
“En este acto discursivo Richelieu fija su propia narrativa sobre la historia de las crisis enfrentadas por ese reinado, con la singularidad de brindar una comprensión de la historia desde un necesario desciframiento de lo político. Sin ello, la historia quedaría reducida —como es usual— a la sola periodización, un florero de erudición coleccionista de datos, sin el desgarro benjamiano que debe inclinarnos a buscar el significado de la experiencia”
Por CAROLINA GUERRERO
Dedico estas líneas al esfuerzo de desciframiento de las angustias republicanas del presente —esto es, la necesaria reflexión en torno a la libertad y sus enemigos— desde una obra específica de Graciela Soriano, La praxis política del absolutismo en el testamento político de Richelieu, publicada por el entonces Centro de Estudios Constitucionales (Madrid: 1979), institución española rebautizada desde hace un par de décadas como Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Conseguí un ejemplar de esta obra unos 30 años atrás, entre los libreros del pasillo de Derecho e Ingeniería de la UCV. Merece una reedición, no solo para dejar de ser una rareza poseída por algunos afortunados, sino a efectos de iluminar y complejizar el debate y comprensión del problema de lo político en nuestro tiempo.
Que una pieza como esta en la producción intelectual de Soriano (fue su tesis doctoral en Ciencias Políticas, UCV) sea capaz de cruzar la realidad acontecimental de hoy, arroja indicios sobre la singularidad del pensamiento de la autora. Es un texto esencialmente sobre lo político. Y más allá de las esferas que ella misma le atribuye, en ello convergen estructuras históricas, filosofía política, formas políticas, historia política, configuración epistémica novedosa, discurso, historia de las ideas, teoría del Estado, deontología y allí me detengo, porque cualquier intento por listar los campos del saber penetrados por esta obra la reduce al corsé de las etiquetas. El objeto de su conocimiento es “el acontecimiento único e irrepetible” (p. 12), inabordable desde la fragmentación del saber.
Lo político y el sacrificio doloroso
La discusión que desarrolla Graciela Soriano sobre la concepción absolutista del ejercicio del poder estremece hoy al menos por dos razones. Primero, por la degeneración en realidades políticas que muestran la suerte del Estado en nuestra contemporaneidad, extraviado arteramente respecto a sus fines originarios que lo imbricaban al bien común. Segundo, porque aquel absolutismo, que se creía superado tras la irrupción del Estado liberal, fue expresivo de valores y principios políticos férreos, desvanecidos hoy en manos de versiones modernas de satrapía. Ellas paradójicamente gozan de un reconocimiento que, a manera de salvoconducto de la moral, les permite introducirse en la orquesta de dignatarios sin la menor zozobra ante un eventual repudio que ni siquiera se anima a aproximarse.
El entendimiento sobre la praxis política del absolutismo habría contribuido a configurar una cultura política, capaz de inclinar a la ciudadanía hacia la clausura de ranuras penetrables por cualquier corriente que codiciara el poder con miras a trasmutar su ejercicio en dominación. De la idea de bien desplegada por el absolutismo, la ciudadanía de hoy debió aspirar a realizar los fines liberales que con justicia pretendían eclipsar a dicha forma política. Lejos de ello, nuestro Occidente ha sido capaz, aún hoy, de tolerar inerme formas de dominación que rebasan con escándalo la centralización absolutista del poder y que, a diferencia del absolutismo del pasado, se orientan a la realización de intereses tan particulares como díscolos, en contra del bien común.
Contrástese la degradación en el presente con la convicción y el sacrificio del gobernante absolutista que nos muestra Soriano a través de su examen al testamento político de Richelieu:
Tal actitud [se refiere a la prudencia incansable para anticipar los males que pudieran quebrar el goce del bien común y la integridad del Estado] no se asume sin esfuerzo; exige de los gobernantes sabiduría, habilidad, “meditaciones perpetuas”, abandono del reposo y de todo placer, como no sea aquel “… que pueden recibir viendo a mucha gente dormir sin temor a la sombra de su vigilia, y vivir felices, por su miseria” (p. 219 y p. 219 n. 77).
El testamento político del cardenal obedece, según Soriano, al doble propósito de hacer un recuento crítico de los asuntos del Estado gestionados por la dupla Luis XIII y Richelieu, y legar al monarca la guía para proseguir el buen gobierno en la eventualidad de la muerte de su consejero principal, es decir, el cardenal. En este acto discursivo Richelieu fija su propia narrativa sobre la historia de las crisis enfrentadas por ese reinado, con la singularidad de brindar una comprensión de la historia desde un necesario desciframiento de lo político. Sin ello, la historia quedaría reducida —como es usual— a la sola periodización, un florero de erudición coleccionista de datos, sin el desgarro benjamiano que debe inclinarnos a buscar el significado de la experiencia.
El cardenal sabe que el destinatario del testamento no es solo el monarca francés. Soriano emprende el desvelamiento de cómo el autor de esa pieza lanza un alerta sobre el peligro de desmembramiento político que pende ya no sobre Francia sino sobre Europa, hablándonos desde el siglo XVII acerca de la amenaza que Occidente construye sobre sí, una cultura poco celosa de sus valores, creyente frívola de que lo logrado ha de durar para siempre y de que toda fatiga dirigida a asegurar y defender la posibilidad común de “dormir sin temor” es ya superflua.
