o sobre nada, la verdad).
ASV: Bueno, lucidez en un sentido muy lateral, es como si a los personajes en algún momento “les cayera la locha”.
RMB: Bueno, supongo que no puede ser de otra manera, ¿no? Si un cuento debe mover a sus personajes, o al menos a uno de ellos (o incluso, a veces, al lector, como muy quedamente, sin que los mismos personajes se enteren), hacia una situación límite, en la que de repente se ve obligado a comprender algo o comprenderse, a mirar algo o mirarse por primera vez en crudo, en hondo, sin muletas y amparos, creo que es inevitable esa cierta revelación, ese develar el enigma o potenciarlo como tal sin resolverlo. Es como que si no “les cayera la locha” no habría cuento posible, ¿o sí? Una vez más tanteo en lo oscuro. Pero creo que de allí deriva la idea de “apertura” de la que habla Cortázar en su poética del cuento. Sin esa “locha caída”, me parece, no hay “apertura” posible. ¿Qué pasaría en “El pozo y el péndulo”, de Poe, si el personaje no lograse vislumbrar en la penumbra eso absolutamente espantoso que habita el pozo y que nunca se nos dice qué es? ¿Qué pasaría en “Las ruinas circulares”, de Borges; o “El intruso”, de Lovecraft; o “Axolotl”, de Cortázar, si el protagonista no se diera cuenta, al final de cada relato, de lo que realmente es, o ha sido, o será ya para siempre? ¿Qué pasaría en “El almohadón de pluma”, de Quiroga, si la criada no levantase la almohada en su horrible peso y Jordán no rasgase la funda? ¿Qué pasaría en “La tercera expedición”, de Bradbury, si el protagonista no presintiera, demasiado tarde de cualquier forma, que ese repentino paraíso no era tan normal? Y así podríamos seguir durante horas: los ejemplos son inagotables.
ASV: ¿Ya cuando estabas en el taller con Laura Antillano tenías tiempo escribiendo?
RMB: No sé exactamente cuándo comencé a escribir. De niño escribía unos cuentos absurdos, ilegibles. A veces me topo con alguno de ellos y muero de risa o vergüenza. Así mismo, en la adolescencia, como todos, escribí poemas de amor, uno más infame que el otro. También me salen al paso, de cuando en cuando, y, naturalmente, los desaparezco espantado. Al taller de Laura llegué, justamente, porque ya escribía, no sé con cuánta seriedad; y alguien me habló de ella, de ese bello espacio en una quinta de Naguanagua, y yo fui. Laura, generosísima, me abrió las puertas de su taller, a mí y a tantos más como yo, y me obligó o me ayudó a obligarme a pensar la escritura de otra manera. En ese primer taller, y bajo la mirada vigilante y cálida de Laura, comenzaron a hacerse fundamentales para mí las lecturas grupales, la confrontación crítica, las voces que se te revelan (recuerdo haber leído por primera vez, allí, los cuentos de Arreola, que para mí fueron fundamentales). Quizás allí comenzó, no la escritura, pero sí el trabajo de esa “conciencia literaria” de la que hablábamos antes. Yo le estoy inmensamente agradecido a Laura Antillano. Sin ella, sin su taller, probablemente yo hubiese muerto de tedio en mis últimos años valencianos. Y quién sabe si, de no ser por lo que en mí pasó entonces, yo aún escribiría.
ASV: Ya cuando te vienes desde Valencia para estudiar Letras en Caracas, ¿tenías cierta idea de la escritura, o te la fuiste, luego, con el tiempo, formando en el camino?
RMB: Como te decía, tal vez la “conciencia literaria” primera haya comenzado allá, en el viejo taller de Naguanagua. En la Escuela de Letras, no obstante, esa conciencia se afinó: más que desde la escritura en sí misma, desde ese otro modo de escritura que, ya lo decíamos, es la lectura. Yo, como todos los de mi generación, tuve grandes maestros en la Escuela de Letras de la UCV. Pienso en lo mucho que significaron para mí, por ejemplo, las clases de María Fernanda Palacios: descubrir no sólo a Lorca y a Lezama, a Dostoyevski y a Conrad, como anotábamos antes, sino, sobre todo, aprender a leer de verdad. Hoy estoy seguro de que, antes de las clases con María Fernanda, yo no sabía leer. Que si acaso hoy sé hacerlo, fue algo que aprendí allí, al fuego de su belleza y sabiduría. Podría detenerme –hondamente agradecido– a hablar de ella varios siglos, y de tantos otros maestros –fueron muchos– y de lo que me descubrieron –Guillermo Sucre (y su Camus), Jorge Romero (y su Sor Juana), Rafael Castillo Zapata (y su Benjamin), José Balza (y su Navarrete)–, pero tú sabes, en carne propia, de lo que hablo. Todos los que hemos pasado por la Escuela de Letras en los últimos 20 o 30 o 40 años hemos tenido ese privilegio infinito, y tenemos esa deuda múltiple, enorme, inagotable.
