Corina Yoris es doctora en Filosofía, investigadora, ensayista y profesora universitaria de extensa trayectoria. En abril de este año fue incorporada a la Academia Venezolana de la Lengua, como titular del sillón O. El que sigue es el discurso que leyó en el acto de incorporación
Por CORINA YORIS VILLASANA
Estar hoy aquí, en este simbólico Paraninfo del Palacio de las Academias, en mi incorporación como Individuo de Número en la Academia Venezolana de la Lengua, me hizo recordar los refulgentes versos de don Pedro Calderón de la Barca: «¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / Una sombra, una ficción;/ y el mayor bien es pequeño;/ que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son». Pero mi concepción de la vida difiere un tanto en el sentido de que la vida no es una ilusión contrapuesta a la realidad. Siempre he creído que los sueños pueden llegar a concretarse, aunque no solo sea obra de voluntarismo. Precisamente, esta incorporación a la Academia es la concreción de un sueño de toda una vida.
Desde temprana edad mostré un gran apego a la lectura, poco usual en esas edades, que fue en aumento día a día. Crecí entre libros y ello me fue enseñando el valor inigualable de la lengua y de la literatura. Verme hoy en este insigne espacio, cuya historia recoge la simbología que representa su nombre, «paraninfo», en su origen, el lugar al lado de la ninfa, para pasar a designar el lugar donde se daba una buena noticia, y culminar con el sentido de hoy día, el espacio de una universidad donde se otorgan los grados académicos me produce una profunda emoción que no puede ni debe ser ocultada. Ello sería una falta de sinceridad.
Así veo cristalizar el sueño que se alimentó con la inquietud de los números y su vinculación con las letras, con la historia, y, por supuesto, con la Filosofía; esta última me ayudó a conseguir un punto de convergencia en disciplinas tan variadas. Mi formación ha sido un recorrido que bien podría equipararse con el viaje del protagonista de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, como he descrito alguna vez. Este personaje busca el origen de la música y se encuentra con la selva venezolana donde hace su gran descubrimiento: allí es donde se siente mejor conectado consigo mismo.
Yo también he girado en el cosmos filosófico, buscando esa conexión del mundo de los números con el Ser y de éste con la lengua, expresión del espíritu de una nación. Así me relacioné con los Pitagóricos para encontrar la Harmonía; paseé con Platón por la Caverna buscando el número para distinguirlo de la apariencia física sensible; caminé peripatéticamente con Aristóteles para adiestrarme en Lógica; visité a los escolásticos en el medievo; allí me detuve en el Trívium y el Quadrivium; volé en medio de Descartes y Kant; aterricé de un plumazo en Wittgenstein y hoy, trato de “argumentar” ante ustedes cómo ahora, en la selva venezolana, a lo Carpentier, pude encontrar esos pasos perdidos de mi primera juventud y he logrado conjugar la Historia, las Matemáticas, la Literatura y la Filosofía, hermanadas en una hermosa Tierra de Gracia, donde buscamos con firmeza y determinación rescatar la dignidad de cada venezolano.
Esa fusión la logré gracias a muchas personas. No solo a la familia, a los hermanos, a los hijos y a mis nietos lejanos, sino a mis maestros de la infancia y adolescencia; a mis profesores universitarios que veo reflejados en la pertenencia de alguno de ellos en esta prestigiosa Academia, don Pascual Venegas Fajardo (+); don Efraín Subero (+); don José del Rey Fajardo, sj (+); don Joaquín Marta Sosa; mi proponente, don Horacio Biord, quien junto al secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), don Francisco Javier Pérez, compartieron conmigo años de estudios en la edad dorada de la Escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello; en la presencia de amigos aquí en este acto, de amigos que se vuelven hermanos, de muchos de mis exalumnos de pregrado, y los incondicionales doctorandos en derecho, colegas; yo dejaría de ser yo si no menciono a mis «perrángeles» que me han ayudado a superar el síndrome del «nido vacío», and the last, but not the least, esos afectos recientes, pero no por ello, son menos profundos, menos arraigados, que hacen pensar, incluso, en la transmigración de las almas, teoría platónica, que calificaba al alma como infinita y, ésta , al culminar su vida, reclama otro cuerpo donde vivir de nuevo.
