“El patriarcado ha terminado. Ha perdido su crédito entre las mujeres y ha terminado. Ha durado tanto como su capacidad para significar algo para la mente femenina»
Hay un concepto que las feministas tienen claro y es el del patriarcado, que en pocas palabras expresa un mundo moldeado para la dominación masculina de los centros de poder, incluyendo el espacio doméstico y el espacio público. Es necesario un abordaje feminista y un conocimiento sobre la violencia machista para entender que el patriarcado se basa en tres pilares: la diferencia entre hombres y mujeres que se consagra como desigualdad mediante relaciones y prácticas que la perpetúan; la desigualdad que se manifiesta como discriminación y la violencia que sustenta y refuerza todo el ciclo de diferencia/desigualdad/discriminación.
Tanto en el ámbito privado como en el público, la máxima expresión del dominio patriarcal es la violencia hacia las mujeres por el hecho de ser mujeres, acrecentada a tal punto en los últimos años, que los organismos internacionales y nacionales se han visto en la necesidad de establecer marcos legales adicionales a la Convención Belem Do Pará para intentar frenarla, como la adopción en 2017 por parte de la Comisión Interamericana de Mujeres, CIM/OEA de la Ley Modelo Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia en la política hacia las mujeres. En 2020, La Unión Interparlamentaria emitió un documento sobre la violencia política hacia las mujeres parlamentarias, que ha suscitado varias Resoluciones del Consejo de Europa.
¿Por qué hay una violencia política específicamente dirigida hacia las mujeres? Porque de ella se sirven los perpetradores para preservar el poder masculino hegemónico en el control del sistema político. Es estructural, se sitúa en la cotidianidad de la práctica política y tiene un alto contenido simbólico con un efecto disuasivo sobre otras mujeres que tienen o pudiesen tener interés en participar en la política.
Si las feministas tienen claro que su desafío es el patriarcado, entonces, ¿por qué, algunas feministas actúan orientadas por ideologías y prácticas excluyentes frente a la violencia política hacia mujeres que consideran “de derecha o de izquierda” en lugar de defenderlas por el hecho de ser mujeres.
Recientemente la escritora Gisela Kozac escribió un artículo en Letras Libres sobre las contradicciones de las feministas latinoamericanas y españolas que por ser de izquierda han guardado silencio ante los atropellos y la violencia política ejercida a una mujer política venezolana María Corina Machado por considerarla de derecha o para algunas, de extrema derecha. Una líder que gracias a su convicción y sus capacidades ha logrado movilizar a todo un país con el objetivo de volver al cauce constitucional y restituir la democracia y la libertad de Venezuela. No es necesario estar de acuerdo con ella ideológicamente para reconocer que contra ella se ha ejercido violencia política hacia la mujer, porque la han atacado por ser mujer, no sólo por ser política.
Por ello, a pesar de que han pasado casi veinte años desde que se pronunciara el texto que encabeza este escrito, si algo podemos afirmar, es que el patriarcado no sólo no ha terminado, sino que goza de muy buena salud gracias en parte a mujeres que lo sostienen.
Por otra parte, si algo nos sugiere esta frase sobre el fin del patriarcado es que muchas mujeres hemos despertado al hecho de que vivimos en el mundo sintiendo una cierta incomodidad, sin poder expresar lo que a nivel intuitivo sabemos, esto es, que ni lo que sentimos, ni lo que nos sentimos, ni lo que deseamos sentir “cuadra” en el mundo del patriarcado, que no nos permite expresarnos como mujeres, que no nos sirve, que nos impone visiones del mundo que en lo profundo nos apartan de nuestro ser interno. Hay algo incómodo, como una faja demasiado ajustada a la que hay que acostumbrarse, pero que no logra encajar, que te asfixia. A muchas mujeres algo nos llama a defender la paz, la cooperación, los afectos, a hacerle caso a la intuición, a creer que hay formas de progreso sin polución, sin explotación, sin violencia, sin exclusión, en libertad, en igualdad, en comunidad, en familia, tenga esta la definición o la forma que tenga, pero cualquier movimiento que demos en esa dirección nos hace toparnos con una resistencia que puede llegar a la agresión física o psicológica.
