El triste episodio del gobierno mexicano, excluyendo al rey de España de la transmisión de mando presidencial por no haber pedido perdón por la conquista de América, como le reclamó el presidente López Obrador, nos vuelve a hundir en las sombras del acomplejado resentimiento que saltó entre nosotros cuando llegamos a los 500 años de la conquista de América por España. Sintiéndose hijos bastardos de la mitológica violación de nuestra lejana abuela india por otro desvanecido guerrero español, se ignora que de esa unión, llena de matices, luces, sombras, fulgores y sangre, había nacido una nueva civilización. La nuestra. La hispanoamericana, la latinoamericana. Nadie puede saltar afuera de su sombra, dice el proverbio árabe, y todos nosotros, todos, de un modo u otro, llevamos nuestra historia adentro nuestro. Es irrenunciable.
¿Qué pueblo no es hijo de poblamientos superpuestos, de invasiones, de procesos sincréticos, de asimilaciones culturales? La propia España conquistadora, que registra en su pasado a cazadores paleolíticos que nos dejaron el legado imprescriptible del arte de sus cuevas, vio luego llegar a indoeuropeos como los celtas, que se expandían por Europa, desde la hoy Escocia hasta Polonia, a los vascos y a un heterogéneo mosaico que incluye los bárbaros visigodos y los refinadísimos árabes que manejaban el agua para cultivar y legaron los tesoros de la Alhambra. Todo eso fue ocurriendo a lo largo de siglos, en un proceso las más de las veces dramático, cuya amalgama mayor ha sido la creación del idioma español. Sí, el idioma español. El de la poesía barroca americana de Sor Juana Inés de la Cruz o el de los pensadores mexicanos-latinoamericanos-occidentales como Octavio Paz o Carlos Fuentes, que no pedían perdón por escribir en castellano, sino que lo enriquecían exaltando la cultura mestiza, caudaloso río que no renuncia a ningún afluente.
¿La Grecia clásica no fue una sucesión de guerras entre los feroces Aqueos y los Dorios, y a su vez las legendarias luchas entre Atenas y Esparta, un enfrentamiento con los “bárbaros macedonios”? No imaginamos a Grecia pidiendo perdón porque desde ese macedonio norte vino un día un príncipe Alejandro, educado por un sabio griego, y abrió otro enorme espacio de civilización hacia el Asia y todo el Mediterráneo.
Hay que entender que en el siglo XV el “descubrimiento” de América era inevitable. O llegaba Colón financiado por Castilla, Bartolomeu Dias por Portugal o Raleigh por el incipiente British Empire. Pensemos, además, que ya hacía veinte siglos que desde el otro signo cardinal, desde las lejanas tierras que estaban al Oeste del enorme mar que Vasco Núñez llamó Pacífico, habían llegado aquí “nuestros indígenas”. No eran “originarios”. Llegaron desde Corea por Alaska o salteándose la Polinesia, pero de allá venían, con culturas también distintas. Y llegaron a edificar civilizaciones tan poderosas como los imperios Inca y Azteca. Bien sabemos que estas enormes construcciones políticas, militares y administrativas, se habían hecho también imponiéndose unos a otros ¿Vamos ahora a reclamarle perdón a Incas o Aztecas en nombre de los pueblos que sojuzgaron?
Eran frágiles frente al español y por eso fueron conquistados. Hasta por sus divisiones políticas como las de Huascar y Atahualpa, herederos del Imperio Inca. Además, como lo ha narrado Octavio con maestría, porque luego de su llegada desde Asia habían estado aislados, solo conocían a sus vecinos.
El proceso histórico era inevitable. Los descubrimientos científicos ponían a Europa en la puerta del Nuevo Mundo. Y este se iba a construir con marchas y contramarchas, que incluyen también dos siglos de independencia en que nosotros, los hijos de ese proceso, tampoco podamos decir que hemos convivido siempre en paz, amándonos los unos a los otros. Si de agravios y perdones comenzáramos a hablar, terminaríamos enmudecidos.
Inevitable también era la aculturación, la recíproca influencia. El choque de tradiciones iba generando otras y esos fenómenos no pueden fragmentarse y escindirse para tomar de nuestro pasado solo lo que nos gusta, desde la mirada contemporánea. Como nos lo ha contado con palabra maestra Arciniegas, América también invadió Europa y si no que lo digan los niños pidiendo chocolate o los cocineros unas papas para fritar… Si Europa y Portugal nos trajeron el barroco, ya no es el mismo. Las frutas y flores, la desbordada naturaleza americana que le introdujo en los palacios, iglesias, muebles, de nuestra América, nos ofrecieron otra versión del arte. Como la cumbre de las imágenes de Manuel Chili Caspicara o los sobrecogedores profetas del Aleijadinho en las iglesias de Minas Gerais.
No olvidemos tampoco que si de reclamos de justicia se trata, las primeras voces que se levantaron para cuestionar la conquista nacieron de la propia España. El sermón de Fray Antonio de Montesinos en su célebre oración de 1511 ya lo hizo. Y Bartolomé de las Casas, en su Brevísima destrucción de las Indias describió y cuestionó la Conquista, plantando el mojón de lo que hoy llamamos doctrina de los derechos humanos. Ningún imperio protagonizó un proceso de debate filosófico y moral tan profundo como el de los criticistas de la Escuela de Salamanca, inspiradores de una legislación verdaderamente humanista.
Asumida la historia como es, afirmados en los sillares que hemos plantado, cultivemos en el día a día el valor de lo que somos. Sin anclarnos en resentimientos lejanos o en protestas que terminan negándonos a nosotros mismos. Nuestros actuales desafíos políticos no pueden llevarnos a hurgar en restos del pasado para explicar nuestras falencias o tácticamente mantener vivo algún ideologismo desvanecido. Hubo un tiempo en que por heridas aún abiertas o recién cicatrizadas el “imperio” norteamericano era el “imperialismo” por definición, que excitaba el apotegma. Transados esos contenciosos, especialmente por México, es un fuego fatuo el del antiimperialismo que pretende mantenerse como relámpago cuando hace siglos que la noche lo borró.
Nos entristece el episodio. La España histórica está en nosotros. Y tanto o más la contemporánea, la que sufrió a Franco y luego nos ofreció el ejemplo de su transición para inspirarnos en la reconstrucción democrática de los años ochenta del siglo pasado ¿Qué perdón nos debe pedir? ¿Qué perdón tenemos que reclamarle, cuando se trata hoy de juntos seguir enriqueciendo esa civilización hoy desafiada por los avasallamientos tecnológicos, las anacrónicas resurrecciones teocráticas, los pujos dictatoriales y la necesidad de atender un nuevo tiempo histórico?
Nuestra democracia latinoamericana adolece demasiado para con arrogancia apostrofar a quienes han reconstruido ejemplarmente la suya y han estado cerca nuestro para acompañarnos. Un viejo republicano como soy, republicano de la laica república uruguaya, a la democracia española y a su moderna monarquía, solo le tributamos gratitud. Por lo que hicieron por nuestras libertades cuando hacía falta.
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