Así como las Torres Gemelas, sitas en la isla de Manhattan, devinieron en símbolo del capitalismo financiero mundial, nadie duda de que la asediada Roma vaticana ha sido, a lo largo de los siglos, el convento en el que se cuidaba con mayor celo el patrimonio moral e intelectual de Occidente, el judeocristiano y su tamización grecolatina.
Que a raíz del «quiebre epocal» de 1989 aquellas fuesen destruidas en 2001 por el terrorismo deslocalizado y globalista, o que los causahabientes del socialismo comunista se pusiesen al servicio de este para, desde entonces, deconstruir a nuestras sociedades fracturándoles sus raíces y dividiendo a sus gentes por identidades al detal; acabar con los símbolos de la civilización cristiana que las amalgama a nombre de la tolerancia; o negarle a los pueblos americanos su memoria mixturada –forjada por las migraciones que suceden a la asiática originaria, en un ir y venir de centurias dentro del gran mediterráneo en el que se transformara el Atlántico con los grandes descubrimientos– revela la profundidad de la cuestión que hoy nos aqueja.
Me refiero, no solo a los venezolanos o a los nicaragüenses, o bien a los cubanos, sino, en idéntica línea de argumentación a todos los hispanos y sobre todo a los anglos norteamericanos, junto a sus manifestaciones en los ámbitos de la cultura y de la política, que parecen estar muertas.
Incluyo dentro de estas al deterioro del valor integrador del pacto constitucional, mientras cada uno reelabora el suyo al arbitrio, o lo reescribe para hacerle decir lo que no dice; o a la misma experiencia de la libertad, que cede mientras crecen y, paradójicamente, son exacerbados los derechos humanos como ríos sin cauce natural, desfigurados en su esencia, sin que existan garantías efectivas, por ausencia de solideces institucionales.
Domina la liquidez, en efecto. Lo ha dicho Zygmunt Bauman y lo recoge Joseph Ratzinger: “Se trata de elegir entre una ciudad «líquida», patria de una cultura marcada cada vez más por lo relativo y lo efímero, y una ciudad que renueva constantemente su belleza bebiendo de las fuentes benéficas del arte, del saber, de las relaciones entre los hombres y entre los pueblos”, arguye ante los venecianos, en 2011.
Es explicable que, en cada localidad y en una hora de deslocalización globalizada e instantaneidad acultural, mientras unos bregan para sobrevivir en la incertidumbre, otros, confundidos, quienes no superan o entienden el alcance de la ruptura epistemológica en curso, sólo se afanan en la búsqueda de culpables para llevarlos a la hoguera o se dejan arrastrar, anestesiados, por el narcisismo digital y su religión «dataísta».
El complejo adánico les hace creer que, como pequeños dioses, pueden moldear a su antojo a la naturaleza humana hasta hacerla mutar, trastornando la experiencia vital y cultural de los hombres –varones y mujeres– o, que cuentan con el poder para decidir sin ataduras acerca del «mal» dentro de una globalización que deconstruye, determinándolo, y para extirpar, a la manera de Júpiter Tonante, a los malvados. Le llamo el «efecto Bukele».
No es casualidad, lo narran las crónicas de Suetonio, que Augusto puso a este como portero, al lado del Júpiter Capitolino, como para restarle adoradores y discernir sobre quienes o no pueden ingresar a la iglesia, en el 22 a.C. El Tonante le impresionó por tener la fuerza para fulminar truenos y rayos, mientras que el Capitolino, a la par que Roma dictaba sus leyes, imperaba en cielos y tierra como “verdadero señor y protector de las ciudades libres”, según la mitología de Steuding.
Pero las cosas que advertimos hasta aquí y de ser como se dice que son, sólo revelarían la reedición contemporánea de un debate actuante desde mediados del siglo XX, o similar al que ocurriera durante la Ilustración y las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX. Según su tenor la objetividad adquiere certidumbre únicamente en el tribunal de la subjetividad; sea porque cada uno de nosotros recibe pasivamente al objeto y a partir del mismo se forma en el intelecto su criterio, sea porque median ideas previas y universales en nosotros, que nos ayudan a mejor captar y discernir sobre la naturaleza objetiva, la denominada Pacha Mama o Madre Tierra.
Lo cierto es que, por el camino en el que van las cosas, el mismo hombre –varón o mujer– está dejando de ser y de ser persona. Se despersonaliza en el siglo XXI. Se le reduce a dato inerme que sirve a los algoritmos digitales y la inteligencia artificial, o a pieza o parte de una Creación sujeta a leyes evolutivas, donde todo nace, evoluciona y muere –como en la anacyclosis griega– y dentro de cuya realidad objetiva, al término, cada uno y todos nos metabolizaremos: “Polvo eres…”.
No es azar que esa «soledad digital» que de suyo procura el andamiaje inteligente silenciando las voces biológicas e inutilizando al lenguaje, sujete a los sentidos de cada ser humano u hombre Twitter o X a fin de cercenarle como lo hace la autonomía de la razón, en un recorrido que conduce hacia la nada. No más la ética de la razón kantiana, tampoco el superhombre de Nietzsche, que da por desaparecido al Dios cristiano. Al mejor estilo sartreano y visto que el hombre no tendría nada prefijado, “ni verdades, ni valores, ni mundo, ni Dios”, creyendo abandonarse a una libertad sin cauces se le hace insoportable y es su perdición.
En ejercicio del papado como Benedicto XVI, en 2007, con presciencia y antes del paulatino «distanciamiento social» que se le impone a las poblaciones de matriz occidental y cristiana a partir de 2019, advirtió y acertó Ratzinger al señalar que: “Si, por un trágico oscurecimiento de la conciencia colectiva, el escepticismo y el relativismo ético llegaran a cancelar los principios fundamentales de la ley moral natural, el mismo ordenamiento democrático quedaría radicalmente herido en sus fundamentos.” Es lo que presenciamos y no deja de sorprendernos.
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