ASV: ¿Empezaste primero con la poesía que con la narrativa? ¿O siempre has llevado ambas cosas más o menos juntas? ¿Cómo ve la literatura un escritor que se alterna entre varios géneros?
RMB: Pues no estoy muy seguro, creo que primero fue el cuento. Pero esa alternancia nunca ha sido un dilema verdadero para mí. Creo que cada cosa que necesitas expresar viene, por lo general, con su género. Como si el género pre-existiera a la cosa, o como si vinieran juntos, indisolubles. Dependerá del aliento, del enfoque, del espesor de lo que tengas que decir, que eso sea cuento, poema, ensayo o lo que sea; pero, me temo, eso ocurre naturalmente, sin que el autor pueda hacer mucho. Además, finalmente, eso lo decidirá cada lector, ¿no? Por algo decía Borges que los géneros son sólo espacios de expectativas que se traza el lector para saber cómo moverse frente a un texto. Violeta Rojo ha leído los poemas en prosa de Ramos Sucre como cuentos breves. Y Francisco Rivera ha leído los cuentos de Antonia Palacios como poemas en prosa. Ambos, a su manera, no dejan de tener razón. Croce decía que los géneros no existen. Y Anderson Imbert que existen históricamente, pero no teóricamente. En fin, la expresión a veces exige mares o desiertos, otras veces montañas o selvas. Y allí es poco lo que uno puede hacer: se obedece el mandato de la cosa, de la que uno es apenas amanuense. Se viaja, pues, a donde se tiene que viajar. Y uno anda siempre presto, con la maletica ya dispuesta junto a la puerta.
ASV: ¿No será lo más importante en un escritor encontrar una expresión, su huella dactilar literaria, o si lo prefieres, algo parecido a su “voz”?
RMB: Antonia Palacios las llamaba “las huellas digitales del espíritu”. Otros se refieren, simplemente, a la voz propia o el estilo. Ignoro si he encontrado una voz propia, un estilo. Y no sé siquiera si, de no tenerla(o), quiera hallarla(o). Creo que si un día encontrara semejante cosa, moriría del aburrimiento o del terror o no escribiría más. Pero, ojo, me parece una apuesta perfectamente válida en quien sienta esa necesidad. En cuanto a los géneros, pues es, ya lo decíamos, un viejo problema de la tradición literaria, pero no es uno de los problemas que me desvelan (a diferencia de tantos otros). Supongo que es cuestión de carácter, temperamento, sensibilidad. Ribeyro se desesperaba ante su propia incapacidad (que no era tal, en el fondo) para la novela. Cómo se queja, cómo se tortura, en sus diarios, frente a ese fantasma, ese imposible. A Poe y a Borges tampoco se les dio, felizmente, el género. A Chéjov sí, pero lo recordamos más por sus cuentos y su teatro que por sus noveletas. Vargas Llosa, por su parte, es bastante fallo como cuentista, pero es un maestro en la novela. Lo decíamos antes: cada quien escribe lo que puede. Y, ciertamente, hay textos, hay autores, que se mueven magníficamente en la disolución de las fronteras genéricas, en esos umbrales y entretantos. Pero hay otros que no. Que escriben, siempre, en un mismo género, que nunca sienten la tentación o la necesidad de otra cosa. Creo que en ambos casos hay maravillas y desastres. Que nunca el valor de un escritor tiene que ver con su capacidad para moverse por o entre los géneros. Un gran texto es un gran texto, independientemente de su género. Y un gran texto siempre encontrará -o creará- grandes lectores, ¿no?
ASV: Una vez dijiste: “Intento corregir con saña y si aún así no funciona, tiro la página a la basura”. ¿Se trata de una poética de la corrección o del sufrimiento?
