El régimen chavista no necesita votos para ganar elecciones; le basta con dividir a quienes aún creen que con votos puede derrocarse. En eso ha sido eficaz. La llamada oposición democrática venezolana, agrupada en la MUD y sus derivados, ha vuelto a demostrarse incapaz de articular una estrategia política coherente, sostenida y realista. En su lugar, ofrece un espectáculo ya conocido: la fragmentación. Esta vez, no sólo entre partidos y liderazgos, sino también —y quizá más dramáticamente— entre geografías y posturas: entre quienes están dentro y fuera del país, y entre quienes llaman a votar y quienes llaman a no hacerlo.
Todo esto, por supuesto, no es casualidad. Nicolás Maduro no es un gran estratega, pero sabe explotar la torpeza ajena. Habilita a unos candidatos, inhabilita a otros, suelta amarras legales, luego las aprieta. Todo, como siempre, con la Constitución chavista en una mano y los militares en la otra. Y esa oposición, como tantas veces, se deja arrastrar: se indigna, protesta, recula, claudica o —peor— actúa como si nada hubiera pasado. Como si tuviera sentido ir a elecciones sin condiciones mínimas, sin árbitro confiable, sin registro electoral transparente, sin medios ni recursos. Como si la historia reciente no existiera.
El 28 de julio de 2024 fue un momento crucial. A pesar de la ausencia de garantías reales, la oposición —de nuevo— llamó a votar. Lo hizo con entusiasmo, con épica, con fe. Y el país respondió. Millones acudieron a las urnas con la esperanza de iniciar el tránsito hacia un cambio pacífico. Fue un acto de valentía, sí, pero también de ingenuidad. Porque no bastaba con ganar en votos: había que cobrar. Y esa parte, la más difícil, fue omitida por completo en la estrategia.
¿Resultado? Una enorme expectativa frustrada. Un capital político dilapidado. Una dirección que no supo ni pudo convertir la victoria simbólica en presión real. Lo que vino después fue desmovilización, desencanto y la división. Algunos comenzaron a cuestionar la lógica de “votar sin condiciones”. Otros, aún atrapados en el optimismo de la urna, insistieron en repetir la fórmula.
Ahora la historia se repite, pero con menos ilusión y más fractura. El 25 de mayo se anuncia como otra “oportunidad histórica”. Pero la oposición llega fragmentada. Ya no se trata sólo de partidos enfrentados, sino de un quiebre más profundo: el que separa a quienes aún creen que votar sirve de algo, y quienes sostienen que, sin condiciones, sólo se legitima una farsa. El drama se acentúa entre los exiliados y los que están en el país: unos llaman a abstenerse sin recordar deliberadamente sus llamados a votar el año pasado, otros claman por participar desde la precariedad y la represión cotidiana.
Esta división no es sólo culpa de Maduro, aunque él la aproveche con placer. Es también —y sobre todo— fruto del fracaso estratégico de la oposición. Porque llamar a votar sin garantías mínimas, sin plan de contingencia, sin fuerza para enfrentar un fraude, es repetir el error. Es ignorar lo que ya ocurrió. Y lo peor: es preparar el terreno para que vuelva a pasar.
La lógica del régimen es clara: habilitar a unos, inhabilitar a otros. No por razones jurídicas, sino por cálculo político. ¿Quién divide más? ¿Quién resta más votos? ¿Quién fragmenta más la narrativa? Esas son las preguntas que definen las decisiones del chavismo en materia electoral. Y la oposición, en vez de responder con una estrategia común, cae en el juego. Unos celebran su habilitación como si fuera un logro; otros denuncian su exclusión como si fuera una sorpresa. Nadie parece entender que no se trata de competir, sino de sobrevivir. Y que en este tablero manipulado, cualquier candidatura sin condiciones es apenas una pieza más del decorado.
Lo más doloroso de esta historia no es la represión, ni la censura, ni siquiera la miseria: es la repetición. La oposición venezolana ha cometido, una y otra vez, los mismos errores. Ha subestimado al adversario, ha sobrestimado su fuerza, ha priorizado la moral sobre la eficacia. Y cada vez que lo ha hecho, ha salido debilitada. El llamado a votar sin condiciones —primero en 2024, ahora en 2025— no es un acto de valentía, sino otro eslabón en la larga cadena de desaciertos. Un error político costoso, que divide más de lo que suma, que desmoviliza más de lo que entusiasma.
Una sociedad cansada, una dirigencia deslegitimada, un régimen más fuerte en su control que en su popularidad. Y una pregunta incómoda: ¿hasta cuándo se insistirá en fórmulas fallidas? La unidad, ese viejo mantra opositor, ya no es un objetivo: es una quimera. El chavismo, sin haber cambiado una coma de su guión autoritario, ha logrado lo que parecía imposible: una oposición dividida entre sí y dividida consigo misma. Entre los que están y los que no. Entre los que creen y los que ya no creen. Entre los que votan por convicción y los que se abstienen por escepticismo.
Quizás algún día alguien haga el balance final y descubra que el chavismo se sostuvo menos por sus aciertos que por los errores ajenos. Que su victoria no fue tanto electoral como psicológica. Que supo, con paciencia y cinismo, dividir hasta el cansancio a quienes pretendían enfrentarlo. Y que lo hizo no porque fuera más fuerte, sino porque enfrente tenía una dirigencia incapaz de aprender de sus propios fracasos.
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