
Aunque incluye textos recientes solicitados para esta edición, el recorrido que sigue proviene, de forma sustantiva, del archivo del autor: cartas, postales, fragmentos de comentarios a su obra, retratos, textos del propio Quintero, en los que habla de sus afectos y visiones como narrador. Novelista y cuentista, Ednodio Quintero (1947) es también ensayista, editor, compilador y fotógrafo. Histórica amiga del autor, Katyna Henríquez Consalvi concibió y coordinó el dossier
Tributo a la amistad
Katyna Henríquez Consalvi
La vida está hecha de recuerdos y de sueños. Lo vivido y lo soñado, pero también de lo escrito que es la prolongación de los sueños. En esos ámbitos deambulamos en nuestro trayecto aferrándonos a ellos para dar cuerpo al silencio y a la nada que nos habita. Pero también la vida está hecha de los afectos, los que nos complementan y nos hacen espejo en el otro. Allí comienza en esta historia el nombre de Ednodio Quintero, el gran narrador, a quien conocí como lectora cuando aún niña adolescente me iniciaba en la literatura. Lectura de iniciación a mundos poblados de caballos jineteados por la muerte en aldeas calcinadas por el sol; gallos pintos de los que brotaban alacranes y el tatuaje de un puñal que cobra vida en el fragor del combate amatorio. Sucumbí, temprana y deslumbrada lectora, ante esos mundos alucinados.
Años después en mis faenas editoriales, a comienzo de los 90, nos reencontraríamos en Ciudad de México. Pasaría de fiel lectora, a ser amiga y cómplice hasta el día de hoy, promotora incondicional y privilegiada de su obra en sendas ediciones, desde la introducción en España con el libro Lección de física por Celeste Ediciones, hasta el de oficiar de Hermes para la edición de sus Cuentos Salvajes en la bella Atalanta del Conde de Siruela. Ednodio me introdujo en el olimpo mexicano de los 90 y a través de él conocí a Alejandro Rossi, Carmen Boullosa, Juan Villoro, Chema Espinasa, mi afortunada y protectora cofradía de amigos, siempre presidida por el gran Adolfo Castañón. Y gracias a su impecable batuta en la conducción de la Bienal Mariano Picón Salas que tanto extrañamos, con invitados de lujo, me regaló la amistad de Enrique Vila Matas. Luego vendrían, Bogotá, Japón y por supuesto siempre Mérida, su herida, nuestro connatural lugar de encuentro, año tras año, hasta el día de hoy.
He sido muy afortunada por lo compartido con el niño de Las Mesitas. El niño que a los 6 años decía volar y que hoy lo sigue haciendo en las alas del zamuro real que contempla tras el resguardo obligado de su ventana; tantas veces cerca de la incontinencia de sus libretas negras, escritas a mano con lápiz de grafito; tanta buena conversa alrededor de nuestra laguna de búfalos, tantas lecturas compartidas, tanta vida y tantas muertes. Es por ello este dossier un tributo a la amistad. Gracias a quienes directa o indirectamente están presentes a través de fragmentos, semblanzas o correspondencias, extraídos en su mayoría de su archivo personal y gracias a Silda Cordoliani por la complicidad.
Mientras reunía el material para este dossier pedí a Ednodio escribiera siete momentos como rúbrica de esta amistad, aquí van con su firma, con las siete letras de su nombre.
Siete recuerdos para K
Uno: Pedro Infante
En el umbral de la memoria, me veo intentando encender un Camel turco mientras Katyna conduce con la pericia de un piloto de Fórmula Uno su bólido, un Volkswagen Golf plateado, a través de la Avenida de Los Insurgentes —la más larga del mundo—, en México DF. Una hora después, cerca de la medianoche llegamos a una callejuela adoquinada por los lados de Coyoacán y entramos a una cantina donde anunciaban la presencia de un Pedro Infante, redivivo, que había sobrevivido al avionazo 40 años atrás. Como salido de ultratumba, con su voz carrasposa de fumador empedernido, “el ídolo del pueblo” cumplió con su repertorio ante la mirada fascinada de damas encopetadas, al borde del desmayo. No podré olvidar el final del espectáculo cuando una señora se acercó al cantante y le hundió su índice de uñas de gavilán en la mejilla, tal vez para comprobar que no se trataba de un holograma. Al filo de la madrugada hicimos el trayecto de vuelta a casa, y permanecimos en silencio hasta el día de hoy.
Dos: Pedro Lemebel
Coincidí con Katyna en la Feria del Libro de Santiago de Chile en 2001. Yo había concertado por correo electrónico una cita con Pedro Lemebel con el propósito de entregarle en persona una invitación para la Bienal de Literatura de Mérida. Me hice acompañar con Katyna. Lemebel apareció puntual, elegante, travestido, taconeando sus peligrosos zapatos Luis XV; me saludó y ahí mismo quedó encantado con Katyna. Me hice a un lado y logré tomar una foto de Katyna y Lemebel, abrazados, que conservo como un tesoro.
Tres: En el monte Takao
En el canicular verano de 2010 Katyna me visitó en Tokio. De las mil peripecias que compartimos en aquella quincena memorable escojo una inolvidable. Un domingo salimos de excursión con mi amiga Arisa Terada y su señora madre, Toyomi. Con la energía nipona (¡gambate!) nuestras anfitrionas eligieron mostrarnos Takao, la montaña más alta en las cercanías de la ciudad, un montecito de apenas 599 metros de altitud. Eso sí, habría que subirlo a pie, hazaña que yo no estaba dispuesto a acometer. Optamos por un funicular muy divertido formado por cabinas para dos personas, yo adelante con la señora Toyomi y en la siguiente Katyna y Arisa. Vimos el famoso narizón Tengu y templos de la secta Shingon. Llegamos a la cumbre cubierta de niebla y el regreso lo hicimos anocheciendo a pie a través de un bosque encantado y resbaloso; en algún momento apareció un duende y me enseño la lengua de Voodoo Lounge de los Stones. Al regreso, en Shimokitazawa, cenamos pizza y Katyna se quiso despedir de la señora Toyomi con un abrazo, Arisa la frenó en seco: “¡Do not touch!”. En Japón, las madres no se tocan.

