El Palacio Legislativo es uno de los edificios más destacados de la capital de Uruguay. De estilo neoclásico, firme e imponente, la sede se puede ver desde distintos puntos de la ciudad. Lo que no se puede ver, ni siquiera concebir, es que algún día una turba desenfrenada lo vaya a tomar por asalto, como sucedió en Washington en enero de 2021, o en Brasilia dos años después.
La “moda” de tomas parlamentarias no va con los uruguayos, y prefieren dejarla pasar. Tampoco les caben situaciones como las que se vivieron en Buenos Aires, en diciembre de 2017, cuando un grupo de activistas encapuchados empezaron a disparar proyectiles contra el frente del Congreso, convirtiendo una protesta de carácter político en un rechazo directo a las instituciones democráticas.
Son ejemplos extremos, sin duda, pero símbolos de un estilo de vida política que presenta muchos matices y que gana adeptos en distintos países del continente. Se trata de un estilo de diferencias ideológicas irreconciliables, que transforman distintas concepciones de la política, la economía y la sociedad en bandos irreductibles.
Salvo, claro, en estas costas, donde la polarización, a la vista de sus desastres y desparramos, solo se conoce por las noticias internacionales. Extremismos, dogmatismos, intolerancia, grietas, ataques a las instituciones, cuestionamientos desde el poder a la prensa independiente… los uruguayos escapan de esos vicios como de la peste, y repiten la conveniencia del diálogo y el consenso.
Esas dos mismas palabras se escucharon reiteradamente en estos días de desenlace electoral, de cara al balotaje que definirá este domingo al sucesor de Luis Lacalle Pou entre el oficialista Álvaro Delgado y el opositor Yamandú Orsi, representantes de los dos bloques mayoritarios del país, que entran al final del recorrido con expectativas de victoria por la semejanza de las encuestas.
“En la Argentina existe la concepción de que llega un gobierno y barre con todo, es refundacional, acá eso no pasa”, decía esta semana el presentador de un programa de Radio Sarandí a sus compañeros de estudio, que confirmaban su aseveración con rotundas negativas, que eso jamás, por supuesto, como diciendo: ¡Por favor, Dios te oiga!
“Nosotros, comparados con ustedes, somos Heidi en la pradera. Ustedes siempre tienen quilombo. No es a veces, es siempre, solo con distintas graduaciones. Algunos están en la tercera guerra mundial y otros piensan en la cuarta”, dijo a La Nación un militante del Frente Amplio en la sede central del partido, en el barrio de Cordón.
Los uruguayos rechazan el estilo confrontativo de algunos de los últimos gobiernos argentinos, y de gran parte de la dirigencia, la militancia y demás condimentos de la vida pública vecina, que, de paso, les sirve de materia de conversación. Es lo que mejor conocen, por la cercanía. Pero también conocen, y rechazan, los excesos combativos que destilan los Trump y los Bolsonaro de este mundo.
“Rodeado de países polarizados en que el odio domina el ambiente, Uruguay confirmó que el civismo es su marca política. Durante la campaña no hubo ataques personales o promesas milagrosas, ningún candidato se propuso refundar el país con medidas extremas y los electores no fueron insultados con debates de bajo nivel”, resumió el medio español Nueva Tribuna luego de la primera vuelta.
Para el politólogo Adolfo Garcé, Uruguay se mantiene al margen de la sombra de la polarización por varias causas, la primera de las cuales se remonta a la violencia política y el régimen militar de 1973-1985. “Una de las razones es el trauma de la dictadura. Todavía tenemos muy presente el trauma de la dictadura y lo asociamos al clima de polarización de fines de los 60 y principios de los 70. Tenemos cierto temor al conflicto derivado de esa experiencia traumática”, señaló a La Nación.
Otra causa estaría en las reglas electorales del país. “En Uruguay se da una lógica de dos bloques enfrentados, dos bloques de tamaño similar enfrentados y entonces opera algo largamente estudiado que es el efecto moderador del bipartidismo. Los dos bloques son parecidos, tienen chances de llegar al poder, y por lo tanto no hay incentivos para las promesas irresponsables”, subrayó.