El feminismo ha intentado explicar la incomodidad en el sistema patriarcal como un síntoma de que las mujeres y los hombres somos diferentes, de que, si bien tenemos luchas comunes, como la libertad, la igualdad, la democracia o la paz, por más que convivamos y vivamos juntos, nosotras como sujeto, pensamos y vivimos el mundo de forma diferente y quisiéramos poder expresarlo simbólicamente también de forma diferente. Pero esto se da a nivel intuitivo y pocas mujeres lo racionalizan porque lo naturalizan o no se atreven a manifestarlo públicamente o bien porque no queda de otra, esto es lo que existe, aquí vivimos y aquí tenemos que seguir viviendo. Pero no por ello nos conformamos. Esto que nos hace comunes a las mujeres, en nuestra gran diversidad, no todas lo entienden y es natural. Los peces sólo conocen el agua en la que nadan. Pero que no lo entiendan las que se dicen feministas es decepcionante. Una feminista que reconoce el patriarcado debe poder reconocer y reconocerse en otras mujeres. La sororidad es una necesidad. Sin embargo, es evidente que está lejos de ser así. El patriarcado ha moldeado de tal forma las mentes de hombres y mujeres que así estas estén comprometidas con la defensa de su derecho a ser iguales de forma real y efectiva ante la ley y en la sociedad, a ser tratadas igual y a ser diferentes en sus aspiraciones o expresiones, terminan defendiendo a sangre y fuego a las ideologías que supuestamente combaten, construidas dentro del patriarcado como una forma de ejercer el poder y someter a quien piensa diferente. Y las feministas que gritan: abajo el patriarcado, son las mismas que no reconocen a otras mujeres porque no encajan en su “ideología”, es decir en su concepción del mundo, a la izquierda o a la derecha, moldeados por siglos de pensadores que han ido apartando a las mujeres de la polis y del poder, desde Aristóteles o Trasímaco, pasando por Maquiavelo, Hobbes o Weber, a Marx, Gramsci, y entre estos, una mujer Harendt, que si bien es una gran pensadora, no ha sido influyente en moldear nuestra concepción del mundo, en particular, pero no solamente, del mundo político tal como lo conocemos.
A las feministas que mencionan el patriarcado como una abstracción que oprime a las mujeres, les digo: el patriarcado tiene nombre y apellido. Es el dirigente que persigue, el que encarcela a adolescentes, el que amenaza, el que violenta. Puede ser también una mujer, una mujer sometida voluntariamente al poder patriarcal.
Me pregunto una y otra vez ¿cómo puede una mujer que se dice feminista aceptar la violencia del poder sobre el ser, sobre el cuerpo, la palabra, la libre expresión y acción de otra mujer con base en una ideología? ¿Cómo puede aceptar cualquier mujer la violencia que se ha ejercido sobre María Corina Machado porque se la etiquete como de derecha? ¿Cómo puede insultarla, desear su destierro o su prisión?
Quienes me conocen saben que creo profundamente en la fuerza creadora de las mujeres, en su poder de transformar la guerra en paz, el desencuentro en acuerdos, el conflicto en diálogo, de dar alegría y sanar las heridas del alma. Esa fuerza está ahí y podemos acceder a ella y recuperarla. Tenemos las herramientas, tenemos las soluciones para recuperar la paz y la calma en el país, para tener un país en el que podamos expresarnos, tener nuestro lugar en el mundo y hacer escuchar nuestras voces, pero lograrlo sólo será posible si partimos de un pensamiento diferente, desde el reconocimiento de lo femenino, de darle un nuevo significado a la política y superando las profundas contradicciones que hay entre las mujeres que hacen política. El patriarcado debe ser desmontado, como sostienen las feministas, no solo como sistema sino en nuestras mentes. Esto sólo se podrá lograr cuando reconozcamos el derecho de todas las mujeres, de todas, de María Corina y de cualquier otra que sienta esa pasión, a alcanzar el poder político, a dirigir los destinos de un país, dentro de un contexto democrático de alternabilidad en el poder. Tenemos que hablarnos, aprender a escucharnos, a lograr acuerdos entre nosotras, porque somos las mujeres, orgullosas de ser y actuar como mujeres, las que podemos reconciliar a Venezuela.
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