Estados Unidos elige un nuevo presidente. Lo hace en momentos de gran incertidumbre: no parece existir objetivos comunes que guíen a la comunidad internacional, ni siquiera para enfrentar algunos de los peligros (cambio climático, riesgos de la inteligencia artificial, proliferación de las armas nucleares) que amenazan a todos. No los tienen los integrantes de los bloques agrupados en torno a las potencias que compiten por el liderazgo global. Los unen circunstancias temporales. Mas no comparten intenciones los dirigentes de Estados Unidos: han olvidado que “en la pluralidad son uno”. Recuerda este tiempo el de la confusión de la “torre de Babel”.
El mundo en el que vivimos surgió de los escombros de la II Guerra Mundial. Entonces, las potencias del Eje Berlín – Tokio (de regímenes totalitarios) fueron derrotadas por las democracias occidentales a las que se alió la URSS (manejada con puño de hierro) cuando fue atacada. El conflicto –que se inició por el dominio de Europa y el Extremo Oriente– despertó fuerzas que parecían dormidas (especialmente en China, América latina y el mundo árabe) y provocó la descolonización de India, el sureste de Asia y África. La libertad humana y la democracia política ganaron espacios, aunque no se garantizó su ejercicio a todos los pueblos (a pesar de solemnes declaraciones en tal sentido). Se las impuso a los vencidos, pero no a los vencedores. La guerra, en fin, fortaleció (y no solo militarmente) a Estados Unidos: su primacía – que ya se anunciaba desde el conflicto anterior – quedó confirmada.
Estados Unidos constituye hoy la potencia dominante, tanto en sentido político y militar, como cultural, económico y social. Vencedor en la II Guerra Mundial, se impuso en la llamada “guerra fría” a la URSS (que dejó de existir). Rusia, que heredó el “núcleo” del imperio soviético, sólo en armamento nuclear desafía su poder. Los otros aspirantes (y notablemente China que recién despertó de su decadencia) se encuentran todavía lejos de los niveles de competencia. Como en los grandes imperios del pasado, la fuerza política y militar de Estados Unidos está respaldada por su poder económico. Desde la antigüedad se ha comprendido que una posición prominente exige además de ejércitos poderosos (en hombres y armamento), recursos para operar libremente. Estados Unidos es la primera economía del planeta: aporta 25,95% (27.360 billones de dólares) del PIB mundial (105.435 billones de dólares). China se encuentra aún distante (17.794 billones de dólares), lo que explica su interés en mantener la paz.
La aparición de una gran potencia es resultado del desarrollo social y cultural. Además de ciertas condiciones físicas (amplio territorio, abundante población, recursos naturales suficientes) se requieren altos niveles de saber y dominio de la ciencia y la tecnología. Ocurrió en la antigüedad (en Egipto, China y Roma, los de más larga permanencia). Y posteriormente, hasta ahora. El ascenso de Inglaterra y el más reciente de Estados Unidos se fundamentaron en sus progresos en las distintas áreas del conocimiento. En el último se mantiene preocupación por continuarlos: allí funcionan 38 de las 100 mejores universidades del mundo (incluidas 8 de las primeras 10). Y allí se realizan las búsquedas que permiten el avance en todas las actividades. De los 181 investigadores que recibieron el premio nobel desde 2001 en física, química y medicina, 95 (52,5%) son estadounidenses (21 inmigrantes naturalizados). Lo mismo sucede en otros campos de la cultura.
El sistema (o “imperio”) norteamericano se encuentra amenazado por enemigos internos y de fuera. Aquellos quieren limitar las libertades ciudadanas y liberar al poder de la sumisión al derecho. Y los otros destruir sus alianzas y ocupar sus posiciones. En ese ambiente se desarrolló la campaña para elegir en 2024 un nuevo presidente de la Unión. Los candidatos y sus partidos estaban obligados a presentar un plan estratégico para enfrentar el futuro o, al menos, los problemas inmediatos. No lo hicieron porque uno de ellos trató de desviar la atención y ocultar sus verdaderas intenciones. Lamentablemente impuso la agenda. La candidata que sustituyó a quien aspiraba ser reelecto intentó dar respuesta a algunas inquietudes. Apenas se la escuchó y el debate (de bajo nivel) derivó hacia temas intrascendentes. Eso, tal vez, puede explicar por qué los enemigos de Estados Unidos desean el triunfo de quien promete hacerla grande de nuevo.
