En febrero de 2023, me junté con el escritor Leo Oyola a terminar de escribir un libro nuevo. Era sobre los años más difíciles de mi banda Ella es tan cargosa, y Leo, mi editor, quería ponerle “Los Gallagher”. Todavía no me animo a mostrárselo a nadie, y aún permanece inédito. Esa tarde, en un bar de Scalabrini Ortiz, antes de empezar a trabajar, Leo separó tres relatos.
—Rodri. Estos me encantan, pero son el germen de tu futuro libro literario.
Uno era un texto sobre mi tortuosa experiencia en el taller que dictaron en el 2002 Juan Forn y Guillermo Saccomanno en Barrio Norte; otro hablaba de una linda historia con mi vecino de Castelar, el escritor Eduardo Sacheri; el tercero era un retrato de la poeta de Hurlingham, mi amiga Moni Hoqui.
—¿Leíste Mientras escribo de Stephen King? Leélo, te va a inspirar- me aconsejó Leo.
Al poco tiempo, la editora de La Crujía, Sabrina Sosa, me citó en un bar de Plaza Italia. Quería que escribiera un libro para la serie Ser escritor. Me acordé de Leo, y me gustó la coincidencia. De paso, dejaba enfriar otro libro doloroso en donde me exponía demasiado, y empezaba a pensar en cuestiones más placenteras y luminosas.
Leí a Stephen King, y el libro se me fue armando en la cabeza.
Como todo multitasking, el año pasado me quedé sin tiempo para anotarme en algún taller. Intenté volver al de no ficción que daba online Matías Bauso. Fui un mes. Llevé dos relatos, pero ir cada quince días no me rendía. Matías, editor de mi primer libro, siempre me tiraba consejos: escribí sobre libros, contá cómo te pegaron determinados autores, me decía. No iba a su taller, pero su voz tierna y aguda, que yo siempre asocio a la de Tato Bores, me iba acompañando.
Otra regla. Si escribía sobre algún libro trascendente, lo releía y tomaba notas. No se me podía escapar nada. Era como abrir libros troquelados. No solo porque entre las páginas aparecían volantes de época –remiserías y locutorios, tickets con precios inentendibles que habían sido señaladores-; volvían pedazos de vida.
Escribía a un ritmo mayor al que te exige un taller. Cuatro o cinco relatos por semana. Leo me había sugerido que pensara en mis comienzos en la escritura y la lectura. Pero yo había empezado tarde a leer literatura. Y más tarde a escribir. Tuve que volver a mi prehistoria. A mis tiempos de lector de El Gráfico y de literatura política –Jauretche, Scalabrini, Cooke, Walsh– en la adolescencia. A las revistas dibujadas a mano que hacía para mis amigos en la escuela primaria.
En una hoja oficio fui anotando los relatos que tenía, y los que había que escribir, ordenados cronológicamente. Pensé en cuatro etapas. Los ochenta en Castelar. Los noventa, cuando me fui a vivir solo a un departamento en Ituzaingó y estallé como lector. La tercera fue con el comienzo de siglo, año dos mil, Castelar sur, años proustianos, Alicia Dujovne Ortiz me apadrina en un curso de “En busca del tiempo perdido” y me vuelco a escribir torrencialmente. Me anoto en talleres zonales, mientras en paralelo armo Ella es tan Cargosa y el país se encamina a su crash más triste y poderoso.
Durante esa década escribo mucho, doy a luz tres novelas y unos cincuenta relatos. A mi modo de ver, escribo una ficción poco sólida, me doy cuenta porque brilla en los talleres de Morón e Ituzaingó, pero es triturada apenas cruzo la General Paz y choca con talleristas de renombre.
La cuarta década es la del plot twist. Derrotado, dejo de escribir ficción, entro en mi etapa personal más oscura, hasta que doy con un montón de literatura y talleres que me alumbran el camino y me inspiran. Llegan los libros de Lucia Berlin, Karl Ove Knausgard, Mavis Gallant, Emmanuel Carrere, Alice Munro, Mary Karr, Alejandro Zambra, Luis Chaves, curso en los talleres de Santiago Llach y veo florecer en mis narices la escritura de Ana Navajas y Adriana Riva, leemos Mi libro enterrado de Mauro Libertella, la poesía de Sharon Olds me explota la cabeza, retomo la literatura de Fabián Casas, los viejos libros de Fernando Vallejo, conozco a Flor Monfort, que me edita más de cincuenta cuentos y me rearma un libro al que llamará El aire del mundo, y me vuelvo loco con sus relatos de Las Rusas, con Los mejores días de Maga Etchebarne. En esa autopista de libros, autoras y autores veo un camino nuevo y me subo.
Mientras escribía Las cosas que empecé de grande, al que Leo y yo queríamos llamar Mesa de saldos, por un relato en donde hablo de la novela La playa, de Cesare Pavese, nos escribíamos por Whatsapp. Me pedía cosas puntuales.
—Escribí sobre tus marcas en los libros a través de los años.
Me veo tecleando y sonriendo frente a la pantalla, con la hoja de ruta de los relatos pendientes al costado de la notebook. Una vez que los cerraba, tachaba con una cruz. Quería terminar el libro con mis relatos de ficción. Rendirle homenaje al Rodrigo escritor de los comienzos de siglo, una boludez grande como una casa. Leo Oyola, cada vez que tocábamos el tema, apretaba stand by y me pateaba para adelante. Las cosas que empecé de grande es un inventario también de mis temores e inseguridades. En noviembre de 2023 le mandé el libro terminado, y casi sobre las fiestas empezamos a cerrarlo con encuentros presenciales. Leo es muy bueno estimulándote a escribir, te marca bien lo que para él te está faltando, y te dice con la sutileza de un esgrimista, para no herirte, lo que sí o sí tiene que quedar afuera.
En un meet que metimos una mañana calurosa de comienzos de año, tragando saliva, porque estoy seguro de que le dolió decírmelo, me sugirió que la ficción no entrara en este libro. Mejor dejarla para otro, Rodri, otro que sea todo de ficción, se nota mucho el cambio de registro, me dijo Leo, escritor premiado de ficción. Seguro sabe de lo que habla, pensé. Acepté con toda la humildad y comprensión que quizás me falte en otros órdenes de la vida.
El libro llegó a La Crujía. La editora, Rusa Hernández, cuando creíamos que estaba todo cerradito, me marcó muchas cosas más. Tragué saliva. Abrí el mail. Se me movió el corazón. Tenía razón en casi todo lo que me decía. Gracias a todas sus marcas y cuestionamientos, el libro crecía. Me tomé unos días. Me senté y lo terminé.
Apreté send. Sabemos que la corrección es infinita, y que siempre va a haber algún error que se nos pasó. Mejor pensar en un nuevo libro. Que Las cosas que empecé de grande, de una vez, se largue a caminar solo.