El informe que acaba de publicar la Misión Internacional Independiente de la ONU sobre Venezuela es de una contundencia brutal. Debido a que no sale de fuente tendenciosa y a que sus datos parten de averiguaciones imparciales, es un filón inagotable sobre la crueldad del régimen. Si se agrega el hecho de que no se trata de un trabajo improvisado, debido a que fue iniciado en 2019 por la comisionada Bachelet, estamos frente a evidencias de brutalidad que no se pueden ignorar.
En otras ocasiones he comparado el autoritarismo chavista con la dictadura de Gómez, la más sangrienta y temible de nuestra historia hasta ahora, pero el informe de la ONU la lleva a un segundo lugar sin posibilidad de duda. Si el régimen gomero marcó la sensibilidad colectiva al familiarizarla con la maldad y la tortura, si la llenó de oprobio, si convirtió al país en «la vergüenza de América» por la sangre que derramó; la conducta de los torturadores maduristas y la masiva expresión de prisiones y persecuciones llevada a cabo por sus agentes supera cualquier escala de inhumanidad sufrida en el pasado. Nadie puede albergar dudas al respecto debido a que es, por desdicha, una conclusión inevitable del informe de la ONU. ¿Cómo se puede tapar esa ignominia, que baja del tenebroso podio a gentes oscuras como Eustoquio Gómez y Nereo Pacheco?
Solo unos datos, para que lo escrito tenga sustento concreto: 139 niños y 28 niñas están encerrados en prisiones comunes, acusados de terroristas; en la generalidad de las detenciones se irrespetan los procesos judiciales, para que los acusados queden a merced de los agentes del orden público sin la asistencia de abogados personales o sin comparecer ante un juzgado; para que confiesen delitos que no han cometido, los capturados son sometidos a tormentos y a amenazas de violencia, como la posibilidad de una arremetida sexual, debido a los cuales quedan a merced de unos despiadados esbirros sin ningún tipo de escapatoria; leyes de sinuosa definición contra el odio o contra el fascismo favorecen las tropelías de los agentes ante cualquiera que se manifieste como opositor, aunque solo esté murmurando en un rincón. Pero se ha llegado a situaciones todavía más monstruosas, aunque parezca imposible: se han marcado con una señal los domicilios de los opositores para facilitar las detenciones, y se ha pedido a los seguidores del gobierno que cumplan la «patriótica» misión de delatar vecinos disidentes. No solo son verdugos sin contemplaciones, sino también animadores de soplones y pedagogos en el arte de la delación y la traición.
El informe de la ONU no duda en relacionar el incremento de las referidas tropelías con el fraude electoral llevado a cabo por la dictadura. Pese a que se trata de aberraciones cuyo origen es de vieja data, reza el documento, llega a su cúspide cuando Maduro pierde las elecciones y escoge la ruta del fraude para mantenerse en el poder. De allí la detención de un número abultado de dirigentes de la oposición, la mayoría cercanos a María Corina Machado, y las groseras presiones que condujeron al exilio de Edmundo González Urrutia, el candidato ganador. La represión, que es un hecho habitual de la década, se potencia debido al fracaso estrepitoso de la nominación de Maduro como candidato a la reelección, se colige del abrumador texto, para llegar hasta los extremos de pavor que hoy experimenta la sociedad. Hay otras evidencias dignas de atención en la fuente, capaces de helar la sangre, pero las sugeridas bastan para interpelar a quienes, pese al rol que desempeñan en la sociedad, no han actuado como se puede esperar en una colectividad que antes libró batallas fundamentales por la democracia y la dignidad.
Los representantes de un grupo de partidos políticos, o que se presentan como tales, por ejemplo, que acuden al llamado del presidente de la AN, uno de los inspiradores notorios de la represión, como si fuesen a regodearse en las mieles de la concordia. Los empresarios que actúan como valedores del régimen porque no está sucediendo nada que les quite el sueño, porque solo han visto unos rasguños superficiales o porque su asunto no es la política sino los negocios. Los líderes que pelean en el seno de sus banderías como si la vida se les fuera en un debate minúsculo y pueril. Un grupo de intelectuales y de escritores dedicados a sus libros y a sus musas porque nadie los debe perturbar en su torre de marfil. No pocos comunicadores que se transan con la prudencia para evitar la audacia, por último. El informe de la Misión Internacional Independiente de la ONU cae sobre ellos como una lápida.
Artículo publicado en La Gran Aldea
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