Me corresponde ocupar el sillón “O”, donde me precedieron ilustres venezolanos como lo fueron Eduardo Blanco; Emilio Constantino Guerrero; Laureano Vallenilla Lanz; Crispín Ayala Duarte; Rómulo Gallegos y Ramón González Paredes. Como pueden observar, no deja de ser emblemático que seré la primera mujer en dar continuidad a la labor ejercida por ellos, para dar vida a la famosa frase de Marie Gouze, «Si podemos subir al cadalso, podemos subir a la tribuna».
La tradición en estos discursos de incorporación contempla que haga una semblanza y reconocimiento a quien fue mi antecesor inmediato, don Ramón González Paredes.
Ramón González Paredes
Sus datos biográficos, reseñados por diversas fuentes, señalan que nació en Trujillo en 1925, y falleció en Caracas en 2021; obtuvo los títulos de Abogado y el de Licenciado en Filosofía por la Universidad Central de Venezuela; también cursó estudios de postgrado en Filosofía en la Universidad de La Sorbona, París, y en Historia de la Literatura por la Universidad de Madrid.
Don Ramón dedicó gran parte de su larga vida a la docencia, fue profesor en distintas instituciones trujillanas, así como en diversas universidades; fue rector de la Universidad José María Vargas. Además, supo conjugar su carrera docente con el derecho. Obtuvo numerosos premios y reconocimientos tanto como escritor como docente.
Suelen citarse, entre sus obras publicadas, Génesis, obra que le valió el Premio Hispanoamericano de novela del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid. Asimismo, recibió, en 1983, el Premio de la Municipalidad de Caracas, mención narrativa, por su novela Simón Bolívar, la angustia del sueño. Esta novela es un recuento largo y detallado de la vida de Bolívar, su llegada a Santa Marta, de su enfermedad y en ese diálogo interior, el propio Libertador realiza un recorrido por su vida. Esta técnica narrativa permite al autor realizar un acercamiento del lector al personaje, en este caso a Bolívar, quien narra en primera persona la novela. González Paredes afirma, en Últimos días del Libertador, que tardó más de 10 años en escribir esta novela y se vale de una extensa bibliografía para apropiarse de sus notas resaltantes. Afirma que estudió detalladamente los diferentes modismos del habla de Bolívar, los refranes que empleaba, sus exagerados adjetivos, lo que le otorga un estilo muy peculiar y una gran riqueza a esta obra.
En el reconocimiento que hace a sus fuentes, refiere que al acercarse al mundo poético de Bolívar, «le sirvió de guía el maestro de la crítica, Edoardo Crema». Así como estudia El refranero de Bolívar, de Julio Febres Cordero; La Lengua de Bolívar de Marta Hildebrand. Con tan solo estas referencias, es suficiente para comprender el arduo trabajo realizado por don Ramón.
Su obra publicada no se agota en Génesis y Simón Bolívar, la angustia del sueño; es una vasta producción, imposible de reseñar con justicia en este breve acercamiento a su persona. Quiero recordar algunas más, aunque solo sea el título: El suicida imaginario (novela, 1947); Campanas sin campanario (cuentos, 1948); Éxodo (novela, 1953); Números o el caballo amarrado (1974) y Abel cayó en el cieno (1994).
No solo fue Individuo de Número de esta prestigiosa Academia, sino que también era Miembro Correspondiente por el Estado Trujillo de la Academia Nacional de la Historia y Miembro Correspondiente por Hispanoamérica de la Real Academia Española.
Ante tan insigne predecesor, no dejo de sentirme profundamente comprometida y consciente del gigantesco compromiso y reto que se me presenta por delante.
Eduardo Blanco
Y al comprobar que no solo es la imponente figura de don Ramón, la que me ha precedido, sino que para encabezar esa lista y hacerla brillar desde sus inicios, encontramos al autor de Venezuela Heroica, don Eduardo Blanco, el reto es aún mayor. Miembro fundador de la Academia y autor de obras simbólicas de la literatura de nuestro país. Una descendiente directa de él se encuentra hoy entre nosotros.
Nacido en 1838, don Eduardo Blanco se desempeñó en la vida pública y política, fue edecán del general José Antonio Páez con tan solo veintitrés años. Al comenzar el siglo XX, ejerció el cargo de ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno de Cipriano Castro; poco tiempo después, fue ministro de Educación Pública.