RIUKYCHI TERAO, KATYNA HENRÍQUEZ CONSALVI Y EDNODIO QUINTERO EN YOKOHAMA, ARCHIVO EDNODIO QUINTERO
Cuatro: A orillas del río Kamo
En el famoso Shinkansen viajé con Katyna hasta Kioto, una de las ciudades más bellas del mundo. Deslumbrados con tantas maravillas, permanecíamos despiertos hasta medianoche recorriendo los lugares más exóticos en los alrededores del río Kamo que atraviesa la ciudad. Una noche, regresando al hotel, muertos de sed, tropezamos de pronto con una pequeña cervecería en cuya vidriera destacaba la imagen de Ryõma Sakamoto, uno de los héroes de la Restauración Meiji de 1868. Justamente le había estado hablando a Katyna de aquel famoso y curioso personaje, el primer japonés que había salido en luna de miel. Entramos al pequeño bar, desierto a esa hora, atendido por el dueño y su esposa, y nos dimos cuenta que aquel sitio era un santuario dedicado a Ryõma Sakamoto. Nos bebimos un par de cervezas Kirín, y a la hora de pedir la cuenta nos quedamos estupefactos: cada cerveza costaba en aquel antro 5 o 6 veces más que en cualquier otro lugar. Salimos riéndonos y desplumados como patos. (Kamo significa pato).
Cinco: En San Javier del Valle
Uno de los rituales que cumplía Katyna cuando venía a Mérida desde Caracas era acompañarme a mis caminatas a San Javier del Valle. Dábamos unas vueltas de calentamiento alrededor de la laguna donde venían a refrescarse los búfalos y sus crías. Sudando como caballos ascendíamos hasta la cascada de la Virgen de los Milagros atravesando un bosque que parecía sacado de un cuento de hadas. Nos deteníamos en la cumbre desde la cual contemplábamos la Sierra Nevada en todo su esplendor. En una ocasión sorprendí a Katyna preguntándole la hora y a las 12:30 exactamente le señalé la copa de un bucare cubierto de las llamadas barbas de palo (Tilandsia usneoides), en cuya rama se acababa de posar un gavilán que regresaba a su querencia después de haberse zampado un par de ratones para el desayuno. Con su pensamiento mágico, Katyna creía que yo tenía algún pacto con aquel bello animal. La saqué de su fantasía: le dije que los gavilanes son seres muy puntuales.
Seis: Danzando en Santa Fe de Bogotá
En 1992 fui invitado a la Feria Internacional del Libro de Bogotá a la presentación de mi primera novela, La danza del jaguar. Katyna, que en su juventud había estudiado Letras en la Universidad Javeriana, se encargó de la organización del evento y del sarao posterior. Los presentadores fueron R.H. Moreno Durán y José Balza. R.H. con su facundia y pico de oro y José con su aguda inteligencia y perspicacia mantuvieron a un auditorio repleto atento a las anécdotas picantes y a los elogios a veces desmesurados dirigidos al autor. Después de aquel divertido contrapunto, en casa de una amiga de Katyna donde ella misma actuó como anfitriona se celebró una velada exquisita y espectacular que treinta años después me hace recordar las fiestas barrocas que se daban en la corte de Parma descritas por mi admirado Stendhal.
Siete: Una visita inolvidable
Desde siempre Katyna y yo hemos compartido nuestra admiración por la obra de Victoria de Stefano, en especial por su don de gentes y generosidad. En mis viajes a Caracas, cumpliendo un rito sagrado visitaba a Victoria, y Katyna, que el ajetreo de la ciudad le impedía frecuentarla, se sumaba a esas esplendorosas tardes acompañadas de té, café, exquisitas tortas y conversaciones para enmarcar. La última, memorable, fue en agosto de 2019, cuando fuimos con Rosbelis, lectora y admiradora incondicional de Victoria. En algún momento, Victoria nos mostró su lugar de trabajo (que alguna vez llamé: “El templo donde la sacerdotisa ejerce su oficio”): una estrecha habitación parecida a la celda de una monja de clausura, la vieja y fiel computadora, algunas fotos de su familia y una de sus siete bibliotecas con sus libros predilectos. Mientras las tres mujeres, cercanas a mi corazón, se divertían como colegialas, riéndose y haciéndose fotos, me alejé hasta la puerta intentando leer el famoso poema de Samuel Beckett: “Whoroscope”. En fin, unos instantes de dicha compartida, prueba de que la felicidad existe… y desaparece.
Ednodio
Mérida, mi herida, 13 de febrero de 2025.
Pórtico
Ednodio, maestro y mago de tantas palabras, vive ahora diariamente de imágenes. Capta con su vieja Pentax el cielo sobre la ciudad, Mérida—mi herida, y sobre las montañas afines a los páramos donde creció y empezó a hablar. A veces en el cielo hay nubes, a veces los zamuros que tanto le simpatizan, a veces nada, la pura lejanía azul que libera de opuestos.
En su apartamento, un concentrador de oxígeno le da aire a sus pulmones para que siga con vida, y a su voz para que comparta recuerdos, reflexiones e ideas para un futuro próximo. Su estar es una respuesta a lo inexorable.
Rowena Hill
Enero 2025
Autorretrato
La imagen que tengo de mí mismo es cambiante y fugaz. Imprecisa como si la contemplara a través de un cristal engañoso. ¿Proteica? Casi siempre insatisfactoria. Varía con las luces y las sombras. No obstante, el paso del tiempo no altera su esencia. Adquiere cierta densidad cuando —como si estuviera impresa miles de veces sobre la superficie de una película— se pone en movimiento. Aislar un fotograma, invocando el azar, puede conducir a resultados insidiosos: el santo o el monstruo. De cualquier manera, y muy a mi pesar, oscilo entre ambos extremos. Soy esquizofrénico.
