A propósito de las recientes andanzas xenófobas de Donald Trump contra los inmigrantes, es necesario recordar que su conducta supremacista no es un desliz personal ni un error puntual en la historia política de Estados Unidos, sino que está inscrita en el ADN mismo de los gobiernos norteamericanos. Trump es solo la última encarnación de una tradición con raíces profundas en los orígenes del país, desde la Doctrina Monroe hasta sus interpretaciones actuales.
Hablar de Estados Unidos y su relación con los inmigrantes es hablar de cómo la nación ha construido su identidad a partir de la exclusión y la segregación. La Doctrina Monroe, proclamada en 1823, se erige como una de las primeras expresiones de esa actitud imperialista: «América para los americanos, pero no para todos los americanos». Su política exterior establecía dos esferas: la de los pueblos «civilizados», a los que Estados Unidos reclamaba su derecho de intervención, y la de los «bárbaros», condenados a la subordinación.
El nacionalismo y el supremacismo que impregnan el discurso político estadounidense no son episodios aislados, sino una ideología fundacional que ha atravesado los siglos. Las interpretaciones posteriores de la Doctrina Monroe, especialmente en el siglo XIX y principios del XX, como las intervenciones en Cuba o la anexión de Puerto Rico, son antecedente directo de lo que hoy ocurre con Trump. Su ataque a los inmigrantes no es solo una cuestión de políticas migratorias, sino una manifestación de una estructura de poder y control donde el «otro», el latinoamericano, el asiático o el africano, es percibido como un obstáculo para el «progreso» de una nación que, según su mito fundacional, se ha autodenominado «la tierra de las oportunidades», pero solo para unos pocos.
Trump no hace más que perpetuar este legado, actualizando un discurso que sigue manteniendo su fondo esencial: la idea de una América cerrada, construida sobre la creencia de que algunos son más americanos que otros. Lo más preocupante de todo esto es que, al intentar preservar esa identidad «pura», Trump y sus seguidores no solo atacan a los inmigrantes, sino a la misma idea de América como una nación plural y diversa.
Lo que Trump representa es una herencia mucho más antigua, una que no comenzó con él ni con su mandato, sino mucho antes, cuando la Doctrina Monroe y sus reinterpretaciones establecieron que la grandeza de Estados Unidos se construía sobre la exclusión de todo aquello que considerara ajeno o inferior. Una herencia que, lamentablemente, sigue viva, aunque mutada, en su más contemporáneo exponente.
La paradoja de la inmigración: el muro y la campaña de Trump
En la política, como en la vida, las contradicciones no siempre son evidentes a simple vista. La campaña de Donald Trump, marcada por su anticomunismo y la promesa de derrocar a los «tiránicos» gobiernos de Maduro, Ortega y Díaz-Canel, resonó especialmente en el electorado de Florida. Este sector, mayormente compuesto por descendientes de cubanos que huyeron de regímenes comunistas, no parecía notar que durante su mandato, Trump adoptó medidas profundamente contradictorias hacia los inmigrantes, aquellos que llegaban buscando la misma «libertad» que ellos habían encontrado.
El primer mandato de Trump estuvo marcado por una serie de medidas en contra de la inmigración, muchas de ellas en clara oposición a los valores que los exiliados cubanos habían encarnado. Su promesa de «hacer América grande otra vez» se basaba en frenar lo que él veía como una amenaza: la llegada masiva de inmigrantes ilegales, especialmente de América Latina. Esto se materializó en su promesa de construir un muro a lo largo de la frontera con México, una barrera simbólica que representaba un rechazo radical a la inmigración. Muchos de esos inmigrantes venían de países que, precisamente, habían vivido o vivían bajo regímenes autoritarios.
Trump implementó la política de «tolerancia cero», que resultó en la separación de miles de familias en la frontera, provocando protestas internacionales. Sin embargo, en Florida, muchos votantes prefirieron ignorar que el gobierno de Trump separaba familias en su frontera mientras denunciaba la separación de familias en Cuba, Nicaragua o Venezuela. A pesar de sus intentos de justificar estas políticas por razones de seguridad nacional, la contradicción era evidente.