RMB: A veces la escritura es un ejercicio de la desesperación: de ella parte, de ella se nutre, a ella llega o le hace lugar. Y a veces la desesperación no es sino una forma de la escritura. No hay tal cosa como una poética de la corrección, quiero creer, pero en la escritura hay cierta cuota de sufrimiento que no tiene sentido, por más que nos avergüence, negar. Quiero decir que la corrección, sufrida o no, no es una etapa de la escritura: es parte de ella, inseparable de ella. Desesperar, escribir, corregir, sufrir, y muchos otros verbos que acá no estamos tocando –verbos, si se quiere, más felices– funcionan así, separados, sólo mientras hablamos, desde afuera, de la escritura. Pero si estamos escribiendo, todos son una cosa y la misma: un único verbo sangriento, no verbalizable, sin nombre.
ASV: ¿Te impones cierta disciplina para escribir? ¿O crees que eso puede ser perjudicial para ti? ¿Crees en la musa, el duende, la iluminación, la inspiración, la imaginación? ¿O es para ti la escritura un acto solamente fisiológico?
RMB: Antes era mucho más disciplinado, en cierto sentido. Ya ahora no me impongo una cuartilla diaria, ni un horario fijo para escribir cada día, contra viento y marea. En un momento me pareció que terminaba garabateando páginas y páginas que no tenían el más mínimo sentido y que iban, derecho, a la basura. Tampoco me he mudado al otro extremo: no espero a la musa, no sé si creo en ella o no; aunque el hecho de que uno no crea no quiere decir que ella no exista y, antes bien, se burle en las alturas de los idiotas que en medio del fango la niegan. Uno quiere creer, en cualquier caso, que si a veces llega algo, que no se sabe muy bien qué es, y uno logra darle a ese algo una forma decente, convertirlo en un texto con un mínimo de sentido y belleza, eso se debe también a lo que la enfermedad de la vieja disciplina ha dejado en tu cuerpo: unas pocas células locas que aún funcionan, con o sin tu consentimiento. La escritura no es sólo, de ninguna manera, un acto fisiológico. Pero debe haber una cierta fisiología de la escritura cuya ciencia, felizmente, se me oculta, se escurre, no se deja aprehender. Hay una cuota importante de misterio o de milagro, sí, en la escritura. Pero a mí, que no soy en lo absoluto un iluminado, y que a ratos me siento recién sacado del Paleolítico, no me ha sido dado hollar esos terrenos. Mejor así, pienso. Es como aquel cuento de Juan Gelman sobre el pobre ciempiés al que un día le preguntan cómo hace para caminar con tantas patas y más nunca, el pobre, vuelve a caminar.
ASV: ¿Cómo corriges? ¿Vas por capas? Primero la estructura, luego el lenguaje, la sintaxis. ¿O sencillamente vas podando sin compasión hasta dejar todo en el hueso?
RMB: Corregir, como decíamos antes, es como la otra cara de la misma moneda, la moneda envenenada de la escritura. A medida que vas escribiendo, vas corrigiendo. Todo gesto de escritura pasa por una sobre-escritura, y también por una des-escritura. Si abandonas un texto antes de cerrarlo, volver a él implica, siempre, reescribir lo ya escrito antes de proseguir. Y si, en medio de la escritura, paras de repente para pensar o imaginar o fraguar lo que sigue, es inevitable reescribir la frase o el párrafo inmediatamente anterior. También hay, claro, cuando crees (y subraya “crees”) que el texto está cerrado, una relectura total que es, de nuevo, reescritura. De modo que, una vez más, es difícil precisar el método para la autopsia de la corrección o la anatomía de las reescrituras. No te sientas y dices: “Voy con el lenguaje”, “Voy con la estructura”, etc. Vas haciendo todo eso a la vez, vas haciendo todo lo que el texto te deja hacerle, pues al final, es el texto el que manda. Y, ojo, corregir, reescribir, no se trata simplemente de podar y dejar en el hueso. A veces el impulso de poda, de hueso, gobierna. Pero otras veces el texto pide carne, frondosidad, cartílago y rama, músculo y follaje, flores, frutas, grasa. Piensa, por ejemplo, en el ensayo sobre la metáfora que está en la Poética de Ida Gramcko: las ideas se construyen desde la imagen expansiva, desde una lengua que va engordando sin cesar, desde una expresión que busca agotar lo inagotable, y en cuyo bellísimo fracaso radica su triunfo brutal. Total que nunca se sabe. Ningún texto es igual a otro. Ninguna escritura o reescritura.
