“Tenerlo cerca, incluso físicamente en sus últimos años porque vivíamos en el mismo barrio, fue una revelación constante, un regalo de los dioses en los que él ponía la invención del universo”
Por ANTONIO LÓPEZ ORTEGA
Mi relación con Eugenio Montejo comenzó siendo epistolar: él vivía en Lisboa, como agregado cultural, y yo en París, como estudiante de La Sorbona. Creo haberle escrito por primera vez en 1980 para invitarlo a colaborar en Altaforte, una hermosa revista literaria que animaban amigos escritores latinoamericanos, entre ellos el recordado poeta peruano Armando Rojas, que murió a temprana edad. Recuerdo que mis líneas fueron muy prudentes, incluso temerosas, porque ya para entonces era un poeta mayor y yo me temía la indiferencia de los consagrados. Pero en cambio me sorprendió descubrir a un corresponsal atento, amable, que celebraba un encuentro más entre escritores, así fuesen de generaciones distintas. A las cartas seguían los intercambios de libros, de noticias y de consejos. Cuando yo terminé mis estudios en 1985 y regresé a Venezuela, me lo encontré como director literario de Monte Ávila Editores y, un tiempo después, en la Dirección de Cultura de la Cancillería, entre otras cosas editando la revista cultural Venezuela, que dirigía junto a la gran escritora Elisa Lerner. La amistad fue creciendo con los años hasta lograr mucha complicidad: no tendría tiempo para enumerar los proyectos que emprendimos juntos, ni mucho menos para agradecer todo lo que para mí significó su mentoría, su guía, su acompañamiento. Tenerlo cerca, incluso físicamente en sus últimos años porque vivíamos en el mismo barrio, fue una revelación constante, un regalo de los dioses en los que él ponía la invención del universo.
Recuerdo que, en esos primeros años de reencuentro, antes de que Eugenio se radicara en Los Palos Grandes, vivió por un tiempo largo en un apartamento de Las Delicias de Sabana Grande. Allí lo visitaba con mucha frecuencia, y siempre recalábamos en uno de los dos o tres cafés que estaban alrededor de la Plaza Las Delicias. Hoy en día he pasado por ese espacio proverbial y lo que he encontrado es sombras, pero todavía en la década de los 90 esa plaza era un reducto de ciudadanía, con bancos para paseantes y árboles muy elevados, que se enseñoreaban sobre el valle. Eugenio también aprovechaba mi visita para pasear a su hijo Emilio, todavía niño, y cuando no eran triciclos eran patinetas sobre la plaza. Árboles hacia el cielo, el cuerpo andarín de un niño sobre la tierra y ruedas para moverse de un lado a otro: a eso se reducía lo que luego de muchos años sigo viendo como una imagen que revive ante mis ojos.
Años después, ya en Los Palos Grandes, nuestro punto de encuentro era la cafetería Boston, donde nos juntábamos todos los jueves en la tarde. Cuando le pregunté a Eugenio por qué no el café Arábica, que era remanso obligado de escritores, me dijo: “Mejor estamos en Boston. Se conversa mejor, con más tranquilidad”. Y Boston fue nuestro destino en los últimos años. Incluso el día en que me entregó, para mi sorpresa, el que realmente fue su último libro publicado en el siglo XX, exactamente en 1999, que lleva por título Partitura de la cigarra, quizás no el más celebrado de los suyos, pero para mí sin duda uno de sus mejores, porque me parece que allí condensa obsesiones que siempre fueron suyas: la falsa dimensión de temporalidad que tenemos, la cotidianidad trascendente, la diosa Natura que nos precede, la existencia como el más misterioso de los dones. Eugenio extendió el brazo y me dio el libro. Cuando nos despedíamos, apenas susurros, me dijo: “Hay un poema allí que te va a interesar”.