¿Multifacético? A través de un proceso cuyos mecanismos no alcanzo a comprender, he sido dotado de una máscara imperturbable. En ella, sólo los ojos, que a menudo arden como brasas, delatan mis estados de ánimo. Aquella máscara, huidiza y refractaria, destaca mis rasgos asiáticos. Mi perfil de cuchillo mellado y mi cabello renegrido impregnan el conjunto con un aire leve de monje o bandido. La piel relumbra a veces, pálida y amarillenta. ¿Se libera tal vez de algún estigma: el recuerdo de mi estancia en los infiernos…? Unas cuantas pinceladas más y el retrato estará acabado. Ni siquiera mi madre me reconocerá. Frente estrecha, cejas inexistentes. Una constelación de lunares. Ojos de miel. Mirada de basilisco.
Según el horóscopo chino, soy jabalí. Creo que el otro me define mejor: pez. Esquivo y resbaladizo. Tal vez una trucha de lomo irisado remontando una cascada. Además, me gusta la forma simplificada de ese graffiti que los primitivos cristianos pintaban en las catacumbas. Mi naturaleza se complace en el agua. Pero en sueños vuelo como un halcón.
Mi vocación y mi destino se funden en un único lugar posible: la escritura. Escribo con pasión, incluso con rabia. Trazo signos enrevesados en los cuales, alguna vez, acaso en las proximidades de mi muerte, descubriré mi rostro verdadero.
Ednodio Quintero

EDNODIO QUINTERO, 1996 | ANABELL GUERRERO
Ars narrativa. Fragmentos
El buey de Li Po
Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Y permanecí hasta una edad irremediable —los seis años— en aquella aldea de los Andes, un sitio olvidado de los cartógrafos y de Dios, cuyo imaginario colectivo se correspondía más con el de alguna región de la España del siglo XVI que con el impreciso y prometedor por petrolero del país tropical de mediados del XX: Venezuela. Mis ancestros de origen español, campesinos pobres de Andalucía y Extremadura, se habían asentado en estas tierras altas hacía ya trescientos años. Mis ancestros indígenas, provenientes de la rama norteña de los chibchas, vivían aquí desde un tiempo inmemorial. De los primeros heredé mi vocación mediterránea, mi semítica nariz y la lengua de Cervantes y Quevedo; de los segundos, el cabello rebelde, mis ojos de japonés alucinado y mi conciencia de guerrero. Muy temprano supe que mi destino –fatal e ineludible– sería el del guerrero. No obstante, las batallas y derrotas y huidas y deserciones –y alguna herida ingrata– que me aguardaban en un futuro incierto tendrían como escenario otros paisajes, distintos a los que se vislumbraban desde mi lar montañés; semejantes, más bien, a los campos de lava de las lunas jovianas: Ganímedes, Ío, Europa o Calisto.
Helena de Troya
El 24 de octubre, día del Arcángel San Rafael, patrono de mi provisorio domicilio, Nikitao, tuve un primer e inolvidable encuentro con mi destino: conocí a Helena de Troya. Sobre la pared blanqueada de un solar surgieron, como salidas de un sueño, las escenas que narraban el sitio de Troya. Yo desconocía la magia del cine, y aquella espectacular introducción en el arte de las imágenes en movimiento dejó una huella en mi memoria que el tiempo no ha hecho más que acentuar. En vano he tratado de rescatar de alguna perdida cinemateca aquella versión hollywoodense de La Ilíada, y sólo en Las Troyanas de Cacoyannis he vuelto a experimentar una sensación parecida a la emoción pura y salvaje de mi primera película. Pero lo que aquí trato de expresar, más allá de una anécdota común a la gente de mi generación, es la riqueza existencial —e incluso conceptual— de aquella experiencia primigenia. El cine —Helena de Troya en particular— me abrió las puertas de la percepción. En la noche de San Rafael, sobre la pantalla de cal, estaban prefiguradas algunas de las constantes que me habrían de acompañar a lo largo de mi existencia terrenal: la mitología —en la que nunca he dejado de abrevar—, el cine —del cual siempre me he alimentado—, la literatura —pues aunque yo no tenía noticias de Homero, éste había sido el guionista de la película—, lo femenino como vía hacia el conocimiento —representado en Helena, la mujer— y, en fin: la imaginación. «La imaginación», como escribió Cortázar, «al servicio de nadie.»
Ednodio Quintero, 1993
La ventana
Mis días en aquella clínica para desahuciados donde habían ido a parar mis huesos de pajarraco transcurrían a una lentitud exasperante. Melancólico, triste, íngrimo y solo pasaba yo los cuarenta y cinco minutos que se me concedían una vez al día para asolearme. Acodado en el marco de la ventana de aquel cuartucho que había bautizado con el remoquete de solárium, intentaba poner orden en mis pensamientos convencido de que mis días en el planeta Tierra se acercaban a su inexorable final. El sol de mediodía se abalanzaba sobre mi cráneo y rebotaba en el piso de losetas iluminando la escena a contraluz. De tal manera que si alguien desde el edificio de enfrente intentara fijar la mirada en mi silueta envuelta en la brutal claridad se encandilaría al igual que si contemplara el sol de frente.
Precisamente el primer día vislumbré una chica preciosa, de unos quince años cuando mucho, recién levantada, que subió la persiana de su ventana —ubicada al otro lado de la calle, exactamente a la altura de la mía—, se desperezó al igual que una gata, bostezó, abrió los brazos y mostró, tal como si estuviera parada delante de un espejo, su cuerpo esplendoroso, completamente desnudo. Tuve que frotarme los ojos varias veces ante aquel fantástico espectáculo que mis sentidos aletargados no alcanzaban a procesar. ¿Acaso la fiebre intermitente me hacía proyectar sobre la pared de enfrente algún oculto anhelo que el resplandor del sol había despertado? Lo cierto era que estaba observando con mis propios ojos los senos de la chica —rotundos y redondos como las naranjas Rosa de Sicilia que yo saboreaba con avidez durante mi estancia en Tokio, en el invierno nuclear— que temblaban sacudidos por algún terremoto lejano: como la cadenciosa vibración de la superficie de un lago en cuyas profundidades galopara un tropel de caballos muertos.
