Vivir en autoritarismo no se limita a sufrir la represión directa del Estado, es habitar donde el miedo, desconfianza y mentira se filtran en los gestos más íntimos. La autocracia subyuga instituciones, coloniza la cotidianidad, reconfigura el lenguaje, las relaciones humanas y la espiritualidad. Incluso, en esas difíciles condiciones, surgen formas de resistencia que revelan la indomable capacidad humana de preservar la dignidad.
La dictadura no necesita encarcelar a todos, basta con que cada ciudadano internalice el evento de ser vigilado. Y, como analizó Piotr Sztompka (sociólogo polaco, conocido por su trabajo sobre la teoría de la confianza social), se crea una cultura del miedo, en la cual el silencio se vuelve cómplice, la gente evita temas «peligrosos» no por ley, sino por costumbre. Y, la sospecha fragmenta comunidades, cuando un integrante se convierte en informante, destruyendo la sencillez básica que sostiene a la sociedad.
Para Martin Heidegger (filósofo, pensador alemán), el ser humano se define por su apertura al mundo, pero la aprensión autoritaria lo encierra en una existencia defensiva. El hogar se convierte en un espacio ambiguo de doble moral. Padres que en casa critican al régimen obligan a sus hijos a unirse a organizaciones partidistas para protegerlos (Pioneros en la URSS). En la España franquista, los chistes sobre Paco (Franco) circulaban en voz baja, reírse era un acto de libertad, con riesgo de divulgación. En China, el Estado penetra lo privado mediante apps, donde algoritmos censuran.
El absolutismo corrompe el lenguaje y las frases pierden sentido, como alertó Viktor Klemperer (escritor) en la Alemania nazi. Los regímenes autoritarios no inventan palabras nuevas, sino que vacían las existentes con eufemismos encubridores, peor, que ocultan crímenes; “reubicación” (deportación), «interrogatorio reforzado» (tortura).
Sumado a la banalización de lo sagrado. En Corea del Norte, «amor al Líder» reemplaza el afecto filial. En Rusia, «operación militar especial» niega la guerra. Lo que trae como consecuencia, según Jürgen Habermas (filósofo y sociólogo alemán conocido por su trabajo en filosofía del lenguaje), sin voz cierta la comunicación se convierte en un teatro de mentiras donde no es posible el diálogo auténtico.
La tiranía secuestra la espiritualidad porque no tolera lealtades divididas. Putin y el putinismo se alían con la Iglesia Ortodoxa para presentarse como «defensor de la cristiandad». En Turkmenistán, el Ruhnama (libro del dictador) se venera en mezquitas. En la Italia fascista, los niños juraban lealtad a Mussolini; en Venezuela, se canta el himno a Chávez. Y una paradoja histórica, en la URSS, que promovía el ateísmo, terminó creando su propia religión con «santos» (Lenin en su mausoleo) y «herejes» (disidentes).
La genuina oposición no siempre es épica, a menudo, es silenciosa y cotidiana. Como muestra James Campbell Scott (politólogo estadounidense), los dominados usan tácticas infrapolíticas. El hecho de sobrevivir ya es subversión. En las fábricas soviéticas, obreros cumplían órdenes al pie de la letra, sin iniciativa, frenando la producción. La memoria clandestina de las abuelas argentinas cuando tejían nombres de los desaparecidos en sus mantas, y en Chile, vecinos escondían libros prohibidos. Mujeres en Irán que desafían el hijab obligatorio exponiendo mechones de cabello, y en Bielorrusia, protestas disfrazadas de «conciertos folklóricos». Como escribió Ernst Bloch (filósofo alemán de ascendencia judía) hasta en el gesto más pequeño hay un «aún-no-consciente» que prefigura un futuro distinto.
La política ilegal y arbitraria es campo minado de traiciones, pactos oscuros y silencios cómplices, que cuando claudican, el decoro se revela, no se rinde, y la dignidad los rechaza defendiendo a ultranza principios y valores. La política es confrontación, bien entendida y practicada, democrática y constructiva, algo que el oficialismo no entiende.
En resquicios de lo diario, un chiste, un libro escondido, un secreto transmitido al oído, sobrevive la posibilidad de libertad. Como advirtió Tzvetan Todorov (filósofo búlgaro), «el totalitarismo no consigue matar al individuo, pero lo obliga a vivir una vida amputada». La tarea consiste en denunciar las mutilaciones y celebrar los destellos de resistencia que, como semillas esperan su momento para germinar.
En una era donde el autoritarismo se reinventa (desde el espionaje digital hasta la extravagancia populista), reconocer estas dinámicas habituales es el primer paso para defender lo que nos hace humanos. Entrelazar en la clandestinidad, el diálogo es, en sí mismo, un acto de desafío a la lógica déspota que aguaita, no obstante, la dignidad persiste.
@ArmandoMartini
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