ASV: Tú ejerces la docencia. ¿Cómo crees que alimenta o deja de hacerlo esa experiencia en tu escritura?
RMB: “Enseñar literatura” pasa, inevitablemente, por “leer de verdad” los textos, o al menos intentarlo. Y “leer de verdad” pasa, inevitablemente, por reescribirlos. Puede sonar ridículo, pero en verdad ¿leer a fondo un texto literario no es una manera de reescribirlo? Para dar una clase, quiero decir, tengo que escribirla primero. Si no lo hago, yo, que no tengo labia o chispa o ideas brillantes, jamás, suelo quedarme absolutamente en blanco, y la clase es un desastre. Y escribir la clase no es sino “leer en hondo” el texto, enamorándose de él, de sus hallazgos y vicios, de su cuerpo y de lo que descubrimos o imaginamos como su alma. Y luego intentar tomar distancia, y proponerse el ejercicio desinteresado de la valoración. Así, a uno no le queda otra que reescribir lo leído, desde una lengua personal que, no obstante, intenta ser siempre, ya lo hemos dicho, crítica, valorativa: que no quiere de ninguna manera, en esa reescritura enamorada, apasionada, irrespetar el texto. De modo que sí, me temo, si leer es reescribir, reescribir a los maestros para la clase debería ser sumamente útil para la propia escritura. Lo que pasa es que no sabes cuándo y cómo eso va saliendo: a ratos es un emocionante hallazgo, cuando lo notas; pero a veces no te enteras nunca. En cualquier caso, yo siempre he sentido que en la docencia estoy un poco como prestado, que quizás no tengo la madera, que soy del grupo sanguíneo equivocado. Pero ya ese es otro tema, ¿no?
ASV: ¿Tienes una “poética” personal del cuento? Se dice mucho de tu último libro de cuentos, Las guerras íntimas, que va por el cuento clásico. Pero tratándose de ti, habría que poner esa afirmación en sordina.
RMB: Pues verás, creo que intenté, en Desencuentros y Vulgar probar, no sé con cuánta conciencia, ciertas cosas, ciertos modos, digamos, de escritura. Es natural intentar, cuando uno está comenzando, la exploración de ciertas experiencias de escritura que pueden ser extrañas a lo que “uno usualmente hace” (o haría, o hará). En un momento dado, ese experimentar –y experimento es una forma de experiencia, no lo olvidemos– una suerte de otredad, al principio fascinante, terminó por decepcionarme. Y volví al “modelo” del cuento clásico. Es probable que el peso de esa vuelta se sienta en Las guerras. Hay allí, velados y no tanto, varios homenajes a grandes cuentistas con los que me siento en profunda amistad y deuda de amor. Hay homenajes, por ejemplo, a Poe, Chéjov, Lovecraft y Cortázar. Pero al hablar de “vuelta” y de “modelos” se hace evidente que sigue tratándose de otra otredad fascinante. Lo que quiero decir es que siempre, en la escritura, estamos experimentando, haciendo experiencia. Pero, como lector, hay cuentistas –Arreola, Borges, Ribeyro– a los que uno vuelve mil veces y nunca se agotan. Quiero creer que, de un tiempo a esta parte, esos son mis “modelos”. Aunque, es obvio, nunca estaré a la altura de ninguno. Escribir, en ese sentido, es también un perpetuo fracaso, una eterna decepción. Por algo seguimos en eso.
ASB: A lo que voy: ¿puede en verdad, hoy, pensarse en un cuento clásico? Ya Monterroso, hace un montón de años, veía esta posibilidad con una ceja en alto.
RMB: Monterroso, seguramente, tiene razón: en el fondo todo puede ser visto con una ceja en alto. Lo que sucede es que a veces la ceja en alto, o en su sitio, inmóvil, dependerá de cómo comprendamos, o desde dónde, esas palabras que tienen tanto peso en la tradición y que pueden ponernos a temblar. “Clásico” es, sin duda, una de esas palabras. Borges y Coetzee, entre tantos más, han reflexionado largamente sobre el término y sus problemas. Yo creo, no obstante, que se siguen –y se seguirán– escribiendo cuentos “clásicos”. Un cuento que te atrapa, que está magníficamente construido y escrito, que cuenta una historia hermosa y/o terrible, que tiene grandes personajes y momentos, un cuento que, a la larga, y acá volvemos al sentido tradicional, recordaremos siempre, es de algún modo un “clásico”, no importa si es un texto de hace un siglo o fue escrito el mes pasado. Cuando uno lee un texto así, una enorme alegría revienta en el pecho. Y esa alegría nos conecta con los lectores del pasado o del futuro. Es una cosa que todos hemos sentido o sentiremos.