Las restricciones a los solicitantes de asilo y la creación del «protocolo de protección al migrante» (MPP), que obligaba a los solicitantes de asilo a esperar en México, evidenciaron más contradicciones. Mientras Trump luchaba por derrocar gobiernos autoritarios en América Latina, cerraba las puertas a aquellos que huían de esas mismas dictaduras. En el mismo período, intentó terminar con el programa DACA, que protegía a los inmigrantes indocumentados que llegaron a Estados Unidos siendo niños. Aunque bloqueada por la Corte Suprema, esta decisión mostró cómo se distanció de los ideales fundacionales del país. Elena Poniatowska resumió bien: «Un muro no detiene los sueños de los hombres, solo los convierte en pesadillas».
La lista de contradicciones continúa con medidas como la prohibición de entrada a ciudadanos de países musulmanes, justificada como necesaria para proteger a los estadounidenses de potenciales amenazas terroristas. Sin embargo, se planteaba una nueva contradicción: ¿cómo defender la libertad y la democracia en un continente mientras se rechazan a quienes huyen de regímenes opresivos? Gabriel García Márquez lo expresó tiempo atrás: «El continente americano ha sido históricamente un refugio, un crisol de culturas, no una cárcel de migrantes». La contradicción era que, mientras Estados Unidos había sido un refugio para muchos exiliados, ahora se volvía hostil con los que huían de dictaduras cercanas.
Finalmente, las medidas que pusieron fin a programas de protección temporal (TPS) para países como Haití, El Salvador y Honduras, afectados por desastres naturales o conflictos, reflejaron la desconexión entre la narrativa política de Trump y la realidad de quienes buscaban en Estados Unidos no solo refugio, sino también la oportunidad de una vida mejor. Paz Martínez advirtió: «La historia de América Latina está tejida de migraciones, de exilios y de búsquedas; negar este tejido es, en última instancia, negar nuestra propia historia». Esta política de exclusión ignoraba las raíces profundas de la historia latinoamericana, marcada por la búsqueda de libertad y mejores oportunidades.
Este panorama de contradicciones no pasó desapercibido para los intelectuales latinoamericanos, que vieron con preocupación las políticas de Trump. La resistencia intelectual es clara, recordando que, al final, las fronteras no solo deben ser geográficas, sino también humanas. Mientras Trump tejía su discurso de protección nacional, construía una muralla que aislaba no solo a los inmigrantes, sino también los valores que Estados Unidos había prometido defender: libertad, dignidad humana y la esperanza de un futuro mejor.
La promesa rota: Trump, la inmigración y la deshumanización de un sueño
Es un hecho conocido que las promesas políticas se rompen en algún punto de la costa. Pero lo que no habíamos anticipado era que esas olas llegarían tan rápido y con tal fuerza, arrastrando los sueños, las esperanzas y las vidas de quienes confiaron en ellas. Muchos venezolanos, junto a miles de inmigrantes latinoamericanos, llegaron a Estados Unidos no con la esperanza de un futuro brillante, sino simplemente para escapar de lo insostenible. Confiaron en la palabra de Trump, cuya oferta electoral de destruir los regímenes autoritarios de Venezuela, Cuba y Nicaragua resonaba como una promesa de redención.
La promesa de Trump era clara: acabar con los gobiernos de Maduro, Ortega y Díaz-Canel, y devolver a los latinoamericanos la esperanza que les había sido arrebatada por los regímenes autoritarios. Muchos creyeron que su llegada a la Casa Blanca significaría el fin de la tiranía en América Latina y, por ende, la posibilidad de vivir sin miedo en Estados Unidos. En este contexto, Trump se presentó como un redentor, un hombre fuerte capaz de hacer justicia.
Pero lo que comenzó como un grito contra las dictaduras se transformó, bajo su administración, en una serie de medidas cada vez más crueles e inhumanas que afectaron a aquellos mismos latinoamericanos que, en su momento, vieron en la Casa Blanca el faro de su redención.
La revocación del Estatus de Protección Temporal (TPS) para los venezolanos, la eliminación del parole humanitario, y la inminente revocación de la nacionalidad por nacimiento no solo son un golpe directo a la esperanza, sino un mensaje claro: en el nuevo orden de Trump, la humanidad de los inmigrantes no tiene cabida. Las redadas, la persecución y la criminalización de la pobreza se han convertido en el nuevo modelo de gobierno. Trump, al margen de sus promesas de salvar a los pueblos oprimidos, ha despojado a estos inmigrantes de su dignidad, sometiéndolos a un tratamiento inhumano.