Se estrena como novelista con Vanitas vanitatum en 1874; el título hace alusión a un pasaje del Eclesiastés (1,2): «Vanitas vanitatum omnia vanitas» (Vanidad de vanidades, todo es vanidad). Blanco se vale de él para reflexionar sobre la ausencia de virtudes cívicas en la ciudadanía, el desgaste y pérdida de las buenas costumbres y ello ha conducido a las sangrientas guerras sufridas en el país. Se cataloga como una obra de corte fantástico. También escribe cuentos y obras de teatro. Su novela Zárate marca un germen de lo que años más tarde se va a denominar la novela venezolana.
Su obra emblemática, Venezuela Heroica, ha sido comentada magistralmente por don Roberto J. Lovera de Sola, en un artículo titulado «Eduardo Blanco en su contexto. (A propósito de los cien años de Venezuela Heroica)» y publicado por la Academia Venezolana de la Historia.
En ese escrito, Lovera contextualiza el momento en el cual Blanco escribe su obra más conocida. Enmarcada en el romanticismo, la proeza libertadora es vista de forma nostálgica, como bien la califica Lovera. Y esta visión anhelante de un pasado glorioso convirtió a Venezuela Heroica en un libro que trascendió en el tiempo.
Ha pasado por momentos de fuertes críticas, incluso le fue negada su autoría a Blanco, como también ha sido considerada como la gran obra de nuestra nacionalidad. El siempre recordado don Pedro Pablo Barnola decía de Blanco que se constituyó en el «cantor nacional en prosa de la epopeya patria».
Se habla de esta obra en términos de una epopeya romántica, en tanto su estilo posee una característica propia de este género como lo es la majestuosidad. El uso de la hipérbole como recurso estilístico es frecuente, y se aprecia en capítulos donde Blanco compara a las ciudades de las batallas con Troya, o les confiere características de los dioses olímpicos a los protagonistas de la proeza independentista venezolana.
Como género histórico ha sido objeto de serias críticas, porque algunos la objetan por no considerar la obra como un escrito científico de Historia. En el estudio al que me he referido de Lovera de Sola, hay una cita de Manuel Caballero que la recojo, porque resume magistralmente el significado de Venezuela Heroica:
«confrontado con la más exigente crítica historiográfica, el libro resiste el análisis (…) se puede no estar de acuerdo con su manera de concebir la escritura de la historia. Se puede descartar la historia como simple narración de hechos guerreros. Se puede arrugar el ceño frente a los adjetivos, a sus juicios de valor, al tributo pagado a toda una mitología patriótica que, por demás, esas páginas han contribuido tan poderosamente a crear. Pero no es fácil acusar a Blanco de haber hecho un trabajo descuidado, desde el punto de vista historiográfico. Dentro de una corriente que tanta concesión hace a la imaginación llegando a sustituirla a la verdadera historia, Eduardo Blanco es de un insospechable rigor» (Caballero, M, 43)
Un aspecto ineludible de mencionar es la ideologización que se ha hecho de la gesta independentista que, con su huella, ha delimitado el imaginario colectivo venezolano. Es decir, ha configurado una visión de lo ocurrido que le otorga la cualidad de natural a aquello que es tan solo histórico. Dicho en otras palabras, se ha interpretado la proeza de la Independencia como un proceso establecido por la propia naturaleza, o, incluso, por causas externas sin sujeción, como lo son el azar, el destino o la divinidad. Esta lectura de la obra hizo que Venezuela Heroica se convirtiera en un libro sagrado, ocasionando que no es admisible que se le haga una lectura crítica sin levantar sentimientos de ofensa nacional muy arraigados.
La mirada mítica de la Independencia imprimió en nuestro imaginario nacional una concepción, llamada por algunos historiadores “falsa mitología” que trajo como consecuencia que solo se podía gobernar al país bajo el modelo ejemplar de aquellos héroes.
Finalizo este breve acercamiento a la obra cumbre de Blanco para mencionar que esa lectura de muchos, calificada como paralizante del accionar político en nuestro país, fue y sigue siendo usada por grupos que han detentado el poder para apartar al ciudadano de la participación en la conducción de Venezuela.