Permanecí unos minutos hipnotizado, sospechando que tal vez no me había percatado de mi propia muerte y que aquella visión era un vislumbre del paraíso al cual por mi conducta vil durante mi existencia terrenal no tendría acceso. La realidad era aún más sombría: la chica estaba allí al alcance de mi mirada, convertida en un inútil objeto del deseo. En condiciones normales hubiera experimentado una brutal erección, pero no estaba yo para tales menesteres. Lo peor de todo no era que permaneciera ajena a cualquier evento que nos pudiera relacionar a los dos, pues a tales ausencias y rechazos estaba yo habituado, sino que por lo que podía deducir, ni siquiera existía para ella. Me miraba sin verme como si yo fuese un fantoche pintado con trazos invisibles en mi ventana. Desolado, cerré los ojos contando los minutos que restaban para que la enfermera de turno acudiera a rescatarme de aquel suplicio.
No obstante, aquella imagen de ensueño que me traía recuerdos de alguna vida anterior en la cual había sido joven, ágil y guapo, amado por las hembras de mi especie, se quedó flotando en algún lugar de mi mente. Y deseaba con toda mi alma que al día siguiente a las once de la mañana cuando la enfermera me condujera en la flamante silla de ruedas al solárium la chica estuviera asoleándose desnuda en su ventana. Y así fue.
La escena se repetía como si obedeciera a un ritual. Por algún extraño fenómeno que no me sabría explicar, la conmoción que me produjo la contemplación de semejante belleza se fue apaciguando con el paso de los días. Comencé entonces a observarla con algo parecido a la sangre fría, a decir verdad, espoleado por la curiosidad. Lo que me intrigaba era que se asomara desnuda sin ningún pudor, como si disfrutara exhibiendo su cuerpo precioso hecho para el placer. Consciente de que ya bien entrado en el otoño de mi edad, quién sabe si a punto de diñarla, nada podía yo esperar de aquella criatura surgida de una ensoñación, me dediqué a espiarla, placer que no me podría negar a mí mismo siendo que durante mi larga vida mi vocación primigenia había sido el voyerismo. Los cuarenta y cinco minutos que yo pasaba apoyado en el ventanal del solárium eran como la puesta en escena del recreo en la escuela primaria. Lo que más me contentaba de aquel interregno entre clases cada vez más fastidiosas era la posibilidad de ver a las chicas bailando la ronda. Observar las piernas de Victoria, «salga usted que la quiero ver bailar, bailar, bailar», significaba para mí a mis diez años la felicidad más pura.
En mi papel de espía chambón me hice una composición de lugar. El apartamento tenía un par de ventanas que daban a la calle, y deduje que la chica vivía sola. No tan sola, en realidad. En la otra ventana se dejaba ver de vez en cuando la silueta de un perro, un imponente pastor alemán que atravesaba presuroso la habitación como si estuviera ejercitándose para mantenerse en forma. Aunque no vi juntos a la chica y el perro era lógico pensar que el pastor alemán pertenecía a la muchacha que a una hora fija del día abría las cortinas de su ventana para mostrar sus exquisitos senos, que desde mi mirador imaginaba tersos y suaves como si estuvieran rellenos de niebla, fragantes como guayabas maduras.
Un domingo de finales de enero supe que mi apreciación era correcta: el pastor alemán era el guardián de la chica que había despertado mi deseo aletargado. Los vi salir del edificio de enfrente. El perro atado a una cadena y su dueña trajeada con una coqueta blusa floreada, bufanda de seda y bluyín desteñido. El perro caminaba lento por la acera seguido por la chica: mirada perdida en el azul del cielo, portando un bastón metálico con el cual iba tanteando el piso de cemento.
Cuento inédito de Ednodio Quintero, 2020
Correspondencias
Amigo Ednodio Quintero, gracias por su libro que acabo de leer y en él hay relatos excelentes. Abundan los unicornios, lo que para mí es buena señal. ¿Pero por qué tantas situaciones de un surrealismo ya un poco gastado? Creo que usted irá mucho más lejos.
Julio Cortázar
Noviembre 1978
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Querido Ednodio:
La nostalgia era demasiado fuerte para escribirte, y sigue siéndolo. No sé cómo podría expresar lo feliz que fui en Mérida, me supera. Lo agradecido que estoy, las ganas que tengo de volver. Leí tus libros con placer; lamento, y como argentino me siento responsable, la influencia de Cortázar, pero estoy seguro de que vas a superarla. De hecho, lo que más me gustó es el cuento Cabeza de Cabra, donde me parece que vas un paso más allá de Cortázar. Yo caracterizaría lo tuyo como “hiperactividad cerebral” hecha literatura, y buena literatura. Una explosión de velocidades de pensamiento, desde la fijeza del animal muerto al hipertransporte del beso del beso del sapo. Y tenés un estilo para hacerlo, o mejor dicho sos un estilo.
Te mando esta obrita que acaba de salir. Si alguna compañía venezolana quiere ponerla en escena, el papel protagónico tendrás que hacerlo vos. Sé que Chejfec (actor nato) querrá disputártelo, pero insisto, y usaré mi influencia de autor para lograrlo, en que seas vos. Eso sí: tendrás que conseguir un buen acento argentino, así que andá practicando.
Mi querido Ednodio, dale un gran abrazo de mi parte a Diomedes, y otro para vos. Siempre estoy pensando en ustedes. Sigo allá. Soy el fantasma de Mérida.
Cesar Aira
Buenos Aires, 7 de enero de 1994.

CÉSAR AIRA Y EDNODIO QUINTERO, ARCHIVO EDNODIO QUINTERO
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Querido Ednodio, incluso antes de leer los demás cuentos de la sección “Lazos de familia” de tus Cuentos completos, quiero expresarte el entusiasmo con el que leí “Viajes con mi madre”. Me he dejado llevar por la sucesión de episodios y la mezcla de nostalgia, belleza y ternura con que evocas una figura casi ausente (o mejor dicho de filigrana) de tu obra hasta ahora. Y al mismo tiempo es asombrosa la multiplicidad y riqueza de hilos o puentes con el conjunto de ensoñaciones que has ido construyendo desde La danza del jaguar. Mientras continuamos la traducción para 2019 de El hijo de Gengis Khan, volveré a probar suerte con algunos editores para la traducción de La danza del jaguar.
Te mando un fuerte abrazo, y sigo en mi lectura.