Las instituciones políticas de Estados Unidos fueron creadas en 1787. No fueron trasplantadas de Europa; pero ideas y formas británicas y de la Ilustración habían sido adoptadas por la sociedad colonial (e influyeron notablemente). En realidad, las instituciones de la naciente república respondían a las circunstancias del momento y las exigencias de la población. Es el caso del estado federal, la organización gubernamental e, incluso, de su peculiar declaración de derechos. Pero, se han modificado a lo largo de los dos siglos y cuatro décadas siguientes, a compás de la evolución del país: todos los hombres y mujeres son ciudadanos, el poder federal se ha fortalecido, las esferas de acción individual o de la empresa se han reducido o reglamentado. Gracias a las reformas, funcionan (aunque muchos exigen su revisión o perfeccionamiento). En verdad, la sociedad vive en permanente transformación. A comienzos del siglo XIX lo anotó Alexis de Tocqueville.
Por otra parte, Estados Unidos es una sociedad diversa y compleja. Es uno de sus rasgos más característicos. Es resultado del origen variado de su población (llegada de todos los lugares del planeta); pero también de los principios que sustenta: la libertad y la diversidad. Por eso, su integración (que aún no ha culminado) es esencialmente social y cultural; y allí conviven – cada vez con más éxito – etnias, lenguas, religiones. Su permanente evolución y su integración la hacen una comunidad viva y dinámica. Pero, ese proceso se ve afectado por la desigualdad económica, lo que ha producido una fractura profunda en la nación: aunque 86% de los habitantes vive por encima de los niveles de pobreza, millones se sienten insatisfechos. Y el sistema político no ha sabido encauzar esas inquietudes ni la acción desde el poder para darles satisfacción, como logró hacerlo en ocasiones anteriores.
El sistema partidista (o de participación política popular), está en crisis. Los partidos políticos americanos no cumplen el papel de “correa” de transmisión (del pueblo al poder y viceversa) ni de entes de control. No se les admite como órganos de consulta en la toma de decisiones. Son ahora estructuras absolutamente descentralizadas, sin unidad ideológica o programática, carentes de cuadros o autoridad jerarquizada, sin capacidad para emitir directrices u opiniones. Son símbolos y colores, cuya titularidad recae en los funcionarios electos bajo sus banderas, en las diferentes circunscripciones. No existe un registro de militantes ni planes de reclutamiento y formación de dirigentes. Para los eventos electorales los candidatos establecen las “campañas”, maquinarias de búsqueda de recursos, de orientación de publicidad y de captación de votos. Ese sistema facilita el triunfo de los más audaces. Y a veces también de aventureros movidos solo por la ambición de poder.
Cierto: tal sistema permite el ascenso de movimientos renovadores o carentes de influencia en Washington. Bill Clinton o Barack Obama son buenos ejemplos. Pero, no está exento de peligros: un hábil aventurero con recursos, ante la ignorancia gubernamental de los reclamos populares, puede asumirlos y conquistar el poder. Constituye entonces una amenaza para la democracia y, dada la fuerza de Estados Unidos, para la paz del mundo. Lo favorece la expansión de los medios alternativos que llegan a millones de personas. Donald Trump los aprovecha para atizar la rabia contenida en algunos sectores y aparecer como abanderado de los ignorados. Así, atrae a los votantes. Su populismo esconde su verdadero objetivo: el cambio de las instituciones gubernamentales. Pretende sustituir la organización constitucional basada en la sumisión a la ley y la separación de poderes, por un régimen autocrático, fundado en la adhesión del pueblo al caudillo “llamado” a cumplir una misión.
A la hora en que esto se escribe es imposible señalar un ganador. Debido al sistema de elección del presidente (expresión de la estructura federal adoptada en 1787), depende de unos pocos votos en alguno de los estados que no han definido una tendencia mayoritaria durante la campaña. Pero, cualquiera sea el resultado, el pueblo de Estados Unidos enfrentará la prueba de las instituciones. Se las puede mejorar para hacerlas más eficaces ante los problemas del tiempo; o se puede pretender sustituirlas si avanza la tentación provocada por las candilejas del populismo. Toca a los ciudadanos decidir.
@JesusRondonN
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