Laureano Vallenilla Lanz
Dejar de nombrar a algunos de los Individuos de número que han ocupado este sillón y sí hacerlo con otros puede ser considerado como un pecado de omisión. Asumiendo el riesgo, y tomando como hilo conductor de mi exposición lo dicho sobre Venezuela Heroica, quiero conectar con don Laureano Vallenilla Lanz y don Rómulo Gallegos, para analizar, aunque sea de manera limitada, las dos concepciones de ejercer el poder que pueden examinarse en sus distintas obras.
Don Laureano Vallenilla Lanz ha sido considerado como uno de los exponentes del positivismo, dándole a esta última corriente unos rasgos propios del llamado positivismo venezolano. Partiré de tenerlo como un representante de dicha corriente sin entrar en los detalles que a veces se ponen sobre el tapete para asignar a los positivistas de nuestro suelo patrio unas diferencias con el pensamiento positivista europeo.
Don Laureano se formó en Europa y bebió de las fuentes positivistas europeas. Fue nombrado por Cipriano Castro cónsul de Venezuela en Ámsterdam en 1904, y su profunda inquietud intelectual le hizo compartir sus labores diplomáticas con el estudio profundo de las ideas políticas imperantes en el continente europeo. Esta inquietud lo conduce a la Sorbona y al Collège de France, de tal manera que su concepción sobre aspectos sociopolíticos e históricos se verán nutridos con el estudio y comprensión de los pensadores más sobresalientes de esa época, tales como Ernest Renan, Hippolyte Taine, entre otros. Y no solo lleva a cabo estos estudios y prácticas diplomáticas, sino que continúa con sus escritos sobre Venezuela.
La salud lo obliga a dejar Ámsterdam, va a España donde tiene la oportunidad de relacionarse con personajes como Pío Baroja, Miguel de Unamuno, Benito Pérez Galdós. La formación y cultura de don Laureano destacan notablemente. A su regreso a Venezuela, 1910, retoma sus columnas en El Cojo Ilustrado, en El Tiempo y en El Universal. Un año más tarde, 1911, aparecen dos de sus ensayos que causan un gran revuelo por las tesis allí expuestas, El gendarme necesario y La guerra de independencia fue una guerra civil.
En 1919 retoma las ideas expuestas en el ensayo sobre El gendarme necesario que pasará a ser un capítulo de una obra más extensa, Cesarismo democrático. En este libro, Vallenilla examina con detenimiento cómo está configurada la sociedad venezolana, y dicho análisis lo realiza desde la perspectiva positivista. Justifica el caudillo, o llámese “el gobernante de mano dura”, y sostiene como tesis que tan solo una figura de este talante podría organizar y gobernar un país como Venezuela, donde parece no existir nadie que sea capaz de implementar el sistema democrático.
En esta obra de don Laureano llama la atención su insistencia en analizar la historia venezolana fijando la mirada en el momento existente, sin mirar hacia lo que considera errado en nuestra tradición historiográfica, es decir, la mirada epopéyica. Cito sus propias palabras en Cesarismo democrático:
Todos ellos, godos y liberales, imbuidos en un radicalismo tan exótico como intransigente, solicitaban el remedio de nuestros males profundos en la libertad del sufragio, en la libertad de la prensa y, sobre todo, en la alternabilidad del Jefe supremo, sin pensar que el poder ejercido entonces por el general Páez en la República, así como el de los caudillos regionales, era intransmisible porque era personalísimo; no emanaba de ninguna doctrina política ni de ningún precepto constitucional, porque sus raíces se hundían en los más profundos instintos políticos de nuestras mayorías populares y sobre todo de las masas llaneras cuya preponderancia se había forjado en el candente crisol de la Revolución (Cesarismo democrático, 1991: 142).
No he querido detenerme en aspectos muy tentadores para mí, como sería ahondar en los elementos de la corriente positivista, pero ello me alejaría de mi propósito que no es otro que contrastar las concepciones democráticas que han alimentado las posiciones ideológicas de Vallenilla.
