“Árbol que crece torcido, releído después de 40 años, pudiéramos leerlo como el primer collage de Rafael Castillo Zapata: el collage-menor, el collage-púber que, con su aparición, inclina la tradición poética venezolana hacia una voz que tuerce la lengua mayor para diseminar su sentido, para cortar, pegar, ensamblar, yuxtaponer, juntar ramas de árboles y plantas de ese vivero que es la cultura, para darle existencia poética a un cuerpo que nos habla con humor y lágrimas, de la ‘tantísima belleza de mirar’ que es el amor”
Por GINA SARACENI
“Árbol que crece torcido, jamás el tronco endereza” es un refrán en el que la metáfora vegetal sirve para representar la dificultad de corregir una torcedura —física, corporal, ética, social— si esta ocurre durante la infancia. El “jamás” presente en la oración radicaliza la imposibilidad del cuerpo “torcido” de “enderezarse” si se desvía de las normas y de mantenerse derecho. El tronco entonces, como base y sostén del árbol que crece por su propia morfología hacia arriba, pierde el rumbo y se va de lado sin posibilidad de que alguna ortopedia pueda corregirlo.
La filósofa italiana Adriana Cavarero, en el libro Inclinaciones. Crítica de la rectitud (2013), propone el concepto de inclinación para releer el pensamiento metafísico occidental fundado en la idea de un sujeto vertical, derecho, recto, erecto que aspira a la elevación y a la razón situada además en la cabeza que es el lugar más alto del cuerpo. “El impulso a la inclinación socava (…) al yo de su baricentro interior haciéndolo salir fuera de sí (…), corroe su estabilidad” y lo dobla plegándolo hacia los lados. “La inclinación conlleva un atentado al equilibrio del yo y, por extensión, un atentado al yo como sujeto de la filosofía y, de rebote, a una filosofía egocéntrica (…) al yo y su geometría de la rectitud rígida, pétrea y, sobre todo, desafectada”.
Cavarero apela a “la geometría del sujeto” propuesta por Hannah Arendt para pensar la tensión existente en el pensamiento metafísico occidental entre la línea vertical, derecha, correcta, panóptica como postura dominante del sujeto a lo largo de la historia, relacionada además con el ejercicio de la ley, del poder, de la dominación, de la administración y gobierno de la vida; y la línea oblicua, inclinada, plegada, torcida como postura que excede la verticalidad normativa y se fuga hacia el exterior, el afuera, hacia la relación incalculable con cuerpos y afectos impredecibles, con lo otro y el otro.
Árbol que crece torcido (1984) de Rafael Castillo Zapata (Caracas, 1958), publicado en los años 80 cuando surgió el grupo literario Tráfico, es un libro inclinado que hace de la torcedura una postura verbal que saca al lenguaje de sus convenciones discursivas para volverlo una materia inclasificable e indeterminada. En ella la oralidad, el bolero, la literatura, los dichos populares, la industria cultural, la salsa, el cine, la cotidianidad caraqueña, el melodrama, el sentido del humor, la calle, el repertorio del discurso amoroso, las figuras de la familia, se encuentran y mezclan en una voz que relata la infancia y adolescencia de un niño gay/homosexual.
Para nombrar a ese cuerpo “menor”, a Rafaelito, a “sus dedos inútiles puestos sobre un alicate”; a “sus manos cejijuntas de atenciones/sobre la pulcritud de un block Caribe”; para decir al “ineficaz defensa” que no metió ni un gol, al enamorado de Demian, al “fuera de sitio siempre”, es necesaria una lengua “partida”, “trans”, dúctil, que se mueve en zigzag, que se inclina hacia el rastro resonante de la cultura para buscar allí, en su repertorio de ecos y restos, la cadencia más eficaz, el ritmo más efectivo para decir al niño que falta: al de “la manada de los otros”. La poesía se inclina hacia ese cuerpo “raro” para acogerlo en su lengua caleidoscópica y atlética que se pliega y despliega, se estira y encoge en el intento de darle una comunidad al “enclenque”, “patizambo”, “carajito” “tan quedado” que tenía en los bolsillos unas “tristes metras tristes reunidas” y buscaba cómo hacerse “un hombre hecho y derecho” torciendo el árbol y el corazón.
Quiero pensar que en esta primera voz de Rafael hecha de pedazos, fragmentos, recortes de la cultura y de la experiencia, subyace el gesto benjaminiano del “montaje” y la técnica del “collages” que tanto lo han ocupado y preocupado en su trabajo crítico y artístico posterior. El hecho mismo de que Rafael, para titular el libro, recorte la primera parte del refrán (“árbol que crece torcido”) omitiendo la segunda (“jamás el tronco endereza”) que es la que además sentencia la pérdida irremediable de la “derechura” como condición fundamental para la vida, pudiera ser indicio de esta apuesta a la que contribuye también la forma de los poemas como piezas armadas con partes de referencias, imágenes, canciones que se ensamblan a través de la voz que los resignifica al ponerlas a funcionar en otra lógica.
Árbol que crece torcido, releído después de 40 años, pudiéramos leerlo como el primer collage de Rafael Castillo Zapata: el collage-menor, el collage-púber que, con su aparición, inclina la tradición poética venezolana hacia una voz que tuerce la lengua mayor para diseminar su sentido, para cortar, pegar, ensamblar, yuxtaponer, juntar ramas de árboles y plantas de ese vivero que es la cultura, para darle existencia poética a un cuerpo que nos habla con humor y lágrimas, de la “tantísima belleza de mirar” que es el amor.
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