La soberanía enfrenta amenazas sofisticadas, que harían palidecer a viejos golpistas. Hoy el manual del autoritarismo se escribe con algoritmos y tribunales serviles. Un saqueo en el que se usurpan voluntades; sin asalto a palacios de gobierno, sino de instituciones electorales. Ya no se trata de invasiones militares o golpes de Estado al estilo clásico, sino de un saqueo insidioso, el robo sistemático de la voluntad ciudadana a través de un sablazo electivo, injerencia y manipulación institucional. Cuando un país ve usurpado su derecho a elegir libremente, la democracia se reduce a una farsa, y el gobierno del pueblo se convierte en una imposición de intereses.
La esencia misma de la democracia radica en la autodeterminación. Desde Rousseau hasta las constituciones modernas, el principio rector ha sido claro. El poder emana del pueblo. Sin embargo, asistimos a una peligrosa perversión de este ideal. A través de tácticas como la desinformación masiva, el uso estratégico de leyes con fines políticos, el financiamiento ilegal de campañas o presiones económicas, actores internos y externos distorsionan el deseo ciudadano.
La injerencia en procesos electorales latinoamericanos revela un patrón preocupante, la democracia ya no se aniquila con armas, sino con decretos amañados, complicidad y élites políticas que prefieren servir a agendas convenientes antes que al mandato de sus ciudadanos. Jean-Jacques Rousseau advirtió: «el pueblo que pretende ser libre, debe merecerlo». Pero ¿cómo merecerlo cuando el sistema está diseñado para falsear las reglas del juego?
El fraude electoral como crimen contra la libertad, no se limita a alterar actas o comprar votos, abarca todo un mecanismo que distorsiona la expresión genuina de la ciudadanía. Cuando las instituciones -desde tribunales hasta organismos electorales- actúan con procedimientos viciados, convierten el sufragio en simulación. Las consecuencias son graves, se socava la legitimidad de los gobernantes y crece el desencanto popular. Como advirtió Max Weber, sin legitimidad, el poder se sostiene solo por la fuerza o el engaño. Y cuando los ciudadanos perciben que su voto no vale, muchos optan por la abstención, no por indiferencia, sino como protesta silenciosa. «Cuando las instituciones electorales pierden credibilidad, el voto se convierte en teatro», afirma Catalina Botero, ex relatora CIDH
Se suele estigmatizar a quienes no votan, tachándolos de desinteresados. Pero, ¿y si la abstención es en realidad un acto de rebeldía ante elecciones amañadas? Henry David Thoreau enseñó que la desobediencia civil es un deber cuando el Estado traiciona su función. En contexto de fraude sistémico, no participar puede ser el último recurso para no avalar una comedia electoral.
En el continente existe un ejemplo dramático donde la democracia ha sido vaciada de contenido, un país cuyas elecciones, aunque se realicen formalmente, han perdido toda credibilidad debido a la persecución de candidatos opositores, control absoluto de los poderes públicos por un mismo grupo de poder, y la creación de estructuras paralelas para anular cualquier resultado adverso. Allí, el pueblo ha visto cómo su voluntad es secuestrada con artimañas leguleyas, censura mediática y una maquinaria clientelar que premia la lealtad al régimen y castiga la disidencia. Este laboratorio de autoritarismo disfrazado de democracia, es advertencia para toda la región, cuando se permite que la estafa se institucionalice; la libertad se convierte en un recuerdo lejano.
Se condena a regímenes autoritarios, pero muchos gobiernos y organismos miran hacia otro lado cuando sus aliados maniobran elecciones. La «comunidad internacional» actúa con doble rasero, impone sanciones a algunos, pero legitima a otros que cometen los mismos vicios. Urge un marco jurídico que castigue la injerencia electoral con la misma firmeza con que se condena un golpe de Estado tradicional.
¿Cómo defender la democracia? La solución no es simple, requiere acciones como, fortalecer instituciones autónomas, libres de la influencia. Exigir transparencia en el financiamiento y proceso electoral. Promover medios independientes, que no funcionen como instrumento de propaganda. Establecer acuerdos vinculantes contra la intromisión en procesos democráticos. Como sentenció Ryszard Kapuściński: «El poder no consiste en ganar elecciones, sino en decidir quién puede competir en ellas». Hoy, esa sentencia define mejor que nunca la línea roja entre democracia y farsa.
Robar la voluntad de un país es el crimen más grave contra la democracia. No es solo un delito político; es un ataque a la dignidad humana, al derecho fundamental de decidir el propio destino. Como sociedad, debemos rechazar cualquier forma de manipulación, venga de fuera o de dentro. Al final, la democracia no se reduce a urnas y papeletas, sino al derecho sagrado de un pueblo a ser dueño de su futuro.
Escribió Thoreau: «El verdadero lugar para un hombre justo en una sociedad injusta es la cárcel». Hoy podríamos parafrasearlo: ¿No será el abstencionista el último ciudadano honesto en una democracia falsificada? La pregunta: ¿Estamos dispuestos a defenderla, o permitiremos que la conviertan en un espectáculo vacío?
@ArmandoMartini
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