Philippe Dessommes
Lyon, 29 de enero, 2018.
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“Querido Ednodio: Leí con sumo placer tu Diario de Donceles. Como es habitual contigo, es una novela maravillosamente escrita, entretenida, graciosa, trepidante, inteligente, sorprendente a ratos, con muchas referencias culturales, exentas de pedantería sino más bien frondosas, suculentas.
Con muchísimo gusto te la edito, si estás de acuerdo.
Un fortísimo abrazo y gracias por confiarme esa joyita.
Manuel Borrás”.
Director de editorial Pre-Textos. E-mail del 7 de junio de 2020.
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Querido Ednodio, esta mañana terminé de leer, lo volví a leer desde el principio. Me emocionó y conmovió. Es la crónica de tu vida, una autobiografía, pero escrita por Ednodio narrador, no confundir con Ednodio, el que viste y calza, quiero decir con todo el oficio, los guiños, el humor de Ednodio narrador. Los primeros relatos van todos a desembocar en “Viaje iniciático”, como si dijéramos que todos los relatos anteriores fueron la preparación para culminar ahí y continuar suavemente hasta los últimos. Me contentó mucho leerte y ver el avance venturoso de tus relatos, un abrazo.
Victoria de Stefano, lectura de los primeros fragmentos de Últimos días en el planeta Tierra. 16 de febrero de 2021.
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“Querido Ednodio, comprendido y absuelto. Ojalá logres poco a poco salir de esa crisis respiratoria. Me gustó mucho tu novela corta que se lee bien y de un tirón, armada y ensamblada con cierto ritmo musical. No sabría todavía a quién proponerla en México, pero estoy seguro que puede tener espacio en México y más allá de México. Independientemente, debidamente encuadernada tu novela va a estar en los estantes con Miranda y O’Leary, entre otros. Ahora que regrese a México en unos diez días, procuraré imprimir tu novela. “Dictados del Dictador”, la llamo yo ya para mis adentros.
Creo que en términos estrictamente literarios tienes todo el derecho de pensar que Montilla leyó a Montaigne, pero no sobraría hacer la averiguación del caso. Le transmito tus saludos a Marie. Voy a buscar en mi biblioteca tu novela El hijo de Gengis Khan”.
Adolfo Castañón, a propósito de El dictador, novela inédita de Quintero. Marzo de 202l.
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“Diario de Donceles es un “Lejaim” (brindis, por la vida en hebreo). Una fiesta de los sentidos pero, también, de los sentimientos. Terminé el libro anoche. La escritura de un gran artesano del idioma (por supuesto un escritor), que maneja con donaire, de igual manera, los diversos tiempos del relato. Un retrato sincero y curioso de Ciudad de México. Un cuaderno de la gula, de muchas gulas, la gula literaria con el conocimiento envidiable de tu conocida erudición sobre novelistas japoneses. Pero —asimismo— de escritores del noveau roman. Preciosa, si mal no recuerdo, la cita de Heráclito.
El final de una gran ternura, el niño que mata con una “china” un azulejo para entretener a la hermanita criada por unas tías. El entierro del azulejo, la sonrisa de la niña. El regreso a la vida.
Espero que hayas recibido mi otro e-mail también alusivo a Diario de Donceles.
Abrazos para Rosbelis y para ti de Elisa”.
Carta de Elisa Lerner, a propósito de Diario de Donceles. Agosto de 2022.
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“Ahora que evoco el tiempo que pasamos juntos en Japón y en el continente americano (Ciudad de México y Mérida, Venezuela) o separados por el Océano Pacífico, me parece increíble lo que hemos podido y has podido hacer para divulgar la cultura japonesa al mundo hispano, pero, cosa curiosa, me pareció de lo más natural cuando me enteré que te iban a condecorar por tus labores; me parece un premio justo y bien merecido…”.
Ryukichi Terao, hispanista y traductor, a propósito de la Condecoración Orden del Sol Naciente, otorgada a Quintero por Naruhito, Emperador de Japón, 2022.
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“Recuerdo bien sus palabras de que se graduó usted muy joven de Ingeniero Forestal y cuando hacía un posgrado en la selva, dormía en la parte superior de una litera y por las noches, cuando todos en el campamento dormían, usted encendía una linterna para alumbrar el cuaderno donde escribía sus primeros y mejores cuentos, hasta el amanecer. También acuden a mi memoria los gratos recuerdos de que hemos caminado juntos por las calles de Shibuya…”.
(Masateru Ito, exembajador de Japón en Venezuela, en su mensaje de felicitación por la entrega a Quintero de la Condecoración Orden del Sol Naciente, otorgada por Naruhito, Emperador de Japón, y recibida en junio 2022).
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“Ednodio:
A menos de que figure en algún perdido tratado japonés de ornitología, no he dado (ni siquiera en el manual de zoología fantástica de Borges) con el ave de nombre exótico que presentas en tu diario. No consigo otro ejemplo de pájaro que se despoje de sus plumas para escribir libros en busca de editor, y eso hasta quedar desplumado como un pollo antes de pasar al asador. Por lo que confiesas habita ese rincón asfixiante de los Andes con nombre franquiciado desde Extremadura que conozco. Entiendo la decisión del emperador del sol naciente”.
Ben Ami Fihman, a propósito de Diario de la peste, E-mail del 24 de abril de 2024.
Fragmentos
También sería válido ubicar a Ednodio Quintero en la tradición del autor de Tienda de muñecos, más que por la recurrente ironía, muchas veces mordaz, por el desarrollo de un universo ficcional en donde la paradoja y el desconcierto acechan constantemente al lector, por más prevenido que este se encuentre.