La realidad de las razzias emprendidas para capturar inmigrantes refleja la crudeza de una situación que parece sacada de una distopía. En estados como Florida, donde reside una gran parte de la diáspora venezolana, miles de inmigrantes viven aterrados, ocultándose, restringiendo su vida social y económica. Las calles que antes eran vibrantes con la actividad de una comunidad que soñaba con una vida mejor, ahora están marcadas por la incertidumbre y el silencio.
Lo que Trump ha hecho no es solo despojar a los inmigrantes de su protección legal, sino despojarlos de la posibilidad misma de existir dignamente. La etiqueta de «Tren de Aragua», lanzada indiscriminadamente sobre los venezolanos, no solo criminaliza a los culpables, sino que hace pagar a los justos por los pecadores.
La ironía es inmensa. Trump, que llegó al poder apoyado por la claque política cubana de Florida con la promesa de derrotar a los tiranos de América Latina, se ha convertido en el principal agente de un sistema que destruye las vidas de aquellos que huían precisamente de esos regímenes autoritarios.
La historia es cíclica, y aunque Trump pueda parecer el arquitecto de un sistema de exclusión y opresión, no debemos olvidar que los pueblos siempre encuentran maneras de resistir. La diáspora venezolana, con sus hijos en las escuelas, sus trabajadores en los campos, sigue siendo un testamento de la fuerza humana ante la adversidad.
La Doctrina Monroe: entre la protección y la expansión imperialista
La Doctrina Monroe, proclamada en 1823, es uno de los principios fundamentales de la política exterior estadounidense. Originalmente, fue una promesa de protección para los países latinoamericanos, garantizando su independencia frente a la amenaza de nuevas colonizaciones europeas. Con el tiempo, se transformó en una justificación para intervenciones directas e indirectas de Estados Unidos en América Latina. A lo largo de los siglos XIX y XX, la Doctrina pasó de ser una defensa de la soberanía a convertirse en un instrumento de expansión imperialista.
El primer giro en su interpretación ocurrió con Theodore Roosevelt en 1904, quien incorporó el «Corolario Roosevelt». La doctrina, inicialmente una advertencia a las potencias europeas, se transformó en una justificación para la intervención estadounidense. Según Edward S. Miller en The Monroe Doctrine Revisited (2008), la Doctrina pasó de ser defensiva a un mecanismo de dominación. Esta reinterpretación no fue aislada, sino parte de una tradición que continuó a lo largo del siglo XX, con cada presidente ajustándola según el contexto.
A medida que Estados Unidos se consolidaba como potencia mundial, la Doctrina dejó de ser una simple advertencia y se transformó en una justificación para la intervención directa. Michael J. O’Brien en The Monroe Doctrine: A Survey of the Historical Literature (1993) explica que, aunque inicialmente vista como protección para América Latina, también reflejó las ambiciones de Estados Unidos por dominar el hemisferio occidental. Este doble carácter revela la contradicción de la política estadounidense, presentándose como defensora de la soberanía e independencia, pero actuando en función de sus propios intereses expansionistas.
El Corolario Roosevelt es un claro ejemplo de cómo la Doctrina Monroe fue reinterpretada para justificar un tipo de imperialismo de «buena voluntad». Según Miller, “la interpretación que Roosevelt dio a la Doctrina Monroe marcó el comienzo de una política activa de intervención en los asuntos internos de los países latinoamericanos”.
En última instancia, la Doctrina Monroe y sus reinterpretaciones muestran cómo los principios de soberanía y autodeterminación de las naciones latinoamericanas fueron supeditados a los intereses estratégicos de Estados Unidos.
El destino manifiesto y la Doctrina Monroe: entre la expansión y la identidad imperial
En el siglo XIX, dos conceptos clave de la política exterior de Estados Unidos fueron el «Destino Manifiesto» y la Doctrina Monroe. Ambos justificaron la expansión territorial y la intervención imperialista, transformándose de una «misión civilizadora» en un instrumento de dominación.
Amy Greenberg, en «Manifest Destiny and American Territorial Expansion» (2017), señala que el Destino Manifiesto era «la creencia de que los estadounidenses estaban destinados por voluntad divina a expandirse hacia el oeste«. Este concepto justificaba la expansión imperialista, pero también se usó para actos de agresión territorial, racismo y violencia.