El autor al cual recurre Soriano para desgranar a Richelieu es inevitablemente Maquiavelo, no solo por su fama como autor de consejos al príncipe virtuoso, sino porque toda letra que emana del florentino proviene del tintero de lo político. El leitmotiv de ambos es, resulta obvio, la prudencia en la centralidad de lo político. Sobre esto, Soriano cita al cardenal:
[…] que es más importante prevenir el futuro que el presente y que hay tantos males como enemigos de un Estado [urge decir hoy, enemigos de la libertad] ante los cuales vale más avanzar que conformarse a atacarlos una vez que han llegado (p. 219)
De ambos, Maquiavelo y Richelieu, podemos hacer la obligatoria traslación al ámbito de una ciudadanía que ha de ser virtuosa si verdaderamente codicia el vivir en república: a diferencia del absolutismo, donde el bien común descansaba en el monarca soberano, en toda república ese desvelo es una corresponsabilidad. Por eso el cardenal dibuja el oficio del rey como ese sacrificio doloroso que marca su vida y el cual, por honor, no evade: un oficio que le exige entrega, renuncia al reposo y al placer, en tanto la virtud del príncipe solo encuentra gozo en la perturbación de realizar su deber político de asegurar el orden y la integridad del Estado. Eso, que constituye la máxima del rey absolutista, debe hacernos sensibles respecto al deber del individuo sobre comprender en qué consiste el vivir en libertad y, en consecuencia, asumir la faena implícita en el imperativo de desplegar la praxis política como guardianes cívicos de esa libertad.
Esta concepción del deber del príncipe virtuoso según Maquiavelo y del monarca absolutista según Richelieu tiene su parangón en la tradición republicana: la libertad solo se sostiene con la entrega del ciudadano a la causa de dicha libertad, en lo cual radica el núcleo de un indefinible e inclausurable bien común. Demanda prudencia, perseverancia, carácter, pathos (amor por el bien supremo de la libertad, que en el príncipe absolutista se traduce como amor por la nación a la que ha de servir) y disposición a la acción razonable. En clave absolutista, Soriano nos entrega su única alusión a la libertad en esta obra: la libertad para lo debido, de la cual teorizó Eduard Spranger en la primera mitad del siglo XX como libertad interior o libertad moral para querer “lo que en sentido moral debe quererse” y que supone, a decir de Soriano, “una tremenda voluntad para proyectarse por encima de los propios deseos e inclinaciones” (p. 50)
Esa entrega del monarca a la nación (en tiempos absolutistas) o del ciudadano a la libertad (en nuestras repúblicas del presente) no puede encapsularse en el desideratum ni delegarse en otros. De allí que el estudio de Soriano parta de la noción de praxis política (la cual guarda ninguna relación con el contenido impuesto por la interpretación marxista):
la razón aplicada a la política supone no solo desear y proyectar cosas que sean justas y razonables, sino que además implica la realización efectiva de esos deseos y proyectos […]. [H]ace falta la razón que persuade y convence cuando informa los argumentos […]. Los proyectos que parecen más difíciles no lo son —según Richelieu— más que por la indiferencia con que se los impulsa. (pp. 216s).
En nuestra contemporaneidad, la resonancia del problema de esa levedad en política es la deshabitación del espacio público que habrá de ser colonizado, la mayoría de las veces, por corrientes hostiles a la dignidad del individuo. Soriano enfatiza las palabras del cardenal que bien planean sobre el panorama actual de un Occidente dubitativo, indolente en su catástrofe, tolerante a la relativización de sus valores: “Querer débilmente y no querer, siendo diferentes, conducen a un mismo fin”, la ruina de la república, nos atrevemos a agregar.
En cuanto a la praxis, Soriano distingue tres niveles, siempre fundados en la razón. El primero es la acción planificada desde el cálculo racional, en función del juego entre las posibilidades y las expectativas del hombre político. El segundo, el comportamiento rutinario, mediante el cual se enfrentan situaciones similares desde un modo ya probado. El tercero, que ocupa a Richelieu y que ha de concernir al amante de la libertad, es la capacidad de respuesta “frente a situaciones y circunstancias perentorias o azarosas que no dependen del sujeto, el cual, si bien puede esperarlas eventualmente aunque no inminentemente, considerándolas dentro de lo factible, no las espera en un tiempo dado y se ve obligado a responder a ellas dentro de los límites que le sean permisibles y posibles” (p. 3 n. 1).
De esto último se trata la fortuna referida por Maquiavelo, ese acontecimiento único e irrepetible que alude Soriano y que rasga la historia. Ante él, la virtud no admite ningún repliegue hacia el espacio de lo privado ni ninguna forma de representación. Por ello encuentro en cada página de esta fabulosa obra la excitabilidad hacia el deber de ser libres, escenificando al héroe trágico que ha de manifestarse en cada quien, en la realización responsable de nuestro rol que no es otro que el sino, la tragedia de vivir con propósito.
A mi maestra Chelita, por siempre, mi amor y mi agradecimiento.
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