“Don Simón te inmiscuía en los asuntos como un compañero de ruta, como un igual, aunque ambos supiéramos que no éramos iguales”
Por DIEGO ARROYO GIL
Para Nelson Bocaranda
y Nelson Eduardo Bocaranda.
Me resulta difícil hablar de Simón Alberto Consalvi. Don Simón es un maestro de mi vida y, a medida que pasa el tiempo, mis evocaciones suelen rechazar cada vez más las vías externas y se van por el camino que conduce hacia dentro. En una biografía que escribí sobre él, eché mano de toda la distancia posible a fin de ofrecer algo de provecho público, digamos así. Se trataba de hacer un libro para los lectores interesados en Consalvi como figura histórica, no un libro sobre mi amistad con él ni sobre lo que él era para mí. Pero una vez que puse punto final a esa biografía, corrí de inmediato para estar de nuevo a la vera de mi infalible mentor, como un niño.
No me da ya tanta vergüenza confiar que, la primera vez que lo vi, en septiembre de 2006, en la vieja sede de El Nacional, en el centro de Caracas, yo no sabía quién era aquel señor que, al pasar por la Redacción del periódico, había hecho que Albinson Linares –el periodista de la fuente literaria– se pusiera de pie para saludarlo. Eran compinches y se rieron comentando cosas. Yo tenía 21 años entonces, era pasante de la sección cultural y ocupaba el cubículo que quedaba justo detrás del de Albinson. Consalvi se retiró.
–¿Quién es? –le pregunté a mi inolvidable Linares.
–No puede ser que solo leas a Osip Mandelstam. ¡Es Simón Alberto Consalvi, coño!
El nombre me sonó, pero quedé en las mismas. Era una época en la cual, además de ser pasante en El Nacional, trabajaba con María Fernanda Palacios, y fue Mafer quien me puso en autos del caballero en cuestión. Juegos del azar o del destino, unas semanas más tarde Mafer y yo nos encontramos a Consalvi en un restaurante y fuimos a saludarlo. “¡Pero qué simpático y genial es este viejo!”, pensé. Y lo de ‘viejo’ era por cariño, dado que esa simpatía y esa genialidad eclipsaban su intimidante trayectoria de hombre de Estado, o más bien era que esa simpatía y esa genialidad no se dejaban eclipsar por su intimidante trayectoria de hombre de Estado.
A lo largo de los seis años que trabajamos juntos, don Simón jamás interpuso entre nosotros una distancia profesional. Ni siquiera cuando yo cometía los errores más estúpidos y él tenía la oportunidad de imponerse. (Tampoco hacía falta que lo hiciera). Don Simón te inmiscuía en los asuntos como un compañero de ruta, como un igual, aunque ambos supiéramos que no éramos iguales; que él era el mejor y que lo sería siempre, porque solo si él era el mejor uno tendría la motivación de ser mejor cada día. Era mi ideal, mi medida inalcanzable, y esa admiración y ese amor se mantienen hasta hoy.
Nunca, a decir verdad, me relacioné con el fundador de Monte Ávila, ni con el canciller, ni con el presidente encargado de la República, ni siquiera con el periodista o con el historiador. Me absorbían su presencia inmediata y su presente. Después pagué el no haberle preguntado todo lo que hubiera podido preguntarle para saber más de él y de su figuración política. Ahora pienso que tal vez le agradaba que no anduviera yo de pelito de tuna insistiendo en eso. Ah, pero qué gusto me daba cuando, estando en alguna parte, alguien lo abordaba para saludarlo con respeto y reverencia. “¡Embajador!”, y Consalvi respondía: “Hola, hola”, y seguía con su paso de buey, como si nada. Tampoco es que era el ángel de la humildad, pero no alardeaba, y ser sobrio es tan virtuoso como ser humilde.
En septiembre de 2011, fui a su oficina. Él estaba sentado, escribiendo. Le informé que me iba del país. Sin apartar la mirada de la pantalla del computador, soltó una carcajada. “Yo sabía”, e hizo un silencio. Agregó: “No te voy a decir lo que yo no aceptaría que me dijeran a mí, pero ojalá no te vayas”. Igual me fui, y el trabajo en común continuó sin interrupciones, por teléfono y correo electrónico. El 3 de agosto del año siguiente, en la fiesta de aniversario de El Nacional, me le aparecí por sorpresa. Se echó a reír y nos dimos un buen abrazo. “Mejor cabeza de ratón que cola de león”, comentó. Pude haberle confesado lo que era obvio: que había regresado por él. Pero no hacía falta.
El día que don Simón murió, la vida cambió, como cuando se muere el abuelo. Escribí su biografía para conjurar esa ausencia, y ahora escribo este texto, varios años después, mientras él termina de encender el habano de esta tarde y yo aguardo a que me hable porque quiero escucharlo.
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