Por otro lado, la Doctrina Monroe, formulada en 1823, cimentó el poder expansivo de Estados Unidos en el hemisferio occidental. Jay Sexton, en The Monroe Doctrine: Empire and Nation in Nineteenth-Century America (2008), explica que “la Doctrina Monroe no fue solo una declaración de política, sino una afirmación de la identidad estadounidense como potencia imperial emergente”.
El concepto de «excepcionalismo estadounidense» se entrelaza con ambas doctrinas. Greenberg destaca que “la noción de excepcionalismo estadounidense pintaba a los Estados Unidos como un faro moral y cultural, destinado a liderar con el ejemplo”. Esta creencia justificaba las agresiones territoriales, transformando a Estados Unidos en un modelo de democracia y libertad.
Ambas doctrinas reflejan la expansión territorial y la construcción ideológica de un país que se veía a sí mismo como un faro de civilización, justificando la violencia y la invasión.
El Corolario Roosevelt: entre la defensa y el imperialismo
El Corolario Roosevelt de 1904 marcó un punto de inflexión en la política exterior de Estados Unidos. Para algunos, fue simplemente una extensión de la Doctrina Monroe, mientras que para otros, representó el inicio de un nuevo imperialismo disfrazado de protección. El Corolario transformó la política de Estados Unidos en América Latina, revelando la contradicción entre la defensa de principios universales y la consolidación de intereses nacionales.
El Corolario Roosevelt reflejaba una concepción paternalista sobre las naciones latinoamericanas. Según William H. McNeill, en Theodore Roosevelt and the Politics of Power (2011), Roosevelt pensaba que «las naciones débiles de América Latina debían ser guiadas por la mano firme de Estados Unidos«.
El Corolario también proyectó la influencia estadounidense más allá del hemisferio occidental. La famosa frase de Roosevelt, «Había que hablar de manera firme y llevar un gran garrote«, justificaba no solo la intervención en América Latina, sino un modelo de poder con repercusiones futuras.
En resumen, la historia de la política exterior de Estados Unidos no es una de altruismo, sino de ambición camuflada. El Corolario Roosevelt muestra cómo el imperialismo fue disfrazado bajo la máscara de la protección, consolidando a Estados Unidos como la potencia hegemónica en el hemisferio occidental.
Reflexión final: Trump y la continuidad de la exclusión
La situación actual con Trump y su trato hacia los inmigrantes no es un simple desajuste en la política estadounidense, sino la continuidad de una ideología imperialista que ha marcado su historia desde sus orígenes. Al igual que la Doctrina Monroe, que separó a los «civilizados» de los «bárbaros», el discurso xenófobo de Trump sigue perpetuando una narrativa que ve a los inmigrantes, especialmente los latinoamericanos, como inferiores, sujetos a una subordinación que justifica su exclusión. La historia de Estados Unidos, desde sus intervenciones en América Latina hasta las políticas migratorias actuales, demuestra cómo la construcción de su identidad nacional se ha cimentado en la exclusión de aquellos considerados ajenos o no conformes con la visión «purificada» de la nación.
Lo verdaderamente alarmante es que, bajo el gobierno de Trump, esta herencia imperialista no solo se mantiene vigente, sino que se ha intensificado, adoptando formas más sistemáticas y crueles. Al despojar a los inmigrantes de derechos básicos y presentarlos como amenazas a la «pureza» de la nación, Trump está destruyendo no solo los sueños de aquellos que huían de dictaduras, sino también la idea misma de un Estados Unidos como nación plural y diversa. Su discurso, en lugar de prometer un futuro de igualdad y oportunidades, ha sembrado el miedo, la persecución y la deshumanización, erosionando los valores fundacionales de la nación.
Sin embargo, es importante recordar que las dinámicas de opresión no son estáticas ni definitivas. Aunque el sistema de exclusión de Trump se erige con fuerza, la historia demuestra que los pueblos siempre encuentran formas de resistir. La diáspora venezolana, al igual que otras comunidades migrantes, sigue siendo testamento de la resiliencia humanaante la adversidad. Las luchas de los inmigrantes por sus derechos, sus familias y su dignidad siguen siendo una poderosa respuesta a un sistema que los quiere invisibilizar, y con ello, un recordatorio de que, al final, la humanidad prevalecerá por encima de cualquier política de exclusión.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!