De lo que no hay posibilidad de duda alguna es que su propuesta política está inspirada en la clásica locución “Orden y progreso”, proveniente de la famosa frase de Augusto Comte, padre del positivismo: «El amor por principio, el orden por base, el progreso por fin», y ese orden y ese progreso para Vallenilla solo podía lograrse mediante el fortalecimiento de la figura tan conocida por nosotros, la del caudillo de los llanos. Un «César democrático», el famoso «gendarme necesario nativo», y su poder tiránico sólo puede surgir de él mismo y no tiene ninguna conexión causal con las legislaciones que normen a la sociedad. Decirlo así no es tan impactante como oírlo y leerlo de sus propias palabras:
Si en todos los países y en todos los tiempos —aún en estos modernísimos en que tanto nos ufanamos de haber conquistado para la razón humana una vasta porción del terreno en que antes imperaban en absoluto los instintos— se ha comprobado que por encima de cuantos mecanismos institucionales se hallan hoy establecidos existe siempre, como una necesidad fatal “el gendarme electivo o hereditario de ojo avizor, de mano dura, que por las vías de hecho inspiran el temor y que por el temor mantiene la paz”, es evidente que en casi todas estas naciones de Hispanoamérica, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta, el caudillo ha constituido la única fuerza de conservación social (Vallenilla, 1991, p. 131)
Y, además, sostiene que:
El pueblo nuestro, que puede considerarse como un grupo social inestable, según la clasificación científica, porque entonces y aún en la actualidad se halla colocado en el período de transición de la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica, que es el grado en que se encuentran hoy las sociedades legítimas y estables, se agrupaba instintivamente alrededor del más fuerte, del más valiente, del más sagaz, en torno a cuya personalidad la imaginación popular había creado la leyenda, que es uno de los elementos psicológicos más poderosos del prestigio; y de quien esperaban la más absoluta protección, la impunidad más completa a que estaban habituados (Vallenilla, 1991, p. 174)
Dado que el caótico escenario venezolano era visto por don Laureano como una consecuencia irrevocable de condiciones telúricas previsiblemente definidas, tales fenómenos, supuestamente anómicos, no sólo nos muestran el potencial destructivo de las comparaciones con fenómenos naturales, sino que también pueden tener la aptitud para engendrar posibles entidades capaces de ser normativas como sería el caso del gendarme necesario.
Cuando Vallenilla adjetiva al César como “democrático” debe entenderse con claridad que él no está recurriendo a la clásica definición de democracia. Para él, llamar democrático al César es aludir a su humilde extracción social de donde han salido la gran mayoría de los caudillos. Nos dice, «Yo creo, como Renan y como el Libertador, en el “buen tirano”; y lo digo no veladamente ni con eufemismos impropios de mi carácter; y bien convencido estoy, como el gran filósofo francés, de que “Calibán, en el fondo, nos presta mayores servicios que Próspero, apoyado por los jesuitas y por los zuavos pontificios”» (Debate Santos -Vallenilla, p. 323).
Por supuesto que un análisis pormenorizado de la obra de Vallenilla Lanz es imposible realizarlo en este breve espacio. Sin embargo, dadas las repercusiones que su tesis del gendarme necesario ha tenido en el quehacer político del país, no podía dejar de mencionarlo y, sobre todo, contrastarlo con la concepción que de la democracia tuvo don Rómulo Gallegos, a quien paso a examinar.
Rómulo Gallegos
Para acercarme al pensamiento político de don Rómulo Gallegos, reflejado claramente en sus obras literarias, que tanto impacto han tenido en el ámbito patrio, así como más allá de nuestras fronteras, se corre el riesgo de detenerme en algunas de sus más afamadas producciones, Doña Bárbara, Cantaclaro, Canaima, por solo nombrar estas tres; sin embargo, la inquietud de don Rómulo se ve desde sus primeros escritos aparecidos en la revista La Alborada de corta vida.