Autor de cinco volúmenes de cuentos y dos novelas, La danza del jaguar y La bailarina de Kachgar, Quintero, a mediados de los años setenta, inaugura junto con Humberto Mata y Gabriel Jiménez Emán —sin olvidar por supuesto el antecedente de Ramos Sucre— la corriente del relato corto en Venezuela. Parquedad en la escritura, economía de elementos inicial, que ha devenido con el ejercicio del oficio en una novelística que, sin abandonar los recursos específicos de lo fantástico, apunta hacia un discurrir delirante de la conciencia. Porque si bien en los cuentos el escritor se ve obligado a responder en breve a una anécdota concreta, por más riqueza connotativa que ella posea, a medida que extiende sus relatos comienza a disfrutar, a hacer realmente goce de escritura, y por supuesto de lectura, las múltiples posibilidades, versiones, remitentes que cada acción o pensamiento narrado pueda suscitar. Es así como la diestra prosa de Quintero rompe con cualquier sentido de espacio o tiempo, desplazándose igualmente, sin explicación requerida, de la realidad a los sueños, de lo imaginado a lo posible, de lo concreto al deseo. Mundo barroco y excesivo, sin duda, que para nada responde a los caducos postulados del realismo mágico, pero en el que no obstante palpita la exuberancia propia del continente.
Fragmento de “Panorámica de la narrativa venezolana” de Silda Cordoliani En: Quimera, España, 1994.
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Dividida en cinco libros, La danza del jaguar se puede describir como una novela de formación o Bildungsroman que funciona sobre la base de la elipsis. Esa característica podría sugerir que el hilo argumental se compone de instantes primordiales, cuya acumulación, al cabo, mostraría la historia relevante de un individuo en el entorno de una familia o una comunidad. Sin embargo, la supresión de variados detalles no responde a una estrategia metonímica —por la cual aquello que sí está incluido debe sostener la totalidad de una vida—, sino al convencimiento de que aquella misma formación es el cruce, sin jerarquías, de eventos, sueños, recuerdos, hipótesis parciales, meras conjeturas. En ese sentido, La danza del jaguar es, a su modo, la heredera actualizada de ciertos procedimientos de Marcel Proust: como a la Recherche du temps perdu, a la novela de Ednodio Quintero la guían los impulsos de la memoria involuntaria, aunque su fluidez sea, deliberadamente, menos controlada—por lo que también la distancia de, entre otros títulos, Nocturno de Chile (2000), de Roberto Bolaño. Esa dialéctica entre abandono y cálculo es, setenta años después del opus proustiano, una tensión necesaria: los tiempos de Quintero son los de la disolución progresiva del sujeto y de la confianza en la reconstrucción del pasado. Lo biográfico, pues, ahora se tiñe de “locura”.
Fragmento de un ensayo de Luis Moreno Villamediana sobre La danza del jaguar.
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Narrativa de ecos, de reflejos, de circularidades múltiples. Narrativa de borradores que se van afinando a cada nueva versión. Narrativa de muñecas rusas, unas dentro de otras. Narrativa de crecimiento vegetal, orgánico, recorrida por la misma savia, siempre enriquecida. En cualquier lectura más o menos atenta, salta a la vista el carácter reiterativo de toda la obra de Ednodio Quintero, en dos aspectos complementarios: por una parte, un sistema de palabras clave, de imágenes, de metáforas que vuelven una y otra vez, tomadas de la naturaleza e insertadas en un discurso suntuosamente sensual, que pone en juego los cinco sentidos; por otra parte, la cíclica reasunción de temas, situaciones, personajes, hasta de cuentos enteros.
En sus cuentos, Quintero muestra la red fantástica que es capaz de crear en torno a neblinosos caballeros, ciudades fabulosas, buscadores del destino, magos e hijas de magos, memoriosos astrónomos y demás habitantes de ese territorio imaginario —entre el desierto y la montaña— que se abre como un vértigo, en cada página.
Fragmento del perfil de Julio Miranda sobre Ednodio Quintero en El gesto de narrar, Monte Ávila Editores, Caracas, 1998.
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“Mariana y los comanches indaga las posibilidades que el deseo tiene de convertirse en crimen para salvarse de sí mismo. “El infierno es el lugar de la repetición”, escribe el novelista, y avanza para derrotar esa consigna. Lentamente, como en la Lolita de Nabokov, comprendemos la peculiar lección del libro: varios de sus secretos nos habían sido revelados sin que advirtiéramos su fuerza magnética; el presente sólo se descifra al ser pensado hacia atrás. Como los personajes, disponíamos de las soluciones mientras eran vividas (o leídas); comprenderlas tarde es, fatalmente, una repetición. Entender ese infierno significa asumirlo, seguir al autor en busca de una salida, el arriesgado rito de paso en que desemboca la trama, sacrificar el arte para que la vida prosiga, modificada, como un río que busca nuevo curso.
Tal es el pacto fáustico que propone Mariana y los comanches. Desde su alta ventana, Ednodio Quintero inventa abismos y remedios para el vértigo”.
Fragmento del prólogo de Juan Villoro para Mariana y los comanches, publicada por la editorial Candaya, Barcelona, 2004.
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Por una casualidad muy casual, el próximo miércoles, 367° aniversario de la proclamación de la Virgen de Guadalupe como patrona de México, Canet de Mar regresa al Ateneo a través de Candaya, que presenta Mariana y los comanches, novela del escritor venezolano Ednodio Quintero. Allí estaré para acompañar a este amigo y gran escritor en su incursión en el jardín romántico. También Quintero es romántico, aunque en su vertiente más heavy y oriental. Entre sus novelas hay maravillas como La danza del jaguar. Para más información sobre la enigmática veta china de este autor, recomiendo el sagaz prólogo de Juan Villoro a la novela que ahora publica Candaya. Ednodio Quintero llega a nuestra sobrepasada Barcelona y lo hace desde la fascinante Mérida de los Andes venezolanos. Sé mucho sobre esa ciudad. Sé que tiene el récord Guinness de helados de los más variados sabores, 798 hasta el día de ayer. Y también el récord mundial de cibercafés por metro cuadrado y, por si esto fuera poco, tiene el teleférico más alto del mundo.
Quintero llega desde su ciudad sobrepasada y exagerada a otra que también lo es. Los comanches de su novela son parientes de los que antes vivían en los pueblos que rodean la ciudad de Quintero, al sur de Maracaibo. Pueblos del Páramo andino llamados Tabay, Cacute, Mucurubá y Mucuchíes, entrarán el miércoles en el Ateneo, en compañía de la templada Canet de Mar.