Yo no supe entender la clave, pero ya en casa, cuando recorría el libro, me encontré con un poema llamado “Plaza Las Delicias”, que Eugenio tuvo la generosidad de dedicarme. He entendido en las sucesivas lecturas de ese poema que los paseos de ayer con Eugenio y Emilio eran en verdad el poema de hoy, o quizás también prefiguraban el acto en el que estamos ahora, casualmente celebrando la vida y obra del maestro. Y como el tiempo es cíclico, y como el paseo de ayer es la lectura de hoy, procedo a leer el mismo poema, porque es la manera más fiel de recordar lo que vivimos, o quizás porque lo que vivimos era la antesala del momento que hoy se genera entre nosotros. No estuvo muerto Eugenio en la Plaza Las Delicias, pero tampoco lo está hoy, y todo gracias al poema que salvaguarda la escena, que nos la trae intacta, con Emilio tomado de la mano del padre y con un testigo accidental cuya única obligación era llegar hasta hoy, hasta este momento en el que la escena vuelve a repetirse para que sea de todos nosotros:
Plaza Las Delicias
Algunos de estos árboles son míos,
algunos de sus troncos renegridos,
—mis manos los sembraron.
Conozco el viento que sopla entre sus hojas,
los ecos que propaga en nuestras voces
y el sólido silencio de la estatua.
En el grito de la cigarra que despierta
con el corno de marzo
he descifrado el horóscopo del hacha.
Ésta es la plaza que junta mis caminos.
Aquí viejos poemas se me vuelven
un dorado murmullo de hojarasca.
Algunos de estos árboles son míos,
algunos de sus troncos renegridos,
quiero decir, son del que pase,
—sus manos los sembraron.
Eugenio Montejo nació en 1938 y murió en 2008, cuatro meses antes de cumplir setenta años. Se fue muy pronto, sin despedirse, sin cerrar el diálogo que tuvimos. ¿Cómo honrarlo? ¿Cómo retribuirle todo lo que nos dejaba a diario? En 2014, recuerdo, me senté con Aymara Montejo, su esposa, en el café del Rey David: tenía yo el vago impulso de proponerle un proyecto de Obra completa, pues su obra poética, sin duda, se crecía entre nosotros hasta ser la más grande del siglo, junto a la de Rafael Cadenas. Para entonces, con muchas dudas en el corazón, yo contaba con apenas dos aliados: mi querido Miguel Gomes, cómplice de muchas empresas editoriales, y mi también querido Manuel Borrás de Pre-Textos, casa editorial en la que Eugenio venía publicando sus libros de los últimos veinte años. Mi propuesta ha debido sonar un poco temblorosa, pues era más deseo que certeza. Miguel y yo comenzamos a trabajar, él desde Connecticut y yo desde Caracas, con la sensación de que la tarea era enorme y los resultados escasos: el Eugenio ensayista, por ejemplo, había dejado sembrado en revistas y suplementos iberoamericanos tantos artículos y reflexiones como los recogidos en sus dos libros efectivamente publicados: La ventana oblicua y El Taller blanco; al mismo tiempo, la familia de los heterónimos crecía en nombres y nuevos libros, que fuimos descubriendo en sus archivos personales gracias al empeño de Aymara. Hacia 2017 Miguel y yo decidimos incorporar al equipo editor a la poeta y editora Graciela Yáñez Vicentini, quien ya nos ayudaba haciendo transcripciones de originales: en Graciela no sólo encontramos un entusiasmo sin límites sino a una verdadera y apasionada montejiana. A partir de allí comenzamos a trabajar a mejor ritmo, nos distribuíamos las tareas, ampliamos las consultas, hicimos un arqueo por todas las revistas del continente buscando huellas de Eugenio, descubrimos valiosos archivos gráficos, logramos juntar un grupo de colaboradores en varias latitudes que nos daban pesquisas claves. Sólo el trabajo final de la bibliografía, que debemos en gran medida a Graciela, significó años de recaudos y pesquisas.
En 2021 salió el primer tomo de esta Obra Completa dedicada a la poesía del maestro, en 2022 salió el segundo dedicado a los ensayos, y en octubre de 2023, hace apenas cinco meses, el tercer y último tomo de los llamados colígrafos, título que le dio Eugenio a los imaginarios discípulos de Blas Coll, el tipógrafo un poco cascarrabias de Puerto Malo. Han sido diez años de compromiso que cerramos hoy en la madrileña Librería Alberti. Seguimos en la Plaza Las Delicias, en medio de árboles renegridos, juntando los caminos de viejos poemas, sintiendo el viento que sopla las hojas, oyendo las voces que se propagan. Hemos sembrado la obra del maestro para que perdure siempre entre nosotros.
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