Desde su libro El hombre mediocre, José Ingenieros llama la atención sobre los elementos que caracterizan a estos, es decir, a los mediocres, precisamente. Hace hincapié en la incapacidad de concebir de esa manera la perfección o de formarse un ideal.
Además, los mediocres son rutinarios, honestos, mansos y ajustan su carácter a las domesticidades convenidas. Están fuera de su órbita el ingenio, la virtud y la dignidad, privilegios de los caracteres excelentes, que a veces no delinquen por cobardía ante el remordimiento. No saben estremecerse de escalofrío ante una tierna caricia, ni abalanzarse de indignación ante una ofensa. En conclusión, todas estas iniquidades, perversidades, del ser humano, por supuesto, son los menos, pero, sí, son aquellos los que han llevado al país por un barranco sin fondo.
Al mismo tiempo, me di a la tarea investigar en las notas del libro titulado Cómo mueren las democracias, y allí se exponen algunos ejemplos de democracias que fenecieron, entre ellas, por ejemplo, la II República española, y una de las razones que apunta para que se produjera tal hecho fue la polarización existente en la sociedad. En la que desde 1931 “la Iglesia, el ejército y la monarquía no otorgaban legitimidad a la nueva república”. La reacción de una parte importante de la izquierda fue radicalizar su discurso y unos y otros optaron por no considerarse rivales políticos sino enemigos. En esto creo que podemos estar todos de acuerdo, pero ello solo supone la constatación de un fracaso colectivo que en ningún caso permite justificar la conspiración de militares ni ignorar olímpicamente la voluntad expresada por los pueblos en los centros de votación. Podemos adicionar, el frágil sustento o el rechazo a las reglas de juego democrático que van desde la negativa a cumplir el mandato constitucional en algunos de sus términos, hasta el apoyo a una intervención militar, pasando por la suspensión de elecciones, manifestaciones masivas para cambiar al gobierno, la restricción de derechos, o la no aceptación de unos resultados electorales en el caso que les sean desfavorables.
Al mismo tiempo, la negación de la legitimidad de los adversarios políticos: describen al adversario como subversivo o contrario a la Constitución. El rival es una amenaza para la vida política. Afirman que incumple la ley o que es un peligro para la patria o sugieren que trabaja para gobiernos extranjeros; cosas tan extravagantes como inauditas. Algo semejante ocurre con la tolerancia o el fomento de la violencia: tienen lazos con bandas armadas o paramilitares, patrocinan el ataque violento al adversario, aprueban la violencia ejercida contra el contrario o se niegan a condenarla.
De modo idéntico, la predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación. Proponen limitar libertades, controlar la información, restringir el derecho de expresión y manifestación y alaban medidas de este tipo adoptadas por otros en el presente o el pasado.
Para que un político tenga ese virus autoritario no hace falta que cumpla con todas estas señales, basta que tenga presentes algunas de ellas, el resto ya las irá adquiriendo y mostrando; sobre todo si tiene ocasión de ejercer el poder.
En último lugar, de acuerdo con estas indagaciones, las constituciones, por muy bien diseñadas que estén, no pueden por sí solas garantizar la democracia. Todas tienen lagunas, equívocos, ausencias que pueden ser aprovechadas para dragar la propia esencia de la Constitución. Es el sentido y la fe democrática de sus actores y las reglas y usos no escritos las que garantizan el éxito de una democracia frente a las tentaciones del autoritarismo…
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