No sé mucho de Canet, pero confieso que aún sé menos de Mucurubá. Sólo sé que pasé una vez por Mucurubá y, tal como puede leerse en Mariana y los comanches, alguien quedó hipnotizado por el reflejo de la luna sobre la piel verdosa de una bailarina. Hay comanches en ese libro, pero también un bar llamado El Comanche, un café de artistas con el fondo del azul crudo del Caribe.
Fragmento de “Comanches en el Ateneo”, de Enrique Vila-Matas. El País, domingo 23 de mayo de 2004.
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A veces las palabras pueden acabar con nosotros. Bueno, a veces no: siempre. Antes de la bala, la palabra ya ha hecho ¡pum! y ha destrozado nuestra cabeza. Antes de la bomba en el compartimiento de las maletas, las palabras ya han destrozados las vías férreas, dejando sin esperanza a los probables pasajeros. Los hechos en sí, la explosión, el disparo, la bofetada, no son sino las manifestaciones físicas de lo que las palabras ya nos habían perfilado, augurado. En nuestro universo simbólico —no es posible agarrar una cosa si no conocemos su nombre— estamos constantemente bajo el riesgo de ser arrollados por nuestras propias palabras. Como Martín, uno de los tres protagonistas de Mariana y los comanches, la novela de Ednodio Quintero que nos convoca aquí esta tarde.
Las palabras de la novela nos atrapan y nos hacen desear la sensualidad que en ellas habita; quizás aquí reside el mayor logro de la novela de Ednodio y, dicho sea de paso, de toda su obra anterior: cogemos el libro y creemos que somos nosotros los que leemos cuando en realidad lo que está ocurriendo es que las palabras se levantan del papel y nos contaminan. Como en aquella canción que cantaba Celia Cruz: “Tu voz se adentró en mi ser y la tengo presa…”.
Fragmentos de la presentación Las metáforas de Ednodio Quintero de Juan Carlos Chirinos. Talavera de la Reina, 7 de junio de 2004.
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Una vez me dijo Ednodio Quintero que este libro contendría, para siempre, sus últimos relatos.
Si fuera así, “Un rayo de sol” sería un testamento, un secreto legado en la forma y en la luz de una mancha de sol fija en el suelo, y que intenta atrapar la mano de un niño. La mancha flota sobre la superficie de la piel, nunca bajo ella, fugitiva otra vez, unos centímetros más allá, según pasan las horas. El espacio es nítido y el tiempo es lento. La vida es evidente e inexplicable, justo como ese disco del sol sobre el suelo. La mano del niño intenta taparlo, atraparlo. Pero nunca lo logrará dentro del cuento. Habrá que esperar, sin embargo, una mano ya adulta, gastada en muchas batallas, que decida reinventar aquel instante mediante palabras capaces de crear y hacer regresar la realidad misma. Es sólo la literatura, una gran literatura como la de Ednodio Quintero, la que logra atrapar el borroso disco del sol sobre el suelo.
Fragmento de Ernesto Pérez Zúñiga sobre Combates de Ednodio Quintero, editado por Candaya, 2009.
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“Los relatos de Ednodio Quintero podrían dibujar una parábola que uniría la mitología rural de los Andes con el Japón de los samuráis, atravesando en su trayectoria la tradición literaria occidental desde Kafka y Bierce a Cortázar y Vila-Matas”.
Jordi Carrión, sobre el libro, Editorial Candaya, 2009.
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“Y es que Diario de Donceles es un texto dotado de un poder hipnótico sorprendente, que seduce al lector desde la primera página y lo mantiene atrapado hasta el capítulo final, siempre fascinado por la deslumbrante habilidad del autor: un maestro de la divagación creativa, artífice de un discurso literario que avanza sin interrupciones, pérdidas ni derivas innecesarias, y cuyas cadencias son solo el descanso que prepara el siguiente salto. Un texto en el que las expresiones coloquiales conviven con la dicción más depurada, y donde las referencias culturales de todo tipo se insertan sin pedantería alguna, de tal manera que una agresión callejera puede resolverse con naturalidad en la evocación de un cuadro de Mantegna”.
Fragmento de un ensayo de Manuel Fernández Labrada sobre Diario de Donceles, en Saltus Altus, 4 de septiembre, 2022.
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Quintero nos ofrece su personal diario de la peste y se dedica al recuento de episodios de esa espantosa crisis global, entregándonos al mismo tiempo una cruda reflexión sobre la profunda crisis social, política económica e institucional que amenaza con convertir en un erial a su casi destruido país, aquel lugar donde antaño estuvo el paraíso.
Este dietario —inspirado en el Diario del año de la peste de Daniel Defoe— registra eventos de la vida cotidiana, da cuenta de sus tribulaciones y temores, de sus ideas, lecturas, sueños, pensamientos, todo visto desde su búnker con hamaca de Mérida, donde permanece encerrado a cal y canto, única conducta posible para un hombre libre en tiempos de opresión y de crisis, mitigados tan solo por las muestras de solidaridad de sus seres queridos. El resultado es una cruda huella de palabras que intentan esquivar el inminente apocalipsis con el minimalismo y la sutileza de sus maestros nipones.
Fragmento del prólogo de Héctor Abad Faciolince sobre Diario de la peste, 2023.
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Ednodio y yo llevamos un poco más de una década conociéndonos. Podría sintetizar nuestro vínculo, con los cambios que ha tenido, en varios puntos, pero voy a limitarme a uno.
Sucedió en 2019. E estaba en el séptimo u octavo día de hospitalización por la peor neumonía de la historia natural de su EPOC. Yo lo cuidaba. En el cuarto en el que estábamos no se podía saber qué hora era. En algún momento, Ednodio dijo que no sabía si podría volver a escribir. Yo pensé que había que disponerlo todo ahí mismo, de manera que lo que ahí había sirviera para ponerse a escribir. La silla de ruedas, entonces, fue simplemente silla, y la mesita de comer, también con ruedas, escritorio. Ednodio se sentó. Yo acerqué la mesa y puse sobre ella lo demás: una Moleskine de bolsillo y un lápiz. Era palpable la torpeza en los movimientos del cuerpo de E, que estaba recordando cómo hacer las cosas de nuevo. Los primeros trazos fueron un fiasco, completamente ilegibles. Yo le rodeé firmemente la mano, le imprimí algo de fuerza en los dedos para que sujetaran mejor el lápiz, sin miedo. Y lo solté.