A Gallegos le correspondió vivir en una Venezuela de gran extensión territorial, 916.445 km2, datos oficiales, pero con una escasa población, ya que, de acuerdo con los censos, para 1936 Venezuela tenía 3.364.347 habitantes. Es una vasta región, con una riquísima biodiversidad y una atrayente naturaleza que a veces abruma; la maestría en la descripción de estos parajes otorga a las novelas galleguianas un color muy personal. Ahora bien, en esa extensa geografía, se mezclan diversos grupos étnicos, indios, negros, mestizos, acompañados por el forastero que se diferencia claramente, y no se consigue precisar a quién se le puede llamar con cierta propiedad «venezolano». De allí que nuestra nacionalidad va a configurarse, precisamente, como una combinación de todos los constituyentes anteriores. Es la Venezuela del indígena despojado de sus tierras, olvidado en lugares cuasi inaccesibles de las selvas; es la Venezuela del tambor y el baile africano; es la Venezuela de Marcos Vargas y su inserción en la selva, en Canaima; es la Venezuela de Los Inmigrantes, que una vez arraigados en este suelo, nunca más se sienten capaces de dejarlo. Y la lectura que se ha hecho de esta mixtura se suele resumir en la archiconocida dicotomía barbarie/civilización, que, sin querer, simplifica en demasía la contraposición que realiza Gallegos. Su noción de barbarie va más allá del «estado de naturaleza» hobbesiano para conceptuarlo más bien como la posibilidad de convertir esa fuerza primitiva en la energía indispensable para dar el paso necesario hacia la civilización. Así se plasma en sus escritos el elemento educativo transformador que siempre estuvo presente en el pensamiento político de Gallegos.
Su preocupación por los problemas sociales es magistralmente expuesta en la personalidad de Victoria Guanipa, personaje de La Trepadora, que ejemplifica la unión de grupos sociales muy distintos; ambiciosa, avasallante persigue un ascenso social que muestra en la obra una de las notas resaltantes de la sociedad venezolana de esos tiempos.
En un artículo que publiqué en El Nacional, hace ya tres años, decía que hablar sobre Rómulo Gallegos conlleva serios compromisos, si tomamos en cuenta la dimensión supranacional que hoy día poseen sus obras y su figura, no solo como escritor, sino que el pensamiento de Gallegos interesa en gran medida por la extraordinaria perspectiva que ofrece en la comprensión de los distintos y variados conjuntos de factores que atravesaron otros países latinoamericanos durante la misma etapa histórica cuando fueron publicados estos primeros cuentos.
Asimismo, se puede aseverar que su obra describe con mucha sutileza los fenómenos religiosos, económicos, artísticos, sociales, etc., que ocurrían en el país, y aporta valiosos conocimientos sobre la sociedad venezolana de la primera mitad del siglo XX. Resalta, en la producción galleguiana, el enfoque dirigido a producir una nueva visión sobre el país y producir una actualización de la escala axiológica de la sociedad venezolana.
Ahora bien, mi interés primordial consiste en resaltar algunas de las notas peculiares de “Los Inmigrantes”. Muchos de ustedes, quizás, vieron el “Unitario” de RCTV sobre este cuento, con la versión de Sonia Chocrón y la magistral interpretación de los personajes principales de Carlos Cámara y Henry Sakka. Al lado de la dupla civilización/barbarie de la que tantos ríos de tinta se han escrito sobre ella, Gallegos contrapone la pobreza ante la opulencia de algunos privilegiados por la fortuna. Unido a ello, surge el tema del arribismo, personificado magistralmente en Domitila, quien encarna a una persona que progresa en la vida por medios rápidos y sin escrúpulos. En algunos escritos sobre este tema en la narrativa de Gallegos, he leído opiniones favorables en la búsqueda del ascenso social por medio de una unión ventajosa, un matrimonio mestizo. Este es un criterio que no comparto. Domitila, mujer criolla, empleada como una modesta costurera en el taller de modas de Abraham, disimula sus intenciones desde el primer momento, se vale de la atracción que ejerce sobre el “turco”, contrae matrimonio con él, pero, luego, mostrará su desprecio hacia Abraham, por ser extranjero y, para más tara, judío.
Esta xenofobia, exhibida por la esposa de Abraham, la hace explícita Gallegos en unos párrafos donde se evidencia con claridad meridiana tanto el desprecio de la mujer por el origen de su marido, como su arribismo:
- Causas mezquinas, flaquezas humanas, obraban en el ánimo de Domitila entibiándole, hasta extinguírselo totalmente, el afecto al marido. Cuando se casó con Abraham, ella era una palurda, una humilde obrera, cuya condición inferior respecto al hombre no podía menos de hacerla considerar aquel matrimonio como un ascenso que la libraría de la pobreza y del trabajo; pero ahora los términos se habían invertido: Abraham seguía siendo el hombre humilde, de una raza despreciada, mientras que ella, gracias al influjo del dinero y como resultado de su tenaz empeño de introducirse en esferas más altas, comenzaba a saborear los halagos de una distinción social que le daba derechos para ir olvidando ya su pasado oscuro y para comenzar a considerarse como una gran señora”.