De ese clima de violencia setentista que mencionaba Garcé emergió, por ejemplo, José “Pepe” Mujica, que pasó de ser defensor de la revolución armada a abanderado de la no violencia. Mujica incluso accedió a la presidencia en 2010 con un mensaje de tolerancia y conciliación. Es cierto que cada tanto se va de boca, con exabruptos que descolocan y escandalizan, aunque luego los entremezcla como si nada con su visión de un mundo más solidario y armonioso.
“La sociedad uruguaya luchó mucho por recuperar su democracia después de años de dictadura, y el funcionamiento ejemplar de las instituciones que se reconstruyeron es motivo de orgullo general”, coincidió el periodista y columnista político Mauricio Rabuffetti.
Para el diputado electo Fernando Cataldi, del Partido Colorado, “la respuesta a por qué no hay polarización es que tenemos la tradición democrática más fuerte de la región. Está en el ADN del uruguayo. Habrás visto en la primera vuelta que los partidos tenían sus puestos y sus lugares de reunión y de festejo, a veces muy cerca unos de otros, y cero problema. Es un tema cultural, de la configuración de nuestro ADN, el respeto a una institucionalidad muy firme”.
Cataldi explicó a La Nación su punto de vista mientras coordinaba una actividad en la explanada de la Intendencia de Montevideo con otros legisladores y militantes. Y también subrayó el diálogo como característica de la política uruguaya, aunque marcó los matices.
“Obviamente tenés gente más complicada, como los comunistas, que son un sector del Frente Amplio. Pero fíjate que en el Frente Amplio también está el MPP (Movimiento de Participación Popular), que en su momento atentaron contra las instituciones y ahora son otra cosa, son gente de diálogo”, subrayó.
Pese a todo, la amenaza de la polarización preocupa y moviliza. Es un fenómeno que está en la vuelta y nadie quiere esa daga en el corazón de la democracia más respetada de la región. La Fundación Friedrich-Ebert desarrolló meses atrás un panel con políticos y analistas sobre este fenómeno, con un título por demás explícito: “Acá nos conocemos todos. Democracia y polarización política en el Uruguay de hoy”.
Blanca Rodríguez, del Frente Amplio, dijo en ese foro que el sistema político uruguayo “ha sido muy sabio” a la hora de identificar “con quiénes se puede mantener diálogo y con quiénes no”. Y aseguró que estos últimos representan una fracción mínima dentro del sistema, exponentes de un “rincón lateral de la política”. Pero advirtió que esas facciones pueden permear en “determinados sectores” y llamó a mantener una postura vigilante. En otras palabras, todo fenómeno importante tiene un comienzo modesto, naturalmente, y mejor detectarlo a tiempo.
Agustín Iturralde, por el oficialismo, sostuvo en esa charla que “los extremos políticos” se encuentran institucionalizados en Uruguay y también participan en el diálogo, “una cosa muy uruguaya”. Aunque también alertó contra la autocomplacencia, recordando que las pasiones desatadas en los sesenta y setenta arrasaron la democracia de un país que se creía invulnerable a los excesos.
Y si hablamos de invulnerables vulnerados, vale recordar, ya no la polarización, sino la dictadura en que se transformó Venezuela bajo imperio del chavismo, arrastrado por los cantos de sirena de dirigentes mesiánicos.
Por ahora, al menos, nada de eso va a suceder en la sociedad uruguaya, que dicho sea de paso a recibido en estos años incontables migrantes de Venezuela y Cuba. “En Uruguay hay cierta coincidencia entre partidos y líderes sobre cuáles son los problemas principales a resolver en el país. Eso hace que los ciudadanos contrasten visiones de la realidad, más que modelos de país” dijo Rabuffetti.
“Uruguay buscará la apertura de su comercio gane quien gane; se mantendrá como una democracia republicana gane quien gane; deberá aumentar la lucha contra el tráfico de drogas sea cual sea el resultado de la elección”, concluyó, subrayando los consensos básicos y los desafíos a vencer.
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