ASV: Quizá “eso clásico”, en tus cuentos, sea otra forma más del engaño, o quizá, como diría Pitol, una pasión por la trama…
RMB: Algo de esa “pasión por la trama” modula y modela, sin duda, mi “vuelta” (si hay tal cosa) a lo “clásico”. Fíjate que en una versión primera de Las guerras aún había relatos “experimentales”. Recuerdo uno con tres finales posibles (“Isósceles”, se llamaba), y otro en el que me propuse, deliberadamente, neuróticamente, escribir un cuento en el que no pasara nada. Creí hacerlo (“Manteca”, se llamaba), y me costó un mundo. Luego comprendí que había fracasado: que es imposible, al menos para mí, que en un cuento no pase nada. Ya lo dice José Balza en Los cuerpos del sueño: “Una palabra designa; dos son anécdotas”. De cualquier forma, en las sucesivas revisiones del libro, cosa no tan curiosa, esos relatos “experimentales” fueron saliendo. Acaso hay “otro en mí” que decide y ordena estas medidas. Un otro que me engaña, y yo me dejo. Pero tal vez es una decisión menos inconsciente de lo que parece: la decisión de apostar por ese otro engaño de lo “clásico”. Quién sabe si en 10 o 20 años yo estaré escribiendo cosas radicalmente distintas, si mi modelo será, por decir cualquier cosa, Oswaldo Trejo. Quién sabe si en 10 o 20 años yo aún estaré por acá y, si acaso estoy, quién sabe si aún estaré escribiendo. De momento, en todo caso, no puedo negarlo: esa “pasión por la trama” configura, de cabo a rabo, mi escritura.
ASV: A propósito de Pitol, en un pasaje suyo evoca una anécdota de Eduardo Chillida: cuando el escultor estaba joven, “se sintió de pronto sorprendido por la facilidad con que realizaba sus trabajos hasta que, atemorizado por esa extraordinaria certeza, se obligó a esculpir con la mano izquierda para volver a sentir la tensión de la materia”. ¿Has llegado a presentir algo así?
RMB: No, la verdad es que no, o al menos no conscientemente. Creo que nunca me he sorprendido en una verdadera facilidad ante la escritura. Ni ante nada, quizás. Verás, para mí casi siempre es como si estuviera haciéndolo con la mano izquierda. Creo que, aunque suene absurdo, siempre me ha costado mucho escribir. Llegar a una cierta fluidez, a que el cuerpo de un texto cobre vida, siempre me resulta un trabajón. Supongo que tiene que ver con el carácter, con la constitución de uno, no lo sé. El hecho es que me tardo mucho, sobre todo ahora, en comenzar –materialmente– un texto. Y me tardo mucho más en terminar la primera versión. Y más aún en la reescritura. Dudo mucho de mí, dudo mucho de lo que estoy haciendo, y de cómo lo estoy haciendo, y de los resultados de eso. Y luego, además, dudo de mi propia duda, y también de mi duda ante la duda. Y acaso en esa torpeza final se explique el misterio o el error de la publicación. Tal vez, no estoy seguro, cuando escribí Desencuentros esto no era así. Pero si hoy lo releyera (cosa que no haré) seguramente encontraría que debí haber dudado más, que ojalá esa zurda invisible que implica la anécdota de Chillida/Pitol me hubiese tomado un poco entonces. En la actualidad no siento facilidad alguna al escribir (ni ante nada). No creo, tampoco, que llegue a sentirla alguna vez. Avanzo, pareciera, hacia el extremo contrario: mientras más escribo, más difícil me resulta escribir. Avanzo, pues, hacia la parálisis o el silencio. Pero si eso pasa (y te confieso que la posibilidad, absurdamente, me resulta de lo más tentadora), trataré de que no se me convierta en un drama. Y me echaré, entonces, a la vida. A una vida sin escritura (pero no sin lectura, obvio).
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