Eso fue todo. Un contacto de mano y mano, brevísimo, que contiene a la vez todas las formas de afecto compartidas en la extensión temporal de nuestro vínculo: el cuidado, el amor, la amistad, la confianza, el respeto, la solidaridad y hasta la crítica. Últimamente he pensado que, conforme pasa el tiempo, en las relaciones se va creando una especie de economía del código entre los involucrados. Y que cuanto más añejas las relaciones, más económicas se vuelven. Basta mirarse o basta un gesto, como ese, para entender todo lo demás. Aquel gesto es el símbolo económico del apoyo mutuo que nos dimos, y que nos seguimos dando al día de hoy. No sé si alguno de los dos sabía eso entonces. Y no importa. Lo sabemos ahora.
Rosbelis Rodríguez, Mérida, febrero de 2025.
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El hermano mayor
Creo haber conocido a Ednodio en junio de 1978: los integrantes de “La Gaveta Ilustrada” habían publicado su primer libro colectivo –Cuerpo plural– y hacíamos una gira por varias ciudades para presentarlo: Maracaibo, Barquisimeto, Mérida. Nuestro tutor –el poeta Juan Calzadilla– ya lo conocía por haber vivido previamente en la ciudad andina, y en él confió para que dijera unas palabras de salutación. La calidez de su discurso no me entusiasmó tanto como su literatura y los autores que seguía: gracias a La muerte viaja a caballo, su primer libro, yo entendí la magia que encarnaba la microficción, y ya en su enorme biblioteca yo descubría dos autores a los que vuelvo siempre: Ambrose Bierce y Edgar Lee Masters.
Mis años de estudios en París, de 1979 a 1985, nos restringió al plano epistolar, no tan fecundo como yo hubiese querido, pero de tanto en tanto, en la pantalla de mi teléfono se iluminaba el serial 074, señal de que un mensaje andino venía en camino. La ausencia de ese período, en todo caso, se convertía en plena fecundidad para Ednodio, pues en sellos como Monte Ávila y Fundarte publicaba sus primeros libros y novelas, más que bien recibidos por la crítica.
Tiendo a pensar que las dos últimas décadas del siglo pasado fueron las más estrechas. A nuestro binomio se agregaba, primero en Caracas y luego en Mérida, la presencia sensible de Julio Miranda, un lector como pocos y un autor siempre infravalorado. Con Julio ya éramos una trilogía, y yo me sentía dichoso de estar con esos dos colosos, pues un decenio de diferencia me convertía en un benjamín. Y, sin embargo, en ese período los tres leíamos los manuscritos de los tres, sugiriendo enmiendas y tachaduras que siempre acatábamos. Fue nuestro particular Siglo de Oro, sólo interrumpido en 1998 por la muerte súbita de Julio Miranda, caído en una de las callejuelas del casco colonial sin aliento.
Las llamadas desde Mérida se han mantenido siempre, y en última instancia se reciben en Margarita o en Tenerife. Han sido tantas que dan para compilar una guía telefónica tan íntima como reveladora. En muchas ocasiones, casi siempre las descolgaba mi hijo Bernardo, quien a sus cuatro o seis añitos me anunciaba que el novio tintero me estaba llamando: era su manera de reconocer esa voz cavernosa con tintes andinos.
En vida me ha tocado ser el mayor de cuatro hermanos, lo que siempre templa el carácter y recarga los hombros. Pero quién sabe si en Ednodio, como escritor, he tenido a un hermano mayor. Me lleva diez años, ambos somos narradores, ha leído más que yo, su biblioteca no para de crecer, su escritura es noctámbula, sus tramas magicistas, su templo presidido por una feminidad. No nos parecemos, como el día y la noche, pero mucho le debo. Somos de planetas diferentes, pero orbitamos en el mismo sistema. El sol que hace crecer las hojas, ¿de la escritura?, nos sigue llevando hasta buen puerto.
Antonio López Ortega, abril 2025.
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Ednodio Quintero a la inquieta lejanía
Desde La danza del jaguar (1991) hasta Diario de Donceles (2022), Ednodio cimienta una comunidad literaria que desconoce fronteras. Al leerlo en el país, las distancias más allá empiezan a vislumbrarse como próximas, esperanzadoramente familiares; al leerlo afuera, en otros paisajes, el país se presenta móvil, siempre a la mano, tan cerca. La obra de Ednodio combate el extrañamiento y la incomprensión; entabla y (te) hace parte de un diálogo que recuerda de dónde se viene mientras que apunta hacia ese destino incierto de la aventura y el misterio, hacia la comunidad infinita de aquellos que se rehúsan a permanecer quietos.
Joaquín Villalobos, marzo de 2025.
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Ednodio Quintero es de esos autores a los que vuelvo cuando siento que no oigo ni veo, cosa que me pasa a menudo desde que vivo apartada de las montañas y del mar. Francamente, yo creo que jamás me recuperé de haber leído “Muñecas”, ese cuentito inmenso relámpago que marcó un antes y un después en mis años mozos de soñar con ser escritora. Desde entonces he vivido a mi modo enterrando cosas y volviéndolas a encontrar, que quiero suponer es lo que los grandes escritores te donan cuando te acompañan: que se conserve insoslayable el fervor de excavar hacia uno mismo, hacia el misterio fundamental de uno y las palabras que alucinamos, uno y las palabras que por suerte aprendemos. Gracias por ser tu mundo propio, Ednodio.
Enza García Arreaza, marzo 2025.
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Sé que Ednodio Quintero disfruta de cuatro grandes pasiones: la literatura, el mundo de la imagen y el humor en su escritura como en la vida real. De su cuarta pasión, que testimonie el dios alado. Más allá del gran escritor me interesa el Ednodio por su calidad humana y su culto a la amistad. Nos conocimos en el aire y aterrizamos como amigos. Desde entonces el goce de la complicidad y el afecto siguen tan campantes. Siento el privilegio de contarme entre sus buenos amigos.
Alejandro Padrón, abril 2025.
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