Por parte del hijo, Samuel, el desprecio es terrible:
- Samuelito se desdeñaba de dirigirle la palabra en la casa, y en la calle evitaba su encuentro, para que no lo avergonzase ante los jóvenes bien con los cuales sólo se reunía.
La hija, Sarita, manifiesta lástima por su padre, no un verdadero amor filial.
En cuanto al hijo del calabrés Doménico, Giácomo Albano, la situación tiene algunas variantes. Es hijo de italianos, no de un matrimonio mixto:
- Tan botarate, como amasador de dinero el padre: tan amigo de ocios y parrandas, como tesonero en el trabajo el padre, era Giácomo un simpático mozo que parecía unido a su medio por profundas raíces ancestrales.
Doménico, el calabrés, y Abraham, el libanés se arruinan, pero Gallegos termina esta historia mostrando la templanza de dos hombres recios que saben enfrentar las penurias y levantarse de esas caídas.
Sus hijos, Giácomo y Sarita, contraen matrimonio. “Abraham, el del Líbano; Doménico, el calabrés, la tierra ajena les barrió del corazón el amor a la propia y les quitó los hijos que ellos le dieron”.
Puede observarse otra faceta que se infiere al leer atentamente el cuento “Los Inmigrantes”, y es, justamente, el énfasis que Gallegos le otorga a la escisión que existe entre la variedad cultural originada desde el inicio de nuestra vida republicana y la falta de integración social de esas diversas capas de nuestra sociedad. Se aspiraba a la igualdad: sin embargo, es una sociedad donde existe una profunda marginación. Esta característica la une con el arribismo al que he aludido supra.
“Los Inmigrantes” fue publicado en 1922; ya es un cuento centenario. ¿Ha cambiado nuestra sociedad? Venezuela ha transitado por caminos muy escabrosos y la xenofobia, que tanto se quiere negar, el arribismo, que se pretende enaltecer, siguen presentes en nuestra sociedad.
De tal manera que cuando nosotros queremos hablar del pensamiento político de don Rómulo Gallegos, se vuelve indispensable darnos un paseo por sus obras literarias. Allí podemos encontrar lo que hoy denominaríamos un proyecto o un plan de gobierno. En ese plan de gobierno de don Rómulo podemos destacar su concepción por lograr una democracia, y el elemento nutriente de ese logro es la educación. Para el maestro, en ella radica el motor que impulsaría darle a Venezuela un gobierno democrático.
A modo de conclusión
En este vuelo rasante sobre figuras tan importantes como los individuos de número que he citado pueden verse cómo las nociones sobre nuestra vida republicana, su sociedad y su transitar político han oscilado entre concepciones autoritarias y aspiraciones democráticas.
Para expresarlas, sus autores hicieron uso de su oficio de escritores para dejar testimonio a la posteridad de sus ideales.
Hablar de legitimidad y ruptura del hilo constitucional (ruptura que es casi una constante en nuestro universo político), en el entorno de varios de los países que conforman el subcontinente latinoamericano, conduce necesariamente a cotejar los planteamientos teóricos con los contextos de opresión, negación de libertades, reinado del autoritarismo. Y, en ese momento, en esa reflexión conceptual filosófica, salta como un gran felino de las selvas amazónicas lo realmaravilloso. Mezclar una discusión racional con la «realidad maravillosa», con la alegoría literaria de una realidad distorsionada, puede, en algunas mentes, ocasionar rechazo. Sin embargo, en estas latitudes donde «nuestras estirpes» están pidiendo una segunda oportunidad sobre la tierra, como diría García Márquez, esa mezcla podría, y digo podría, subrayando la posibilidad, interpretar más genuinamente el propio sentir de cada integrante de la sociedad mayoritaria que no acaba de desentrañar el misterio que ha envuelto esa reiterada ruptura del hilo constitucional en nuestras naciones.
Si alguno de ustedes me preguntase, en este momento, cuál es mi mayor aspiración al asumir el sillón «O» en la Academia Venezolana de la Lengua y desempeñar el papel que la historia me ha asignado, no dudaría en afirmar que aspiro, retomando la definición aristotélica sobre la persona, portadora de palabra, a diferencia del animal que solo posee voz, ayudar a devolverle la dignidad a Venezuela.
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